Esta semana Stephen Breyer ha anunciado su intención de abandonar su puesto en el tribunal supremo de los Estados Unidos tras 28 años en el cargo.
Si habéis estado siguiendo Washington / este augusto boletín durante los últimos meses, la importancia de esta salida es obvia. El SCOTUS (Supreme Court of the United States, en la jerga capitalina) está compuesto por nueve magistrados que sólo resuelven unos pocos casos al año, pero su importancia es absolutamente descomunal. Este año, sin ir más lejos, van a decidir sobre el derecho al aborto, campañas electorales, vacunaciones, regulación federal sobre cambio climático, derecho a llevar armas, y ayudas públicas a colegios religiosos. Varios de estos casos pueden, potencialmente, redefinir cómo se interpretan varios derechos fundamentales en el país, desde privacidad a libertad religiosa, o cambiar decisivamente las competencias regulatorias del gobierno federal. Con un tribunal tan pequeño, cada nombramiento vale su peso en oro.
Como casi todo en este país, la estructura del SCOTUS es una mezcla entre genio, improvisación y accidente histórico. En su configuración actual, los magistrados tienen cargos vitalicios; cuando hay una vacante, el presidente nomina a un substituto que debe ser confirmado por el senado. La constitución no detalla el número de magistrados. En 1789 el congreso estableció una corte con seis, número que fue creciendo hasta diez en 1863, para verse reducido a nueve en 1869. Franklin Roosevelt intentó aumentar su número a quince en 1937 para “suavizar” la oposición del tribunal al New Deal, pero fracasó en su empeño.
La constitución también dice muy poco sobre el funcionamiento del supremo o del sistema judicial federal. Sólo dice que el poder judicial está en manos del supremo, y que el congreso será quien decida su configuración la de cualquier tribunal de menor rango. Fuera de otra sección en la que habla sobre qué casos serán juzgados por los tribunales federales, no da más detalles.
El congreso pergeñó un sistema judicial en 1791, pero el alto tribunal fue un sitio bastante ignorado y aburrido hasta la década siguiente, cuando John Marshall fue nombrado presidente del tribunal y empezó a dictar sentencias como un poseso. No fue hasta 1803, por ejemplo, que el supremo decidió que tenía el poder de invalidar leyes inconstitucionales, o que podía invalidar leyes estatales.
Estas son ideas completamente lógicas (y que han sido copiadas, en mayor o menor medida, en todas las constituciones posteriores), pero no están en ley fundamental por ningún sitio. Lo del “activismo judicial” y sentencias del supremo leyendo cosas en la constitución así de forma misteriosa e implícita viene de muy lejos, y ha resultado ser un elemento imprescindible para mantener el sistema constitucional americano funcionando, a pesar de estar construido en un texto tan anticuado. Marshall es venerado casi con la misma devoción que los mismos padres fundadores, porque si algo tiene la abogacía americana es aprecio por la creatividad e imaginación.
Los jueces del supremo, por cierto, fueron durante mucho, mucho tiempo jueces itinerantes, que tenían que pasearse por su distrito (“circuit”) resolviendo casos. No fue hasta 1891 cuando el congreso creó los tribunales de apelación (“circuit courts”, en jerga), permitiendo que los magistrados del SCOTUS no tuvieran que ir a resolver casos por ahí fuera.
La jubilación de Breyer, a sus 83 años, ha sido recibida con una mezcla de ansiedad y alivio en el partido demócrata.
Alivio, por un lado, porque así se evitará una repetición de lo sucedido con Ruth Bader Ginsburg hace un par de años. Dado que los nombramientos al supremo son tan escasos, las jubilaciones de sus miembros son siempre estratégicas; un juez progresista siempre intentará dejar el cargo con un presidente y congreso demócrata en el poder y viceversa. Los demócratas intentaron convencer a Ginsburg que abandonara el cargo a mediados de la década pasada, permitiendo que fuera Obama quien nombrara a su sucesor. Convencida de que Hillary Clinton iba a ganar en el 2016 o de su propia inmortalidad, decidió postponer su jubilación, sólo para fallecer en el cargo dos meses antes de las elecciones presidenciales del 2020, con Trump en la Casa Blanca y los republicanos controlando el senado, dándole el puesto al GOP.
La dimisión de Breyer, al menos, elimina la posibilidad de este escenario, pero no dejará a los demócratas tranquilos. El partido sólo tiene 50 votos en el senado, y no pueden permitirse ni una sola deserción para sacar una nominación adelante. Los mariachis del obstruccionismo que son Sinema y Manchin por fortuna se han portado bien en todos los nombramientos judiciales de Biden hasta ahora (todos los jueces federales son confirmados por el senado), pero el senado está lleno de viejecitos con problemas de salud y estamos en medio de una pandemia. Si alguno enfermara o falleciera (y hay varios que han tenido estancias hospitalarias recientes), se pueden encontrar un problema grave.
El temor, si eso sucediera, es que los republicanos repitieran la jugada del 2016, en el último año del mandato de Obama. Antonin Scalia, principal paladín de la causa conservadora, falleció de improviso en febrero, dándole al presidente la posibilidad de nombrar un sustituto progresista y cambiar decisivamente la balanza de poder del tribunal. Los republicanos controlaban el senado, y en la interpretación de Mitch McConnell, era un año electoral, y lo que tenían que hacer era esperar a que la gente votase quién debía nombrar a su sucesor. En una maniobra sin precedentes, decidieron negarse a confirmar un sustituto, no importa quién recibiera la nominación.
Es el mismo McConnell que sacó adelante el nombramiento de Amy Coney Barrett, la sustituta de Ginsburg, cuatro años después. El senado la confirmó una semana antes de las elecciones presidenciales.
En un principio, entonces, y si todo sale bien y no se nos muere Dianne Feinstein (88 años, con marcapasos desde el 2017 y con algunos síntomas de senilidad ocasional), los demócratas deberían ganar esta batalla. Tienen los votos, son conscientes de lo importante que es sacar esta nominación adelante, y tienen tiempo.
El problema es que la guerra la tienen perdida.
Breyer es progresista, y será sustituido, casi seguro, por alguien también progresista. Eso dejará a los conservadores con la misma mayoría 6-3 que disfrutan ahora, en un tribunal donde el juez más veterano, el conservador Clarence Thomas, tiene 73 años.
Los republicanos ganaron la guerra del supremo entre el 2016 y el 2020, durante la presidencia de Trump. Tras la carambola electoral que puso al candidato del GOP a pesar de sacar tres millones menos de votos que su oponente (y quedar 2,1 por debajo), los conservadores pudieron nombrar a tres magistrados – dos de ellos sustituyendo a jueces moderados (Kennedy) o progresistas (Ginsburg), consiguiendo de forma decisiva el control del tribunal.
En esos cuatro años, además, Mitch McConnell estableció dos reglas claras sobre cómo el GOP iba a tratar las nominaciones. Primero, no iban a volver a permitir que un presidente demócrata pudiera nombrar a un juez si los republicanos tenían mayoría en el senado. Segundo, tras la abolición del filibusterismo para nombramientos judiciales, el GOP sacaría adelante sus jueces sin pedir permiso a los demócratas ni molestarse en buscar moderación alguna.
Dado el sesgo conservador del senado, que sobrerrepresenta a los estados más rurales (y conservadores) del país de manera apabullante, esto hace que sea prácticamente imposible que los demócratas recuperen la mayoría en el supremo durante las próximas décadas. De no mediar casos inusuales como el de David Souter (nombrado por Bush padre con la expectativa que fuera conservador, pero que se hizo más progresista con los años), el supremo va a ser una institución permanentemente reaccionaria, y como hemos vistos estos días, muy, muy dispuesta a utilizar su inmenso poder para legislar a golpe de sentencia.
Esto no quiere decir que el nombramiento sea irrelevante, por supuesto. Para empezar, por muy deprimente que sea perder casos por 6-3, es menos malo que perderlos 7-2, y evitará que algunas opiniones realmente lunáticas de los jueces más reaccionarios no acaben en una sentencia que salga 5-4. El supremo, además, es lo bastante pequeño y los jueces tienen una opinión lo suficiente alta de sí mismos como para que el debate y la persuasión tenga cierta importancia. Clarence Thomas, Samuel Alito o Brett Kavanaugh quizás estén medio chiflados, pero Neil Gorsuch y John Roberts son gente relativamente razonable, y un buen juez puede hacer que cambien de opinión.
Biden anunciará a la sucesora de Breyer antes de finales de febrero, y ha reiterado su promesa electoral de que nombrará a una mujer negra para el puesto. Cosa que ha llevado a los republicanos a acusarle de racismo por no querer tener en cuenta a alguien que no sea negra y de sexismo por no querer nombrar a un hombre, porque bueno, estamos hablando del partido republicano. No será, casi seguro, una radical, porque Biden es en el fondo un moderado y porque los demócratas necesitan a Joe Manchin.
Que el SCOTUS es un tribunal político y que sus nombramientos son increíblemente importantes es algo que lo sabe todo el mundo desde siempre. Es curioso, sin embargo, cómo durante muchos años los dos partidos asumieron que a los jueces los escogía el presidente, y que, de no mediar una nominación enloquecida, torpe u obviamente incompetente, el senado iba a confirmarle. Clarence Thomas fue escogido con una mayoría demócrata en el senado 52-48 y sin que nadie intentara un filibuster, y esa fue la batalla más polémica durante décadas. El resto de los magistrados fue casi siempre confirmado con amplias supermayorías, hasta que en el 2016 McConnell decidió volar por los aires estas costumbres, y bloquear una nominación sin más.
Desde entonces, es guerra abierta, mayorías exiguas, y Dios libre al presidente que tenga una vacante sin controlar el senado. El partido republicano moderno, ya se sabe.
Un precisión histórica y pedante.
Es cierto que Marbury v. Madison es la primera sentencia que declara la inconstitucionalidad de una ley federal, pero el Tribunal Supremo tenía conciencia de tener esa facultad desde mucho antes.
De hecho, sin andar en profundidades, en el caso Hylton v. United States [3 U.S. (3 Dall.) 171 (1796)] se declara la constitucionalidad de una ley federal, lo que es prueba que se ejercició la revisión judicial.
En Hayburn’s Case [2 U.S. (2 Dall.) 409 (1792)] pudo haberse dado la primera declaración de inconstitucionalidad de no ser porque los jueces tuvieron la deferencia de redactar dictámenes no jurisdiccionales advirtiendo de la circunstancia e instando al Congreso a modificar la ley en cuestión
Incluso hay una «sentencia fantasma» anterior a Marbury v. Madison.