El otro día comentaba como algunos programas sociales en Estados Unidos se toman su tiempo y esfuerzo en asegurarse que todo aquel que participa en ellos es realmente pobre. Nada como 270 páginas de regulaciones (en su versión abreviada) para animar a quien puede necesitar ayuda a pedirla.

Esto tiene varias consecuencias, algunas buscadas, otras no. La primera, y más obvia, es lo que día Citoyen en los comentarios: el estado del bienestar como estigma. El hecho que para conseguir ayudas para poder comer el gobierno federal exija una entrevista con un funcionario para justificarte es básicamente humillante. Lo mismo cuando uno tiene que demostrar nacionalidad para acceder a la sanidad pública gratuita para gente con muy pocos recursos, y otras tantas pruebas ridículas que el gobierno americano parece disfrutar imponiendo al personal.

Estas barreras, aparte de encarecer los programas a base de costes administrativos, crean una importante barrera a la entrada. Para mucha gente con muy pocos recursos, el laberinto burocrático de hecho les excluye del sistema. Creedme, tras pasar por la alegre tortura burocrática que es rellenar los papeles de inmigración, Dios se apiade de quien tiene que hacer esas gestiones sin ser licenciado en políticas y papeleo avanzado.

Aparte de las manías obstruccionistas, esta laboriosa exclusión de cualquiera que tenga un poquito de dinero tiene efectos secundarios curiosos. En Estados Unidos si uno tiene un salario un poquito por encima de la más abyecta pobreza no puede ni siquiera oler ninguno de estos programas; pagará sus impuestos, pero aparte de carreteras mal asfaltadas, policias en las calles y guerras en ultramar, el americano medio se pasará la vida con la sensación que el gobierno no le hace el más mínimo caso. El resultado son unos programas sociales que son como mínimo vistos con reticencia, y no pocas veces como sobornos para minorías y vagos.

Llega un momento de la vida en que estas percepciones cambian, sin embargo, que es cuando un americano cumple 65 y se jubila. El gobierno federal entonces entra en su vida con entusiasmo: le paga su pensión de jubilación (relativamente generosa y bien financiada) y le cubre su seguro médico a traves del (excepcionalmente ineficiente y gloriosamente despilfarrador) Medicare. Ambos programas son universales, y ambos son enormemente populares; la administración Bush lo descubrió a su pesar cuando cometió la torpeza de intentar privatizar las pensiones. Ningún político americano en su sano juicio hablará de eliminarlos; como mucho reformarlos, y siempre con pies de plomo.

¿Suena familiar? Tratar de recordar cuándo fue la última vez que un político europeo habló de eliminar algún programa universal de protección social. La sanidad pública gratuita es básicamente innombrable, y  cualquier alegre ministro que ha hablado de hacer cambios en universidades, coste del despido o algo parecido lo sabe de sobras. Bonus especial si el ministro es francés. Los votantes aprecian los servicios a los que tienen acceso.

Se dice a menudo que los americanos están ideológicamente a la derecha de los europeos, y eso explica el raquítico estado de bienestar local. Esto es una verdad a medias, ya que no tiene en cuenta que la ideología no es algo independiente de las instituciones.

Los votantes evaluan las propuestas de los políticos en relación a lo que conocen, que tiende a ser el status quo; eso hace que los americanos adoren la sanidad pública universal para jubilados, pero que a la vez hayan sido reacios a sacrificar su seguro privado cuando están en edad de trabajar. Y eso se extiende a los programas a los que no tienen acceso, como los programas ultrarrestrictivos de protección social. El debate político no es independiente de su contexto, y cualquier cambio institucional lo afecta. Los conservadores temen a la sanidad universal por un buen motivo; una vez aprobada, es básicamente irreversible, y hace que muchos temas que están fuera del debate ahora mismo entren de golpe.

Para hacer las cosas aún más difíciles, el sistema político americano tiene un intenso sesgo inmovilista, con múltiples actores con capacidad de veto. Pero eso es, otra vez, un debate para otro día. Seguiremos hablando.


4 comentarios

  1. ratko dice:

    Según entiendo por lo que expresas en esta entrada, los sistemas de protección son básicamente voluntaristas, es decir, no existen dificultades externas insalvables cuando una sociedad decide dar prioridad a estos programas respecto a otros gastos. Y eso, que dicho asi es bastente inocuo, conlleva suponer que las sociedades que no ven importante estos sistemas de protección lo que padecen es una desestructuración social de caballo y un egoismo y miedo al entorno descomunal

  2. citoyen dice:

    Y esa misma explicación es válida, por ejemplo, para el grado de apoyo de la población a la integración europea o la descentralización administrativa; cuanto más inútil sea-o se perciba- al gobierno central, más favorable es la gente a desplazarlo hacia otro sitio (hacia arriba o hacia abajo).

  3. citoyen dice:

    You can buy people! Afortunadamente.

    Se me había olvidado añadirlo

  4. Tvrtko dice:

    No, si la percepción de la alternativa es peor o tabú.

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