Política

Un referéndum a ninguna parte

30 May, 2017 - - @egocrata

Los partidos independentistas catalanes siguen obsesionados con su «nuevo» plan para conseguir su sueño eterno: un referéndum unilateral de secesión. En la más pura tradición democrática bananera, nadie en el gobierno se ha dignado a hacer público aún ni el cómo, ni el cuándo, ni el dónde de la votación dichosa, porque esto de publicar, discutir, debatir y aprobar cambios constitucionales revolucionarios es algo que se puede decidir en secreto a puerta cerrada (nota: esto es sarcasmo, aunque estoy seguro que algún independentista es capaz de creerse que esto es un argumento válido). Eso no implica que los políticos catalanes estén todo emocionados maniobrando, conspirando y reuniéndose con cara de tontos solemnes, diciendo una y otra vez que esta vez sí que van en serio.

Ya hablé hace una temporada sobre por qué el hecho de votar algo en referéndum no implica en absoluto que sea una decisión democrática, así que no me repetiré. Hoy me centraré en algo más práctico, que es la mecánica misma de la votación. Suponiendo que la Generalitat sigue con su cruzada quijotesca y monta un plebiscito, ¿qué consecuencias prácticas puede tener el resultado?

Para empezar, dejemos de lado el absurdo de que un gobierno autonómico esté haciendo algo completamente contrario al ordenamiento jurídico, el equivalente secesionista a que la Junta de Andalucía votara en referéndum la colectivización de las tierras y vino gratis para todos. Digamos que un día cualquiera de octubre, la Generalitat pone urnas en colegios en toda Cataluña y convoca a la población a votar sobre una pregunta clara, directa y sin ambigüedades sobre la secesión.

En el mejor de los casos, el gobierno de Rajoy hace algo parecido a la anterior «votación» del 9-N: protesta, se indigna y grita, pero no no obstaculiza el evento el mismo día. Deja que los catalanes hagan lo suyo, mientras que se hincha a meter denuncias en los juzgados.

El problema es que incluso en este escenario favorable, el referéndum será un acto completamente inútil. Todos los partidos no-secesionistas en Cataluña dirán, con razón, que la votación no ha sido convocada conforme a la ley, y que su resultado es papel mojado. Por poco listos que sean, harán campaña a favor de la abstención, diciendo que la Generalitat no tiene la autoridad para la consulta, ni tiene la mayoría parlamentaria suficiente para impulsar ni siquiera un procedimiento de reforma del estatut catalán. Es completamente imposible que el PSC, PP y Ciudadanos les sigan, y es improbable que Catalunya en Comú y Podem se metan en un berenjenal de esta categoría con la oposición de sus socios en Madrid.

El día de la votación, el resultado será parecido al «proceso participativo» del 9-N. A las urnas irán los votantes convencidos independentistas, y ganará el sí por goleada. La participación rondará, con suerte, el 40% del censo, haciendo que la convocatoria tenga una credibilidad más que limitada. Una votación con reglas ad hoc, apoyada sólo por un puñado de partidos que nunca han sacado mayoría en unas elecciones, organizada por un gobierno regional que está extralimitándose completamente en sus competencias con esa cifra es difícil de considerar como válida. Absolutamente nadie en la Unión Europea va a tomarse un resultado así en serio. En el caso en que el gobierno de la Generalitat se tome el espectáculo como algo medio legítimo y se ponga a desconectar, proclamar su independencia y actuar como si la secesión ha llegado, ningún observador internacional medio serio se tomará sus alaridos como algo justificable. Si el gobierno central en ese momento decidiera invocar el artículo 155 sería visto como algo normal, aunque la verdad, dudo que llegara a ser necesario.

Ahora imaginemos una situación menos favorable. Cuando El parlament finalmente haga pública y apruebe a todo correr la ley de desconexión, el texto irá de inmediato al constitucional. Si hacemos caso del borrador que circuló hace unos días, y sabiendo qué sucede cuando se redactan leyes en secreto, es más que probable que tenga un buen puñado de errores de forma, varias barbaridades pseudo-autoritarias fruto del entusiasmo revolucionario y un montón de cláusulas obviamente inconstitucionales. La ley será suspendida de inmediato. Puigdemont y los suyos se llenan la boca sobre sus ansias de hacer de mártires de la patria ante la dictadura española, pero el resultado previsible serán unas cuantas inabilitaciones por saltarse la ley a la tremenda, y la realidad más prosaica que casi ningún funcionario de la Generalitat se jugará el sueldo y su plaza saltándose sentencias judiciales. La consulta, si se llega a producir, sería otra vez más una pantomima de «sociedad civil» con la administración de fondo, haciendo que sea aún más difícil venderla como un plebiscito serio y vinculante.

El referéndum unilateral, en el fondo, es otro ejercicio más de cínico teatro político. No creo que merezca el apelativo de quijotesco; cualquier partido implicado con dos dedos de frente sabe perfectamente que no lleva a ninguna parte. Los partidos secesionistas saben, porque así se ha visto en las urnas, una y otra vez, y en los sondeos, una y otra vez, que no hay una mayoría social clara para una secesión pactada, y aún menos para una secesión a la tremenda. Los partidos unionistas saben, porque así se ha visto en las urnas, una y otra vez, y en los sondeos, una y otra vez, que su actitud inflexible y total y completa inutilidad para entender los problemas del sistema autonómico han acabado por hacer que el sistema actual no tenga el apoyo de una mayoría social clara en Cataluña.

Hay una solución obvia a todo este absurdo que todos los actores implicados conocen: una reforma bien diseñada del sistema autonómico con un blindaje competencial creíble en temas culturales, un sistema de financiación basado en que quien ejerce una competencia recauda los impuestos necesarios para pagarla y una planificación de infraestructuras medio racional. Todos los partidos saben que hay una serie de medidas y reformas a la vez aceptables para una amplia mayoría de españoles (en gran parte porque todo el mundo se beneficiaría de una reforma constitucional en este sentido) y suficientes para desmovilizar a la mitad del secesionismo de un plumazo. El problema es que por un lado Mariano Rajoy y el PP prefieren sacar réditos políticos a corto plazo (y mantener sus escándalos de corrupción fuera de los titulares) a solucionar un problema, y los independentistas prefieren seguir en su revolución permanente echándole la culpa de todo a Madrid a aceptar que están pidiendo un imposible. Llevamos años en este equilibrio absurdo, y todo el mundo parece estar la mar de contento viviendo cabreado todo el santo día en vez de intentar arreglar el problema.

Pediría sensatez, un pacto de estado, etcétera, pero en fin, para qué. Nadie parece tener la más mínima intención de hacer algo útil o actuar de forma constructiva sobre el tema catalán. La única vía para romper este ciclo de idiotez infinita en el que se ha convertido el debate territorial español es que los partidos en Madrid decidan de una puñetera vez dejar de utilizar la unidad de España como una cachiporra para atizarse entre ellos, y la constatación por parte de los partidos secesionistas que nadie rompe un país con un 47% de los votos en unas elecciones. Nadie tiene ganas de cambiar de opinión. Así nos va.


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