Uno de los debates de la semana es el que han provocado Luis Garicano y Jesús Fernández Villaverde con su post en Hay Derecho (luego artículo en El Mundo), sobre la cualificación de los políticos (con otro debate dentro, que no es tal, sobre las falsificaciones). Digamos de entrada que simpatizo con la idea de que los cargos públicos en España no demuestran adecuadamente sus capacidades, y en Politikon hemos hablado a menudo de la selección de elites, y hablaremos más. No obstante, creo que las titulaciones académicas (y más en nuestro país) quizás no sean el mejor proxy de las capacidades deseables en una carrera política. Por otra parte, ni siquiera está claro que los políticos españoles tengan menos titulaciones que los de otros países, y los dirigentes políticos sin carrera universitaria no son del todo infrecuentes en naciones a las que solemos mirar con admiración o envidia.
No obstante, quería plantear el debate desde otro punto de vista, el de la teoría política, que a mi juicio se ha olvidado un poco, cuando la cuestión tiene no pocos ángulos teóricos y normativos. Me parece útil el enfoque de Bernard Manin en Los principios del gobierno representativo (un libro que no nos cansamos de recomendar por aquí). Manin intenta deslindar en su obra los elementos democráticos y aristocráticos que se conjugan en los regímenes representativos, y fija la mirada en el sorteo de cargos públicos como una de las instituciones a través de las cuales se contempla la diferencia entre las democracias antiguas y modernas.
La diferencia más saliente entre la democracia ateniense y la democracia representativa moderna es que no hay papel para una asamblea de ciudadanos. Pero quizás sea aún más significativo, según Manin, que en Atenas las funciones que no recaían sobre la asamblea ni sobre los pocos magistrados electos correspondían a ciudadanos escogidos por sorteo. La asamblea es impracticable en un Estado moderno -de hecho, lo era ya en Atenas en la forma ideal en que solemos imaginarla: la ekklesia no acogía a todos los ciudadanos por la sencilla razón de que muchos se abstenían de ir, y ni siquiera está claro que todos cupieran en el Pnyx; la inmensa mayoría jamás tomaba la palabra y el control de la agenda (como en los comicios romanos) estaba ante todo en manos de elites; y la aclamación tenía un papel central que está casi ausente en las ideas políticas modernas, y atañe a la autonomía del juicio individual. Sin embargo, el sorteo de cargos sí es factible técnicamente, y salvo algunas instituciones como el jurado popular, está prácticamente ausente de la política moderna.
Aclaremos en primer lugar que, como explica el propio Manin, el sorteo ateniense era una institución «menos rudimentaria» de lo que se presenta en apariencia. Los ciudadanos que entraban en el sorteo se habían ofrecido voluntarios, y eran conscientes de que sus cargos (habitualmente colegiados) estaban sometidos a escrutinio por la asamblea y podían ser revocados, mecanismos de rendición de cuentas que, a buen seguro, disuadían normalmente a manifiestos incompetentes de presentarse. Además, antes de hacer oficial su nombramiento se examinaba su conducta pública. El sorteo de cargos se deduce en Atenas de la isonomía y la isopoliteía, la igualdad en derechos políticos y capacidad de gobierno entre los ciudadanos. En la práctica, se observaba un principio rector básico: la rotación constante de cargos para evitar las hegemonías -recordemos a Robert Michels- y los abusos en el poder.
En este contexto, el sorteo adquiere pleno sentido, especialmente si consideramos la existencia de órganos como los heliastai, jurados que cada año debían nombrarse de nuevo en número de hasta 6.000 y que tenían un papel importante en el gobierno de la ciudad: elegirlos de otra manera (suponiendo que se desease) hubiera planteado un dilema técnico y político de primer orden. Por otra parte, la ciudadanía ateniense constituía un cuerpo político homogéneo, al menos si lo comparamos con un Estado actual. Ya Sieyès advertía en los albores de la modernidad política que la división del trabajo había hecho imposible gobernarse como los antiguos. Y tampoco debe ser irrelevante que los ciudadanos atenienses fuesen cabezas de rígidas familias patriarcales con el hogar (oikos) como núcleo económico y social fundamental, y estuviesen a su vez insertos en fratrías y tribus (phylai), cuerpos intermedios que sin duda aportaban un carácter corporativo a la vida en la comunidad política griega.
Estas diferencias con nuestro mundo político e ideológico ofrecen pistas sobre por qué, aunque los regímenes representativos comparten algunos principios no muy lejanos de las antiguas isegoría, isonomía e isopoliteía, han matizado éstos fuertemente merced a, sobre todo, un principio: la elección de los «mejores». Los teóricos de los siglos XVII y XVIII contaban aún con ejemplos recientes de sorteo en Italia, y compartían (por ejemplo, Montesquieu o Rousseau) la noción de que el sorteo era lo propio de la democracia, mientras la elección lo propio de la aristocracia. Manin concluye que el olvido del sorteo en la conformación de los regímenes representativos (que hoy llamamos democracias representativas) no fue casual sino deliberado, en la medida en que se trataba de un esfuerzo consciente -patente en figuras como Madison, Adams o el mismo Sieyès- por evitar lo que se entendía como vicios de los regímenes populares antiguos, sustituyendo el antiguo principio de la isopoliteía por el de «consentimiento de los gobernados».
Dicho todo esto, y por volver al debate inicial, quizás no parecería fuera de lugar exigir determinadas credenciales o imponer barreras de entrada al ejercicio de cargos públicos. Se trataría sólo de asumir el carácter aristocrático (en el sentido otorgado por Manin y la tradición política moderna) de nuestro sistema político. Salvo por el hecho de que en el seno del sistema hay una tensión entre ese principio y un principio democrático nunca olvidado del todo, particularmente patente a partir de la extensión del enfranchisement en el último siglo y medio, el acceso de los partidos obreros a la representación y, últimamente, las ideas de democracia participativa y deliberativa. De hecho, la misma existencia de este debate trasluce esa tensión. Aspiramos a que cualquiera pueda presentarse por los cauces democráticos, pero a la vez planteamos unas exigencias implícitas que dan lugar a la masiva falsificación -o digamos «embellecimiento»- de currículos. Queremos políticos de elite, pero a la vez hablamos de «casta» y «privilegios», de alejamiento del pueblo, y pretendemos fiscalizar o directamente impedir los trasvases entre los niveles superiores de la vida profesional y el gobierno. No creo que esta dialéctica se pueda resolver fácilmente en un sentido u otro.
Porque, además, el principio representativo implica alguna identificación entre representados y representantes. No se trata sólo de una cuestión formal: sabemos que la pertenencia a una clase social, a un estatus socioeconómico o a un cuerpo particular tiene implicaciones desde el punto de vista de la ideología, los valores y las preferencias (en su versión menos sofisticada, esto es lo que en Marx se conoce como polilogismo). Unos políticos extraídos únicamente de una elite tenderán a representar a esa elite más que a los ciudadanos en general. Por otra parte, si la política fuese un saber puramente técnico, un conjunto de problemas definidos objetivamente que pueden resolverse con criterios fijos, cabría obviar este problema. Pero no lo es. Y por ello las virtudes más deseables en un político son con frecuencia la capacidad de negociación, la habilidad para conjugar intereses contrapuestos y alcanzar compromisos, la visión estratégica y el liderazgo de equipos. Tras pasar por dos o tres universidades españolas, tengo que ser escéptico sobre la capacidad de un título académico para reconocer y señalizar este tipo de perfiles (o prácticamente nada). Posiblemente tampoco los partidos sean hoy el cauce ideal para seleccionarlos, pero esa es otra cuestión.
¿Qué hacer, entonces, para mejorar la preparación de los políticos? Más que en las barreras de entrada o el naming and shaming, tiendo a pensar que deberíamos buscar incentivos para atraer el talento a la política, para que los mejores se presenten, y ejercer presión sobre los partidos para que, como organizaciones, promocionen más el mérito y un poco menos la capacidad para calentar silla y apuñalar a diestro y siniestro. También creo -y esto sólo a medias irónicamente- que la idea del sorteo merece más atención de la que le hemos prestado hasta ahora (aunque sólo sea por recuperar un tema clásico de la ciencia-ficción).
[…] Democracia y aristocracia en el gobierno representativo […]
Me parece un debate esteril. Si «todos» pueden votar, «todos» pueden ser elegidos.
Sería ya la releche poner «requisitos académicos» a un representante público, máxime cuando eso no garantiza ni honradez ni capacidad para desarrollar correctamente el cargo como bien has dicho.
Pues si los títulos académicos no señalan la capacidad, como señala Usted y también apunta la entrada, el problema es de esos títulos, no que haya o no haya que exigirlos.
Llegados a ese punto, (los títulos no sirven para nada, ni académicamente ni en competencias básicas) la única salida que queda es el sorteo. Y ya de paso, cerrar todas esas titulaciones que supuestamente no sirven para nada y que cuestan dinero.
Pues a mí no me gustaría que me operase un cirujano nombrado por sorteo. Miedoso que es uno.
Y ya puestos, tampoco me gusta que un señor que no se ha salido del invernadero de la política se ponga a decirme cómo tengo que cultivar los tomates en un huerto a cielo abierto.
Digo yo que habrá algún punto intermedio ¿no?
Un título académico sólo debería significar que has asimilado correctamente unos conocimientos concretos, o en el peor de los casos, que has sabido empollar lo justo para aprobar el examen, no que vales para solucionar cualquier problema que se presente. La política es un arte que requiere más imaginación y astucia que erudición, y ser doctor en física cuántica no te capacita más para dirigir un país que ser fontanero. Lo que pasa es que cuando un político nos cae mal nos encanta descubrir que no acabó la carrera (si nos gusta como político, corremos un tupido velo).
Has dado en el clavo colega, creo que has definido exáctamente la relación entre títulos y mérito.
Con el sorteo estoy de acuerdo, creo que el azar daría mejor resultado que el a»ni-ni»namiento al que asistimos. Y ojo, no hablo de temas retributivos, hay gente que no actúa sobre el factor clave de la remuneración, hablo de tener que rendir pleitesía a los apparatchik de medio-pelo. Lo que le hicieron a Borrell fue demencial, para reponer al ese ser mediocre que es Almunia.
Para mi no es importante «tener un título universitario», pero sí que es importante no decir que lo tienes si no lo tiene, y en el caso de Moreno Bonilla, fue diputado y en el CV oficial decía que era licenciado sin serlo en una titulación que tampoco ha acabado teniendo (parece que ahora tiene otra).
Tampoco me vale la gente que ha podido estudiar y una vez metido en el ajo de cobrar, ha pasado olímpicamente de acabar, con lo cual ha hecho perder al estado la inversión para generar un titulado, en este caso podríamos hablar de Blanco, Elena Valenciano y otros.
No creo que la política sea incompatible con ir sacandose las asignaturas y acabar. Yo también estuve en la UNED y sigo vivo. No creo incompatible siendo político machacarse un poco para tener un nivel decente de inglés. Y me preocupa QUE NO LO HAGAN, es más un tema de actitud, yo no quiero que gente con esa estilo de «mínimo esfuerzo y disimulo» me represente, y menos que me gobierne.
Si alguien no ha podido estudiar, y ha trabajado, y llega a la polítcia con años y años cotizados a la seguridad social, o habiendo creado una pyme, chapeau, veo más problema en lo de «dejar las cosas a medias por pereza».
El último parrafo me ha encantado y estoy contigo en que el sorteo puede tener mas recorrido de lo que puede parecer.
En la literatura de gestión empresarial se habla tambien de que, una vez superados ciertos limites de capacidad, el ascenso aleatorio es igual o mas efectivo que el ascenso por cualquier otro metodo aplicado actualmente.
En realidad, el sistema político actual de partidos y elecciones sí promociona a los mejores. Los mejores en arrimarse a buen árbol y repartir puñaladas traperas cuando hace falta, por supuesto.
Antes de hablar de cómo incentivar «el talento» y «el mérito» habría que definir claramente qué talentos y qué méritos son necesarios para desempeñar bien un cargo político. Sólo entonces podremos determinar qué incentivos son los que hacen falta para atraer a ese tipo de gente.
Si no, podemos caer en el error de pensar que aumentar mucho los sueldos atraería a «los mejores». No, atraería a los más aficionados al dinero. Ahora mismo, ya hay demasiados ambiciosos compitiendo por mandar, así que el dinero no es el problema.
El sorteo tiene dos ventaja: no selecciona preferentemente a los ansiosos de poder, y lógicamente es representativo. No creo que fuera tan malo un Parlamento constituido al menos en parte por gente seleccionada al azar, con unos requisitos mínimos (tener un mínimo nivel educativo y no haber sido condenado judicialmente podría bastar).
Gran artículo, si señor.
Para mis clases que va 🙂
JSM solo destacar que la entrada de LG y JFV es más sobre la mentira que sobre la preparación, aunque también sea importante en ella. Recuerdo como en Alemania por algunas falsedades en su doctorado un ministro dimitía, aquí se inventan completamente la formación académica y como si nada.
Ahora bien no pasa solo extrictamente en España, a cierto ex ministro de economía español le regalaron un doctorado cum laude mientras ejercía como ministro y luego no fue un problema para acabar liderando una de las organizaciones financieras internacionales más importantes del mundo, con catastróficos resultados.
Como dice JFV en uno de los comentarios de su artículo, un político con ese falso cv no dura ni 5 minutos en unas primarias americanas.
Querido Jorge
Me has convencido de comprarme el libro de Manin. Me lo acabo de bajar al kindle.
Una cosa solo. No creo que Luis o que yo queramos poner «un requisito de titulos». Yo lo que quiero ver es algo que me demuestre que un politico es alguien que lo va a hacer bien. Por ejemplo, si Moreno, con 18 años, en vez de estudiar, se hubiese montado en una bici y se hubiese dedicado a ver mundo por 10 años, me habria parecido francamente bien: alguien con curiosidad vital. Lo que me pone muy nervioso es que, cuando tenia 18 años, en vez de leer un libro, irse a organizar a trabajadores inmigrantes o irse a Tanzania a ver mundo, decidio que se iba a dedicar a cuerpo y alma al partido.
Bueno, diras, quizas esto no sea malo: subir en el partido demuestra cierta habilidad de formar coaliciones ganadoras (que yo por ejemplo no tengo; pero me da igual, ni soy politico ni tengo el mas minimo interes en serlo). El problema es:
1) Cuando oyes hablar a Moreno, no parece ser un «policy-seeker»: el tipo parece ser un «rent-seeker». Esto por supuesto es una apreciacion subjetiva mia pero la noticia de su sueldo en el PP que ha circulado hoy creo que incrementa mi posteriori de esta clasificacion como un «rent-seeker».
2) Cuando ves que Moreno ha mentido sobre su CV y encima le echa las culpas a su secretaria, te sospechas no solo que 1) es cierto sino que ademas te hace sospechar que su decision de tener un titulo en «protocolo» es por que lo quiere es tirar siempre por la via facil.
Finalmente una reflexion que se me ocurrio ayer: Rajoy sabe que es un candidato muy debil y con muchos agujeros. Sinceramente, creo que por eso lo ha puesto. Va a perder de todas maneras contra Susana Diez y mientras tanto tiene a alguien llevando el PP-A al que controla totalmente.
Ayer mi mujer me recordaba que, llegado a cierto nivel, en el Partido Comunista de China no subes si no eres corrupto. Por que? Porque si no eres corrupto el partido no te puede controlar en caso que necesiten hacerlo. Quieren tener un buen fichero con tus transacciones ilegales.
Hola, Jesús. Gracias por el comentario.
Yo creo que estamos de acuerdo en lo esencial, que es que en España el mecanismo de selección está roto (suponiendo que haya funcionado alguna vez). Los partidos deberían precisamente ejercer esa función de selección, entre otras, y no lo hacen con criterios que maximicen los beneficios a la sociedad. (Hablamos del PP, pero podemos mirar también al otro lado y llorar). Luego podemos discutir cómo salir de ahí, pero el diagnóstico está más o menos claro. Vamos a hablar más sobre eso en el futuro y os invitamos a participar y debatir. Es algo extraordinariamente importante a mi juicio.
«Porque si no eres corrupto el partido no te puede controlar en caso que necesiten hacerlo». Ya sabes que eso se ha dicho también de Franco, de los regímenes árabes y posiblemente de cualquier régimen autocrático. Me temo que tampoco sea exclusivo de ellos 😉
Espero que te guste el libro, es excelente y está lleno de matices sobre los que reflexionar.
Sr. JFV ¿no le pone más nervioso saber cuántos vividores (rent seeker) de la política han entregado su alma a cambio de dinero público o semipúblico sorteado desde el partido?
De todas formas en esta farsa política el único trabajo de todos estos mercenarios consiste en apretar el botón correspondiente en palabras del senador y diputado Granados. Para eso no hace falta ni currículo ni verguenza, ni siquiera un mandato imperativo como también reconocía hace poco la clásica Villalobos, solo saber quién manda.
Y un matiz en cuanto al artículo, veo que se detectan ciertos “vicios” de la democracia antigua: la aclamación, el control de la agenda, y hasta el aforo del Pnyx … y en cambio se obvia rápidamente (papel de la asamblea) la característica crucial que la diferencia radicalmente del régimen representativo, aquella que permite iniciar un procedimiento en cualquier institución democrática a “cualquier persona que lo desee”:
“In oligarchies it is not anyone who wishes that may speak but only those who have authority; in democracy, anyone who wishes may speak, whenever he wishes […] But the principle that anyone wishing to do so do was equally able to submit a proposal to his fellow-citizens and, more generally, to address them (isegoria) constituted one of highest ideals of democracy”, B. Manin.
¿Sera que afecta poco “a la autonomía del juicio individual”?
Saludos
PD ¿isopoliteia o isocracia?
Lo bonito de la aristocracia del Antiguo Régimen era que sabían idiomas, sus títulos eran reales y alguna que otra vez morían de algún testarazo. Su líder en aquel entonces, cuando quería subir impuestos, pedía permiso. Los condados y el reino tenían un sistema mayoritario uninominal. No era electivo sino hereditario, es decir, por sorteo. Los cargos se representaban a sí mismos y alcanzaba una alta representatividad (100%). Al contrario que ahora, las dimisiones seguían un orden bottom-up y los exgovernantes nunca hablaban de más.
Aunque los ex-gobernantes en general permanecían silenciosos como tumbas, había excepciones. Por ejemplo, los jacobitas se tomaron muy mal su paso a la oposición y siguieron escribiendo tendenciosos libelos, haciendo promesas demagogas, alentando el nacionalismo escocés e e intentando volver al gobierno durante un periodo de tiempo francamente poco razonable (por no hablar de los carlistas o de que en Francia hubiera hasta tres pretendientes al trono al mismo tiempo, el borbónico, el orleanista y el bonapartista).
Al menos hay que decir que gracias a los jacobitas podemos disfrutar de algunos deliciosos incidentes muy típicos del siglo XVIII, como que en la batalla de Almansa el ejército francés mandado por un inglés – el duque de Berwick – derrotara al ejército inglés mandado por un francés – el duque de Galway, nacido en Paris y cuyo nombre real era Henri de Massue, marqués de Ruvigny… y para más inri el duque de Berwick era sobrino del famoso duque de Marlborough (hijo de su hermana, para ser exacto, también tiene bemoles que el hombre de confianza y general en jefe de los orangistas fuera hermano de la amante del rey Jacobo Estuardo)
Vale, también hay que decir que el ejército «francés» en realidad incluía también españoles, suizos, alemanes, etc, y que el ejército «inglés» también incluía españoles, portugueses, holandeses, alemanes, etc, pero eso en 1700 era lo usual.
Es que lo de 1688 fue una afortunada chapuza, supongo que por eso les salió bien. Llegan a ponerse ensoñadores como los franceses un siglo después, y terminan con un rey calladito y ellos como el rosario de la aurora.
Hablando en un tono más serio.
En Andalucía, de los seis presidentes de la Junta de sus treinta y dos años, solo en una ocasión se produzco el cambio durante las elecciones (sin cambio de partido). Imaginen que experiencia democrática te genera que el único cambio apreciable (por otra parte mínimo) ocurra cuando ni siquiera hay elecciones y mediante alguna opaca intriga (en partido de gobierno y oposición). Un día cualquiera te levantas, miras la prensa o la televisión y te das cuenta que te han cambiado la cabeza parlante pero con el mismo guión. En mi tierra la política en la calle llega hasta el ayuntamiento, lo de la autonomía es para esas sociedades secretas con pleno empleo.
Seguramente por eso tenga inclinación por los sistemas mayoritarios uninominales (preferencial o no). Creo que en España su sistema electoral enfatiza mucho la lealtad hacia el partido y diluye la lealtad hacia sus votantes. No es de extrañar entonces que la rendición de cuentas sea intrapartido y a los ciudadanos no se den explicaciones. Lo que cuentan Garicano y F. Villaverde no es más que la consecuencia lógica de todo esto. Está muy bien denunciarlo, pero si no se derivan de ello conclusiones más allá de la moral todo esto no deja de ser un ejercicio vano.
El sorteo – y la cooptación- están, efectivamente, infrautilizados. El sorteo no funciona cuando se requieren habilidades específicas para desempeñar la función (salvo que limites el sorteo a los que reúnen dichas habilidades) y, en general, cuando el puesto requiere dedicación absoluta – profesionalización – . Por eso a los presidentes de la comunidad de vecinos se les designa por sorteo en muchos casos. La cooptación es un buen mecanismo cuando los intereses del grupo de electores son homogéneos y, no es previsible que haya facciones interesadas en elegir a los de su cuerda para los puestos que haya que cubrir. La cooptación garantiza que los electores – los miembros del órgano cuya vacante se cubre – son individuos informados cuando eligen. Por eso es «eficiente»: costes bajos en términos de pérdida de representatividad – porque todos los electores tienen intereses parecidos -, costes bajos en términos de procedimiento – el órgano se reúne de todas formas con lo que nombrar al que ha de cubrir la vacante no cuesta nada – y bastante garantía de acierto en la elección porque los miembros del órgano – se supone – tienen expertise en los asuntos para los que se designa al nuevo. La cooptación y el sorteo deberían utilizarse más en nuestras democracias.
Muy interesante, en todo caso, el análisis de las diferencias entre gobiernos democráticos y representativos. Me gusta eso de que el sorteo era lo propio de la democracia, mientras la elección lo propio de la aristocracia. Si no podemos tener democracia, al menos deberíamos tener verdadera aristocracia.
[…] grupos de presión) y otros métodos (elección directa, quizá incluso selección por lotería, como apunta Jorge San Miguel rememorando el método de sorteo ateniense). Quizá el olfato realista haga desconfiar a muchos de este […]
[…] grups de pressió) i altres mètodes (elecció directa, potser fins i tot selecció per loteria, com apunta Jordi Sant Miquel rememorant el mètode de sorteig atenesa). Potser l’olfacte realista faci desconfiar a molts d’aquest […]