Encuestas

¿Por qué el Partido Republicano sigue apoyando a Trump?

16 May, 2017 - - @jorgegalindo

«(…) hoy, Trump cuenta con un 84% de aprobación entre los votantes republicanos, pero solo un 9% entre los demócratas. Números que apenas han variado desde enero. Así, es probable que cualquier ataque sobre el presidente por parte de un juez, un fiscal, o un senador, así sea de su propio partido, sea leído de manera radicalmente opuesta por ambos lados del espectro.»

La cita es de aquí, y el dato, de Gallup, se aprecia mejor en el siguiente gráfico.

«Estable», sin duda.

Esta es la teoría a la que muchos (incluído yo, al menos en la cita de arriba) se suscriben para explicar qué es lo que mantiene el apoyo a Donald Trump por parte de sus compañeros de partido. Incluso después de casi cuatro meses trufados de escándalos y decisiones ampliamente criticadas desde ambos lados del espectro ideológico. La idea es sencilla: mientras los votantes republicanos sigan teniendo una visión positiva de Trump, senadores y congresistas tienen pocos incentivos para apartarse de él.

¿Pero es así de sencillo? Me temo que el lector ávido de respuestas definitivas no las encontrará aquí. Esto es más bien un ejercicio de toma ordenada de notas para poner a prueba mi propia hipótesis, utilizando unos cuantos datos que me parecen útiles para pensar sobre ella.

La primera pregunta que se desprende del cuestionamiento de esa tesis es: ¿por qué Trump es dueño y señor del Partido Republicano, si es un recién llegado? Si, como todo parece indicar, ganó las elecciones de noviembre gracias sobre todo al mantenimiento de votos tradicionalmente republicanos, ¿por qué iba el establishment del partido a temer a su nuevo líder?

La verdad, el matrimonio entre las bases conservadoras y el Presidente se ha vuelto bastante intenso en los últimos tiempos. Esta es una buena compilación de datos al respecto. A continuación reproduzco algunos datos, referidos sobre todo a la visión de los votantes sobre el (pen)último escándalo, el despido del director del FBI James Comey, y los supuestos contactos de la campaña con Rusia.

Parece bastante claro que son los demócratas los que piensan que el despido fue realmente un escándalo, precisamente en conexión con las investigaciones sobre Rusia, mientras los republicanos tienen una visión radicalmente distinta. La brecha es impresionante.

Una parte de esta división tiene que ver con dónde consumen noticias y en quién confían para informarse cada grupo de votantes. De la misma recopilación de Bump salen estos datos.

Desde la victoria de Trump, los republicanos confían mucho menos en los medios. Un cambio de tendencia así es algo pocas veces visto en una encuesta.

Y, cuando confían en alguno, tienen claro en cuál: Fox News.

Lo cual convierte a la cadena, además, en la fuente predilecta de una mayoría (si bien minoritaria) de estadounidenses. Y Fox no está en ningún caso cerca de retirarle su cobertura más bien favorable a Trump. Como tampoco parecen estar el resto de medios de dejar de criticarle. La brecha partidista ha pasado a reproducir la mediática. Algo de lo que, por cierto, algo sabemos en España.

El gráfico anterior, o la narrativa de una parte de la campaña de Trump y de los medios ávidos de explicaciones sensacionales, podrían hacer pensar que Trump, en un solo golpe de mano maestro, ha conseguido dar un vuelco a las bases republicanas y construir una nueva coalición encabezada por su persona. Pero recordaré una vez más que la inmensa mayoría de votantes de Trump ya eran republicanos antes de darle su apoyo.

En realidad, es posible defender que, en muchas cosas, Trump no ha supuesto ningún giro brusco respecto a lo que ya era el Partido Republicano, sino una simple profundización de la vieja conocida Southern Strategy, que consistió esencialmente en un esfuerzo republicano para atraer el voto conservador, sobre todo blanco y del sur. Esta era una hipótesis que elaboramos Gonzalo y yo cuando nos preguntamos cómo podría Trump ganar cuando todas las encuestas le daban por perdedor pocas horas antes de las elecciones. La recojo aquí de nuevo, palabra por palabra.

Empezó con Barry Goldwater en 1964, quien, como Trump, se enfrentó al establishment de su partido (encabezado entonces por las élites del noreste). Y se consolidó con Richard Nixon en la década siguiente, quien hizo de la idea conservadora de ‘ley y orden’ su motto. Los segregacionistas del sur llevaban años apelando a los ‘derechos de los Estados’ frente a las ‘imposiciones de Washington’ para argumentar su autogobierno, también en cuestiones raciales. La Southern Strategy hizo de este reclamo su principal arma, pues desplazaba el foco explícito del racismo hacia algo parecido a la lucha anti-establishment. En los ochenta, Ronald Reagan daría la versión más estimulante (para sus votantes, claro, no para sus oponentes) de esa unión entre tradición y gobierno reducido. Mientras la saga de los Bush seguían desarrollando lo que podríamos denominar como línea moderada de la estrategia, reconciliándola con las élites republicanas del norte. De hecho, en 2005 el jefe del órgano director del partido llegó a disculparse. Pero al mismo tiempo las bases del partido profundizaban en la línea conservadora dura: en lo económico, en lo estatal, y en lo social. Una miríada de movimientos, espacios de debate, medios alternativos, candidatos a las Primarias o a elecciones estatales o legislativas han ido construyendo una plataforma ideológica que prolonga, antes que modificar, la Southern Strategy. A ello se suma el ya famoso Tea Party, que, pese a tener límites poco definidos y a intentar no centrarse en el conservadurismo social, fue sin duda un impulso anti-establishment y a favor de la idea de gobierno reducido basada en los Estados.

El éxito de esta plataforma quedó bien claro cuando en 2008 el candidato moderado (y élite republicana) John McCain tuvo que incorporar a Sarah Palin como compañera de ticket. En ciertas cosas, Palin es un preludio a Trump: nacionalista, mira hacia adentro mucho más que hacia afuera, perfil outsider y discurso radicalmente anti-establishment. En 2012, la derrota de Mitt Romney (que perdió por 71-29 ante Obama entre los hispanos, el colectivo de mayor crecimiento en los últimos años en el país) llevó a los estrategas del partido a preguntarse si el partido no se estaba volviendo demasiado viejo, blanco y masculino. Durante los últimos cuatro años la historia del partido ha sido la de tomar una posición respecto a esa pregunta, combinando intentos de ampliar su base (como la fallida reforma migratoria en el Congreso) con oposición frontal a Obama. En las elecciones primarias, la victoria de Trump contra el criterio de la élite del partido decidió el asunto. Los ‘angry white men’ habían ganado.

Por eso Trump y el Partido están atados el uno al otro: porque el primero, a través de un sistema de primarias, no le escogió por casualidad ni por azar. Sino porque representaba a sus bases mejor que cualquier otro de los candidatos. Así de simple. Que algunos líderes del partido se escandalicen, normalmente en privado y a veces en público, por las actitudes de quien ha sido escogido por la criatura que ellos mismos llevan décadas alimentando es un tanto sorprendente.

Richard Nixon fue otro presidente popular que ganó gracias a una plataforma de propuestas no tan distinta a la de Trump. De hecho, como argumento más arriba, fue en muchos sentidos una primera versión del giro que iría completando el Partido Republicano con el tiempo. Y, como Trump, se enfrentó a escándalos severos. En este caso, lo fueron tanto que se vio obligado a dimitir cuando el proceso de impeachment estaba en marcha. Esta es la versión para Nixon del gráfico de Trump del 84%, con el que abría este texto.

El descenso coincide con el escándalo, hasta quedarse en un reducido 50%. Este gráfico expresa la ruptura entre la base y el líder que había representado una plataforma concreta y exitosa en su momento. En Trump, ¿se adivina alguna tendencia similar?

Según Gallup, no mucho. La falta de crítica de los medios afines y la nueva estructura de trincheras hace más difícil que se abra esta brecha (esta encuesta indica que un 89% de republicanos no está de acuerdo con la manera en que los medios cubren al Presidente). Pero no todo reluce en el futuro de Trump, ni mucho menos.

Para empezar, empieza a haber algunos signos de ruptura, si bien aún leve, en su base. Otra encuestadora, Quinnipiac, le da 81%-82% entre los republicanos, sí, pero le daba 91% al principio del mandato. Rasmussen, una casa normalmente favorable a los republicanos, no obtiene resultados positivos para Trump desde hace días. Y según Gallup hay ciertos signos de erosión de su apoyo (que nunca fue pletórico) entre los votantes independientes, claves para ambos partidos.

Por otro lado, este fantástico ejercicio de Will Jordan recopilando datos en torno a la caída de Nixon muestran que tampoco hace falta un rechazo masivo y abrumador para tirar abajo a un Presidente.

Además, el año que viene hay elecciones legislativas. Normalmente, el Presidente importa en este tipo de elecciones, como muestran los siguientes datos (de fivethirtyeight).

Pero este efecto arrastre es de doble filo. El miedo de muchos cargos republicanos sometidos a reelección de ser penalizados por su base si se alejan de Trump puede transformarse en miedo a quedarse demasiado cerca del Presidente si sus números empiezan a perder pie. No hay que olvidar que, por encima incluso de los votantes independientes o cambiantes, las elecciones (y particularmente las legislativas) son carreras contra la abstención. Si Trump ayuda a los demócratas a movilizar a los suyos y deja a los republicanos moderados en casa, los candidatos estatales y distritales se enfrentarán a un difícil dilema. En la compilación de Bump en el Washington Post el autor cierra su entrada con un gráfico muy, muy sugerente.

Básicamente, los votantes republicanos están partidos en dos ahora mismo. Para la mitad, Trump es un activo. Para la otra mitad, da igual. El dilema anteriormente descrito emergerá si pasa una de las siguientes cosas: los «me da igual» pasan a ser «menos probable por culpa de Trump», creando una polarización dentro de las bases; o los «más probable» se reducen hasta dejar en la indecisión a senadores y congresistas.

Es aún muy pronto para pensar en las elecciones de 2018, pero el mero hecho de que ya se esté hablando de ello es el mejor indicativo de lo frágil que es en realidad la popularidad de Trump y su relación con el Partido Republicano (aquí, un repaso de escenarios, por cierto).

Y, sin embargo, sigue siendo cierto que el GOP se ha atado no sólo a Trump, y no sólo desde su nominación, sino aún antes, a una base de votantes que no es capaz de garantiza victorias sistemáticas. Al fin y al cabo, el actual Presidente ha ganado las elecciones perdiendo el voto popular, demostrando así que los republicanos han dependido de la sobrerrepresentación de ciertos Estados comparativamente poco poblados para no perder. El nudo es fuerte y profundo, alcanza a muchos de sus cargos electos en las cámaras legislativas, en las oficinas estatales y locales. Por el momento, si todo lo que está pasando no acaba con Trump, es porque, probablemente, tampoco se acabaría con él. De nuevo: por el momento.


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