Este fin de semana del cuatro de julio, el New York Times, periódico de referencia de Estados Unidos y medio que no acostumbra a sufrir de ataques de melancolía, publicaba dos artículos curiosos.
El primero, publicado el sábado, tiene como titular “un símbolo de unidad del cuatro de julio que quizás ya no una” (A Fourth of July Symbol of Unity That May No Longer Unite) con esta foto:
El artículo habla de algo que en España nos debería sonar familiar: la progresiva asociación de la bandera del país con la derecha, y más específicamente, con el sector más conservador, reaccionario y patriotero de la derecha. Señalan un sondeo que dice que un 66% de votantes republicanos asocian a la bandera con su partido, por un 34% de los demócratas.
El artículo ha generado la inevitable oleada de segmentos indignadísimos de Fox News (“cómo osáis a decir que la bandera que tenemos todo el santo día en pantalla está politizada”), casi como demostrando lo acertado de su contenido. En Twitter (sector progresista), en cambio, muchos estábamos dándole la bienvenida al Times al 2002, cuando la invasión de Irak, las freedom fries y demás parafernalia patriótica. La derecha en Estados Unidos lleva jugando a atizar a todo dios con la bandera desde hace casi dos décadas; Trump y sus lacayos lo convirtieron en un culto. Lo raro es que algunos parezcan haberse dado cuenta hoy.
La otra pieza que me llamó la atención es esta, con el titular “Por qué la política en americana está tozudamente inmóvil, a pesar de cambios monumentales” (Why America’s Politics Are Stubbornly Fixed, Despite Momentous Changes). El escritor se pregunta por qué tras un año de pandemia, con cientos miles de muertes, protestas en las calles, un intento de golpe de estado y un presidente irresponsable y corrupto, los dos bloques políticos del país parecen no haber apenas cambiado. Biden sacó un 53% del voto; Trump un 47%, y nadie, o casi nadie, parece haber cambiado de opinión sobre nada en absoluto. El país está dividido, y no hay evento, noticia o dato económico que parezca mover los sondeos más allá de un par de puntos.
Lo he comentado alguna vez, pero sospecho que hablar de “división” o “fractura social” en Estados Unidos requiere muchos matices para dar con la definición correcta.
Por un lado, sí, los resultados electorales indican que hay una división clara y persistente entre las ciudades y regiones más dinámicas, prósperas y creativas del país en contraposición a las zonas rurales y económicamente deprimidas. No es cuestión de estados conservadores y estados progresistas; Houston, Atlanta, Dallas o Raleigh votan a la izquierda en proporciones similares a cualquier ciudad del norte del país. Lo único que tiñe a Texas de rojo en el mapa es que es un estado enorme con muchas zonas rurales y que los suburbios de Dallas y Houston son todavía más conservadores que los de Baltimore.
Por otro, las elecciones del 2020 estuvieron menos polarizadas de lo que parece a primera vista, y menos de lo que vimos el 2016. Pew cada ciclo electoral publica un macro- sondeo cotejado y validado con los datos de participación electoral, dando una imagen muy precisa sobre quién voto y cómo en las presidenciales, y las cifras reflejan algunos cambios significativos.
En el 2016, una de las tendencias más marcadas fue la tremenda polarización racial y de género; los votantes blancos (sobre todo hombres sin estudios universitarios) se fueron abrumadoramente hacia Trump, mientras que los votantes de color y mujeres se fueron para los Demócratas. Estos cambios no le bastaron a Trump para ganar una mayoría de votos, pero la distribución geográfica de su coalición era más eficiente convirtiendo papeletas en votos en el colegio electoral, y llegó a la presidencia.
Lejos de aumentar, la polarización en el 2020 se ha reducido. En el 2016, Trump ganó el voto de hombres blancos por 30 puntos; en el 2020, sólo lo hizo por 17. Eso hizo que a pesar de que el porcentaje de votantes blancos varones aumentara (en un año con un récord de participación), los demócratas pudieran ganar la Casa Blanca. En el otro lado, Trump sacó diez puntos más entre latinos (un 38%) que en el 2016. Trump también gano ocho puntos entre el voto joven (milennials), alcanzando un 39%. El voto afroamericano, en contra de lo que se dijo en un principio, no cambió.
Cierto, una cosa es la demografía y otra las preferencias ideológicas, pero cualquier cosa que desacople identidades raciales de preferencias políticas me parece una buena idea.
Tenemos, además, la realidad de que hay una división relativamente clara entre las preferencias y posiciones de las élites políticas y líderes de opinión y gran parte del electorado. Lo vemos tanto a la derecha, donde los energúmenos que beben de Fox News se obsesionan por un montón de temas fuera de la realidad y se oponen en bloque a políticas públicas que son increíblemente populares (como subir los impuestos a los ricos o las bajas pagadas por enfermedad), sin reflejar lo que prefieren sus propias bases. Y lo vemos también en la izquierda, donde muchos acólitos de Bernie Sanders y el complejo ONG-activista Woke están más por la pureza del discurso y llamar a todo el mundo racista que en ganar elecciones. Es muy fácil mirar a Washington, leer Twitter, o abrir Fox News, Breitbart o Jacobin y creer que estamos a dos pasos de arrancarnos la cabeza unos a otros, pero en el mundo real las disputas políticas no tienen este aspecto.
El año pasado Eitan Hersh publicaba un libro hablando de una nueva clase de activista/palizas de internet al que llamaba “aficionado político” (political hobbyism). Estos son los activistas que se toman la política como una distracción, una actividad donde dedicar su pasión y energía durante su tiempo libre, no como algo que se define como un ejercicio de intentar ganar el poder mediante movilización y persuasión para formar mayorías de gobierno. Los “aficionados” están en ONGs, partidos, asociaciones y demás para hacer amigos con ideas parecidas, indignarse mucho, defender sus idas de la forma más ruidosa posible y poner a caldo a los enemigos de la causa. Para ellos el medio es el fin, sin tener un objetivo concreto en forma de políticas públicas.
Esta es la gente que vive en Twitter, se pasa la vida viendo Fox News y MSNBC, dan la turra a sus legisladores cada vez que ven algo malo en la tele, están en las manifestaciones y protestas, firman manifiestos y critican a todo aquel que se desvíe de la senda de la pureza ideológica (son también la clase de activista que intentamos sacarnos de encima). Son el público de los medios monotemáticos en política, que les dan exactamente lo que quieren, conflicto, indignación, y jaleo – y en parte, son lo que provocan que la política americana sea tan a menudo un caos incoherente dirigido por los más idiotas de cada partido.
Lo crucial, sin embargo, es que son poca gente: la audiencia de Fox, MSNBC y CNN raramente supera los cinco millones en prime time en un país de 325 millones. El sistema de político y los medios están sesgados y se concentran en hacerles caso, pero no son representativos del país.
Por descontado, esto no quiere decir que el país no tenga problemas obvios y urgentes.
Las élites del partido republicano llevan varios años abrazando conductas cada vez más irresponsables para contentar a estas bases, sin darse cuenta de que lo que dicen los políticos importa. Los activistas quizás estén por la juerga, pero si te pasas años diciendo que sólo la violencia puede salvar el país acabas con sucesos como el asalto al capitolio en enero. El sistema político, además, está sesgado de modo que favorece precisamente a estos políticos conservadores, e instituciones como el tribunal supremo están trabajando activamente para mantener y aumentar estos sesgos. Un país sólo puede flirtear con el desastre y tener a cretinos como Trump un número limitado de veces antes de que algo se rompa de forma irremediable. Y desde luego, muchas instituciones americanas necesitan un buen repaso.
Al hablar de Estados Unidos, en el fondo, es difícil decidir entre el optimismo y el pesimismo. Sí, hemos visto años malos. Sí, el cambio climático está aquí y puede hacer que la política del país, ya caótica, empeore. Pero es un país tan grande, tan flexible, y tan hambriento de cambios sin apenas darse cuenta, que quizás acaben saliéndose con la suya.
Feliz cumpleaños, Estados Unidos. Mal que nos pese.
No se puede comparar el tema de la bandera. La bandera americana tiene una historia «normal», no se vinculó en el pasado de forma contundente por grupos concretos en detrimento de otros. No es para nada el caso de la española, siempre ha sido monárquica y reaccionaria (es que ningún grupo social significativo que no encuadre ahí la ha hecho suya), la primera república planteó varios esbozos de una nueva, una de ellas roja, blanca y morada (la constitución, incompleta, nunca aprobada, de la primera república federal también tiene numerosas curiosidades, como la americana, no define una lengua oficial ni convierte al castellano en ella, como hacen todas las demás que ha habido). Los fascistas en 1936 volvieron a recuperar esa bandera, me parece evidente que medio país, que fue masacrado de mala manera, tenía otra bandera.
No me parece que sea comparable en absoluto. Lo nuestro se parece a lo de Belarús, la bandera que promueven los prooccidentales es de los años 20 y nunca fue usada de forma masiva, excepto a nivel grupitos (partidos, organismos, desde la URSS obviamente en el exilio), su uso profuso tuvo lugar en la II GM cuando los nazis ocuparon el país y mataron a 1 de cada 4 personas con atrocidades más allá de cualesquier palabras. No es sólo Luka, mucha gente tiene arcadas ante esa bandera, por decirlo suavemente. De hecho, la svástica era una cosa corriente y de moda en Occidente hasta que el NSDAP se apropió de ella (se pueden ver fotos de EEUU de niños haciendo el «saludo romano», que es otro mito, los romanos nunca saludaron así ni remotamente parecido, y con svásticas, y no tiene nada que ver con los nazis), hoy en día está llena de mierda para los restos.
La historia es una colección de hechos, no de razonamientos.