Durante los últimos meses se está discutiendo vivamente sobre los perdedores de la globalización y las políticas de la identidad. Si algo tiene de interés ese debate es que señala la agenda de investigación que espera a las ciencias sociales durante los próximos años. Nadie debería perdérselo. Aunque creo que a veces se importan estas cuestiones de manera un poco burda (véase una discusión aquí), es indudable que la mayoría de veces plantean interrogantes muy pertinentes. Como no me canso de recomendarlo, podéis leer en “Antisistema” de Pepe Fernández- Albertos un muy buen compendio de ellas.
No hay duda de que, especialmente desde finales de los setenta, los países de la OCDE han pasado de sociedades industriales a sociedades de servicios. Esto ha tenido la implicación de reducir el tamaño de la clase obrera (fruto de la desindustrialización), mientras que los segmentos sociales más educados y la importancia de los profesionales socioculturales (desde maestros a periodistas) han ido en aumento. Hasta cierto punto esto es una señal de éxito. Conseguir que en Europa se viva más años, fallezcan menos niños, haya mejor sanidad o el analfabetismo se haya erradicado solo tiene lecturas positivas. Incluso, si se me permite la provocación, conseguir el mito aspiracional de las clases obreras – dejar de serlo para tener una vida acomodada – es admirable.
Ahora bien, esto no quita para que hayan emergido unos subproductos – no necesariamente buscados – que son indeseables e incluso hacen las democracias tradicionales más políticamente insostenibles. La estructura de clase y ocupacional ha cambiado, la dualidad de nuestros mercados de trabajo se ha incrementado y, de manera evidente, la protección de diferentes grupos sociales ante los cambios globales se ha vuelto dispar. La desigualdad y la vulnerabilidad de diferentes colectivos ha coincidido (¿fruto de la casualidad? Je) con un contexto de desintermediación que hace más complicado articularlas en acción política. No solo partidos, es que ni sindicatos ni iglesias son lo que eran.
Esto tiene implicaciones políticas, como no podía ser de otra manera. Mientras que en el pasado la división entre clases era el motor (como poco retórico) de la pugna política, hoy esto es distinto porque el lado de la demanda (el electorado) se ha transformado. Normal, por lo tanto, que también se redibuje la composición de la oferta partidista. Las familias tradicionales – la socialdemocracia y la conservadora – están en decadencia electoral. De un tiempo en el que sumaban el 40% del voto en Europa, hoy es algo menos de la mitad, cercenados por formaciones antiestablishment de todo corte y pelaje. Por lo tanto, parece que nos movemos en las aguas de cambios más profundos.
Hoy no sólo la posición de “clase” (la definamos como la definamos), sino el tipo de empleo o las habilidades de cada colectivo moldean las preferencias de los votantes. Algunos segmentos sociales demandan más educación e inversión para promocionar en sus carreras. Otros, más políticas públicas que les protejan frente a los vaivenes de la economía. Unos pueden tomar ventaja de cambios globales y tecnológicos, otros lo tienen más complicado y se descuelgan. Entre tanto, nuevos temas como igualdad de género, inmigración o europeísmo han entrado en la agenda. Como señalan Oesch y Rennwald, las preferencias por redistribución y por la dimensión abierto-cerrado se entrecruzan, y es en ese punto en el cual los diferentes colectivos sociales se van ubicando.
En el debate general es común mirar más a la decadencia de la izquierda tradicional que la derecha – aunque la nueva extrema derecha populista pueda comer electores a costa de ambas. De esto se hacía eco Przeworski, que veía como inevitable el fin de los socialdemócratas ante el declive electoral de su electorado objetivo; los obreros. Sin embargo, Kitchelt era bastante más optimista – y creo que acertado – cuando decía que lo relevante es saber en qué medida las izquierdas tradicionales pueden forjar nuevas coaliciones. ¿Es posible apelar a nuevos segmentos por parte de estos partidos? O, dicho de otra manera, si los obreros son cada vez menos y, encima, se orientan más hacia la extrema derecha ¿Podrán estas formaciones compensar su salida construyendo una nueva coalición de clase?
El hecho es que hoy en Europa los segmentos mejor educados, los profesionales socioeducativos (maestros, funcionarios, clases formadas, ocupaciones liberales…), son el principal bastión de las izquierdas. Aunque sus mensajes puedan alienar a una parte de sus bases obreristas, las izquierdas tradicionales han optado por combinar dos principios: en lo social, intervenir más mediante las políticas de inversión que de consumo (es decir, simplificando, más con políticas de capacitación de capital humano que de medidas de “protección” ante pérdidas de renta) y en lo cultural, ubicarse en una posición abierta, cosmopolita y respetuosa con los derechos de las minorías.
Quizá así se puede entender mejor cómo la socialdemocracia busca compensar unos electores con otros y, por qué, en el medio plazo, lo que menos le interesa es cerrarse en el eje cultural. Parece que es la única vía que tiene para compensar sus pérdidas en los antiguos obreros, que ya se han desplazado. Y es que, si se cierra a los sectores precarios y “aspiracionales”, como defendía Rueda, otros actores a su izquierda le arrebatarán la cartera.
Diferente es que esto no pueda tener un efecto para los socialdemócratas en términos de representación: las posiciones políticas que defienden los partidos son endógenas a sus electores (¡lo ha dicho!, ¡lo ha dicho!). Simplificando, si los electores de la izquierda tradicional son un maestro universitario y no un empelado de la SEAT puede hacer que sus programas se escoren hacia políticas menos redistributivas. En suma, hacia una posición menos empática con sectores sociales que no pertenezcan a una de esas “supuestas” dos élites que están en pugna.
Este proceso tiene una cierta evolución simétrica en los otros actores. Por más que el eje fundamental de activación para la extrema derecha sea el autoritario/ comunitarista, la creciente proletarización de sus electores ayuda a entender por qué gira a posiciones más proteccionistas. Si sólo hablaran de esto último, lo tendrían más complicado para arrebatar el voto de pequeños tenderos y clases medias a los conservadores tradicionales, pero al solaparlos es cuando activan de manera eficiente el chauvinismo de Estado de Bienestar. La idea de que hay que redistribuir, claro, pero solo “entre los de aquí”.
Estos debates, por más que hablen de macroprocesos, tiene mucho de contexto que los atraviesa. En España no existe una fuga del voto obrero a una extrema derecha que lo capitalice – véase Francia o Suecia, donde sí pasa, aunque lo intenten taponar. Las izquierdas suben en Portugal o Dinamarca, mientras que los conservadores tradicionales son fuertes en Irlanda, Países Bajos o Grecia, aunque están en crisis en Alemania. La extrema derecha está desatada en Francia o Alemania y Europa del Este es todo un banco de pruebas. A Macron se le pone cara de Renzi. La UE, en 2019, en el alero.
Vivimos unos procesos de transformación estructural de fondo que han detonado con la crisis. Creo, sin duda, que vamos a tener que hablar mucho de estas cuestiones en un contexto convulso y cambiante, así que más vale no sentir demasiada nostalgia por el mundo pasado. Lo que sea que se asiente, será de otra forma. Bienvenidos al curso político. Bienvenidos al presente.