Hace unas semanas Pepe Fernández-Albertos planteó en una ponencia una idea sugerente sobre por qué hoy día los partidos políticos viven tan obsesionados con el corto plazo y tienen menos margen de maniobra para aplicar sus políticas, en especial si son “antipáticas”. Lo que plantea Pepe es que los (grandes) partidos hoy no disponen de la sólida base de apoyos sociales que tenían en el pasado, una bolsa de gente de que por razones afectivas o sociales te iba a votar sí o sí. Por lo tanto, los partidos tienen que estar siempre atentos a un escenario electoral en el que se espera de ellos que satisfagan muchas preferencias diversas al mismo tiempo y de manera inmediata. Los políticos tienen que mediar entre muchos intereses cada vez más fragmentados y el desencanto es creciente.
Esto encaja con lo que plantea Peter Mair en su libro póstumo “Ruling the Void: The Hollowing of Western Democracy”. La idea general es que en las democracias occidentales la participación electoral está en caída libre, igual que la afiliación a los partidos. Esto nos llevaría a un escenario inédito pero congruente con lo que hemos llamado en otras ocasiones la crisis de los cuerpos intermedios. Estaríamos avanzando hacia el desarrollo de unas élites políticas cada vez más profesionalizadas las cuales quedan siempre al albur de un votante cada vez más caprichoso (quizá por eso la comunicación política se ha vuelto tan importante). Mientras tanto, otros actores como movimientos sociales o lobbies ganan influencia en paralelo a la tensión entre el estado-nación y la UE, en la cual esta última iría ganando – aunque aquí pondría mis objecciones.
Hemos hablado mucho de que estamos viviendo de manera simultánea una crisis económica y política en nuestro país, aunque no nos pongamos de acuerdo sobre qué viene primero. Sin embargo, no es descartable que dentro de la crisis política española haya un elemento específico nuestro y otro más estructural que está afectando a todos los países en mayor o menor medida. De los problemas nuestros ya hablamos más aquí. Sin embargo, esta idea de “perdida de solidez” en los apoyos electorales es algo que opera con independencia de en qué contexto nos encontremos.
Esta situación en general se ve apoyada con matices por la investigación disponible. Según se apunta, tanto la clase obrera como los votantes religiosos están contribuyendo cada vez menos al voto de los partidos socialdemócratas y cristiano-demócratas. Sin embargo, es importante distinguir entre tres componentes diferentes que contribuyen a ello de manera desigual. El primero es el tamaño del propio grupo; hoy la sociedad se ha terciarizado y secularizado, con lo que obreros y religiosos numéricamente son menos. Segundo, la medida en la que estos dos sectores tienden a participar en las elecciones, en la que acuden a las urnas. Por último, la proporción en la que ese grupo es leal a los partidos tradicionalmente suyos.
El resultado es que aun cuando en algunos contextos europeos la lealtad del grupo puede ser alta, su reducción en términos numéricos ha hecho que su peso específico sobre el total de votos al partido sea menor. Cambio, pues, inevitable ante el cambio a una sociedad postindustrial. Pero además, esto reforzaría que los partidos tuvieran pocos incentivos para basar su campaña en los cleavages clásicos. Aunque puedan partir de sus raíces obreristas o católicas probablemente buscarán estrategias para apelar a cuantos más intereses mejor, tema que también refuerza la pérdida de centralidad de sus propios núcleos tradicionales. Por último, se sugiere que tal vez los partidos socialdemócratas son más hábiles para poder captar mensajes nuevos porque la clase trabajadora manual nunca ha sido mayoría social, si bien ello también la haría más dependiente de la nueva clase de servicios y, potencialmente, más volátil en sus apoyos.
Aunque este mensaje ha tendido a interpretarse en una clave pesimista, también puede hacerse en positivo si pensamos que hoy los partidos – también en España – confrontan un electorado más informado, crítico e inconformista. Aquí Juan Rodríguez Teruel apuntaba que los votantes más jóvenes se están volviendo cada vez más volátiles, más cambiantes. Y sí, es posible que haya un efecto coyuntural de las pasadas elecciones europeas, pero quizá también un patrón que subyace en términos de cohorte. Al haber votantes que, en comparación con generaciones anteriores, tienen más estudios o son más móviles en términos de ocupación (véase aquí un estudio sobre la emergente clase proletaria de servicios en nuestro país) puede hacer que no se vaya a “tragar” con cualquier decisión que tome un partido en el poder. Los gobiernos no pueden tomar tantas decisiones con las luces largas pero también están sometidos a un control mayor en las urnas.
La pregunta complicada es cómo conseguir que los políticos puedan combinar ambos elementos. En los años ochenta el PSOE tomó medidas costosísimas en términos sociales que se supone que tendrían rendimiento futuros, parte porque no tenía amenaza de un partido en la oposición viable, pero parte también porque tenía un núcleo de votantes dispuestos a transigir solo porque el partido se lo pedía. De eso cada vez hay menos, también porque los propios partidos mayoritarios han puesto a prueba la capacidad de resistencia de sus votantes a sus políticas de ajuste en un contexto en el que la oferta electoral no hace más que aumentar.
Es posible que no sea un dilema resoluble, pero debería preocuparnos. Si lo que queremos es que los políticos tengan facilidad para tomar decisiones a medio o largo plazo, eso puede implicar atar de manos la capacidad de nuestros decisores en el corto. Sin embargo, ello implicaría resentir el control democrático de las decisiones – y también la receptividad del poder a sus demandas – en un contexto en el que la gente quiere decidir más sobre más cosas. Parece que estamos abocados a una situación trágica en la que el efectismo de la comunicación y el relato desplace cualquier posible política de luces largas. Igual no queda más remedio que llenar con mensajes el hueco de la impotencia política y resignarnos a que nuestros representantes sigan gobernando en el vacío.
Pues si el sector terciario cree que no es «clase obrera» igual debería pensárselo otra vez. No hace falta trabajar en fábricas para ser clase obrera.
Ya les gustaría ser obreros. Lo que son es proletarios. No es el sector, sino las condiciones de trabajo y las perspectivas de futuro (entre otras cosas) lo que les hace ser una clase distinta.
Dices que los partidos «tienen menos margen de maniobra para aplicar sus políticas, en especial si son “antipáticas”» porque » hoy no disponen de la sólida base de apoyos sociales que tenían en el pasado, una bolsa de gente de que por razones afectivas o sociales te iba a votar sí o sí.»
Pues en España el PP está aplicando todas las políticas antipáticas que se pueden aplicar en practicamente todos los ámbitos, y tengo claro que en las próximas elecciones la inmensa mayoría de sus votantes volverán a votarle, 9 de los 10 millones, más o menos. Espero equivocarme…..
Menciona Pablo «En los años ochenta el PSOE tomó medidas costosísimas en términos sociales …»
A principios de los 80 muy poca gente tenía una titulación universitaria y a la clase política se les percibía como «la gente que sabe», un primer gobierno del PSOE con profesionales y profesores de universidad, gran parte de los cuales ejercieron y volvieron a lo suyo (algo impensable hoy).
A día de hoy, las nuevas generaciones de votantes de media son igual o más preparados que la clase política, tienen difícil salida laboral y ven que gente no muy esforzada (Carromeros, juventudes de unos, de otros etc) obtienen rentas por defender cada día un argumentario simplón basado en: herencias, «y tú más», «brotes verdes», «raíces vigorosas», etc…
No es esperable que haya segundas oportunidades por parte de los nuevos votantes. Ojo, y muchos fieles están descubriendo que no deben de serlo cuando sus partidos tradicionales tienen casos de corrupción y las respuestas son tibias.
Es por tanto que «gobernar en el vacio» va a ser una tendencia creciente, y en opinión de muchos positiva.
Sería deseable preparar una ley referente al techo de abstención, igual que se hizo para la abdicación del rey.