Desde los inicios de la crisis económica, las agencias de calificación crediticia o de rating, sin importar su origen, han tenido un papel destacado. Son muchas las acusaciones que se han vertido sobre ellas; la mayoría, no podemos negarlo, completamente justificadas. Sin embargo, como suele ocurrir, cuanto más se abusa de algún término antes cae éste presa de la indefinición. Por esa misma razón, a continuación trataré de analizar, de forma breve, algunas de las consignas de reforma más aclamadas, con la intención de ver qué consecuencias tendrían, y si éstas serían o no efectivas en cada caso. Aquí van.
«Que tengan más competencia». No son pocos quienes con razón se preguntan cómo es posible que existan tan pocas agencias de rating, o incluso que esta escasez se encuentren en buena medida protegida por disposiciones legales, como es el caso estadounidense. Se trata, en cualquier caso, de una asunto delicado. Desde una perspectiva económica, la actividad de calificación financiera presenta dos propiedades que los economistas denominamos economías de escala, que viene a significar que a medida que se trabaja más los costes son menores, y economías de red, que implican que a medida que se posee un mayor número de clientes los costes descienden, por ejemplo debido a que la información sobre cada vez más clientes permite elaborar modelos más ajustados del mercado. Las agencias de rating, al igual que las consultoras, auditorías, bufetes de abogados o agencias de noticias, entre muchas otras, presentan este tipo
de economías a niveles bastante desarrollados. Obviamente, nadie puede pretender montar por su cuenta una agencia de rating de la noche a la mañana; mucho menos que, de hacerlo, pretenda competir en igualdad de condiciones frente a una trayectoria, experiencia y volumen como la de Moody’s o Standard & Poor’s.
Por otra parte, si bien estas propiedades explican la escasez relativas de estas agencias en el panorama financiero, queda pendiente el por qué de su protección legal. La razón viene dada, en principio, por lo delicado de su actividad, en particular en lo referente a la necesidad de que sus informes sean, además de precisos, verdaderos. De verse abocadas a la competencia, estas agencias podrían tener la tentación de competir, más que en veracidad, dígamoslo así, en satisfacción del cliente; o en otras palabras, en elaborar informes que presenten la calificación precisamente que la empresa desea obtener, algo que en un mercado plagado de estas agencias estaría más que asegurado. No obstante, algunas voces apuntan a la posibilidad de que, si bien no es necesario abrir el sector completamente a la competencia, sí que ésta podría acentuarse de alguna forma; por ejemplo, a través de la creación de una agencia de calificación pública, o en particular como algunos
señalan, una Agencia Europea de Calificación. Cónstese que este caso no resolvería per se ninguno de los problemas que se muestran en esta entrada pero, a pesar de todo, no sería necesariamente una mala idea.
«Que se nacionalicen, to’ pal pueblo». Hay quienes creen que el problema de conflicto de intereses que presentan las agencias de rating se debe precisamente a su naturaleza privada. Si fuesen agencias públicas, dicen, ésto no habría sucedido. Desgraciadamente, este argumento resulta tan cándido como falso. La principal causa para que exista un conflicto de intereses se debe al mecanismo de financiación de estas agencias, basado en el principio de que el emisor de deuda es quien paga el informe sobre su calificación. En este sentido, la naturaleza jurídica de estas agencias no importa demasiado. De hecho, uno de los argumentos tradicionalmente esgrimidos a favor de la no interferencia del sector público en la labor de las agencias de calificación ha sido precisamente garantizar su independencia, y por tanto, la fiabilidad de sus informes. No resulta demasiado difícil imaginar como, siendo además los distintos Estados los principales emisores de
deuda, las agencias de rating pudiesen verse libres de conflictos de intereses. En esencia, da igual si las agencias de rating son públicas o privadas. En todo caso, el problema radica en cómo se financian, no en quien sea el depositario de su capital social.
«Que se financien a través de impuestos». Como decíamos, la raíz de los conflictos de intereses en la actividad de las agencias de rating radica en un modelo de financiación basado en el principio de que el emisor de la deuda es quien paga el informe de calificación. No cuesta demasiado imaginar que informes «desfavorables» propiciarán que el cliente, indignado, busque en próximas ocasiones otra agencia de rating que sea capaz de elaborar informes más «fidedignos», es decir, más acordes con los deseos de quien paga. El hecho de que el número de agencias de rating sea tan pequeño pone límites al alcance de esta posibilidad, si bien la experiencia ha mostrado que, en términos generales, dicho límite no resulta demasiado restrictivo. Es por ello que, como mecanismo alternativo, hay quienes han propuesto que las agencias de rating se financien a través de impuestos, pongamos el caso, sobre las transacciones financieras,
o incluso sobre las propias emisiones de deuda, soliciten o no informe de calificación. Aunque esta posibilidad resulta interesante, no deja de presentar numerosas dificultades. Qué debería gravarse en concreto, quién gestionaría la recaudación o cómo se distribuiría ésta finalmente son algunas de estas dificultades.
No obstante, supongamos que las agencias de rating se financian a través de impuestos siguiendo el principio de que cada agencia recibe una dotación financiera proporcional al número de informes que le son solicitados. Aunque parece un mecanismo bastante sensato, de aplicarse nos encontraríamos en la misma situación que en el inicio. Cada agencia trataría de ser lo más «favorable» posible en sus informes con el fin de atraer la máxima clientela y, por tanto, obtener mayor financiación. Por otra parte, el que la actividad de calificación se financie a través de algún impuesto de carácter más o menos general haría que, a efectos de demanda, éstos servicios resultasen gratuitos, lo cual muy probablemente provocaría una sobreutilización de dichos servicios, con resultados nada predecibles, pero tampoco nada alentadores. No obstante, en este sentido cabe la posibilidad intermedia de una especie de «copago» en el que la labor de las agencias sea financiada, en distinta
medida, tanto a través de impuestos como del pago directo de quienes soliciten el servicio, a pesar de lo cual el conflicto de intereses subsistiría en buena medida.
«Que se aclaren con las notas que ponen». Quizá una de las críticas con menor repercusión haya sido la de los propios baremos de calificación empleados por las distintas agencias. En este sentido encontramos dos tipos de propuestas. Primero, aquellas que hacen hincapié en la posibilidad de homologar las diferentes escalas, preservando el derecho de cada agencia de fijar los criterios que considere oportunos para cada calificación. De todos modos, no creo que este hecho resulte demasiado relevante, a fin de cuentas las escalas no diferen tanto. En cualquier caso, todas ellas distinguen entre operaciones de deuda a largo y a corto plazo. Aquí es donde entra la segunda propuesta, que pide que se establezcan distintas escalas no según el periodo de la operación, sino según la naturaleza del activo subyacente sobre el que se realiza la emisión de deuda. Una de las
estampas más ilustrativas del sector financiero antes de la crisis era aquélla formada por un producto derivado complejo, como un CDO, junto a su calificación AAA. El problema de esta imagen es que la calificación AAA es la misma que tradicionalmente se ha asociado a la deuda soberana de una economía avanzada, o a la deuda corporativa de las grandes empresas. De hecho, ya de por sí la naturaleza de estos dos tipos de deuda se nos antoja diferente. A fin de cuentas, aunque podamos convenir que AAA significa que la deuda emitida se cobrará con seguridad, no es lo mismo hablar de «cobro seguro» en el caso de una gran empresa que de un Estado, ni en lo referente al grado concreto de seguridad del que tratemos ni tampoco respecto al cómo o en qué circunstancias se producirá ese pago, que en distintos contextos pueden llevar aparejados tiempos diferentes, mayores o menores costes de transacción, costes sumergidos más o menos acusados, etc. Pues bien, si la diferencia entre una deuda soberana y una
corporativa ya puede inducirnos a pensar que podría ser pertinente tener distintas escalas de valoración (por ejemplo, AAA la deuda soberana y HHH para la deuda corporativa), imaginemos cómo debe ser esta diferencia entre este tipo de deudas y la que puede representar un paquete de títulos hipotecarios. Se trata, por tanto, de una cuestión tanto técnica como de percepción de la naturaleza de cada producto y de su riesgo asociado por parte de los consumidores financieros, algo que como se entenderá no resulta irrelevante.
«Que no tengan tanto poder». Esta es una de las consignas más repetidas; por eso mismo, es una de las que poseen un significado menos preciso. No obstante, podemos tratar de acotarlo. El poder de las agencias de rating era aquél que se ejercía en particular a través de la dirección de los mercados financieros, de una forma concreta. Los inversores institucionales (por ejemplo, hedge funds) normalmente requerían, para garantizar un cierto rendimiento mínimo a sus clientes, la inversión en productos que tuviesen una calificación mínima, que en caso de querer minimizar riesgos (como en el caso de los fondos de pensiones) implicaba invertir únicamente en activos garantizados con AAA. Lógicamente, esta calificación era concedida por las distintas agencias de rating, de forma que observando el mercado uno podía apreciar enormes flujos de financiación que se movían entre activos marcados con AAA, o que de repente surgían desde todos
los rincones hacia activos que acababan de conseguir su calificación AAA.
De esta forma, las agencias de rating, lejos de ser independientes y de informar al mercado, se habían convertido en directoras del mismo, al señalar hacia dónde había que invertir, y por tanto, quién sería beneficiado en cada momento. Este hecho, en sí mismo, aunque comprometiese su papel neutral, no tendría por qué haber sido necesariamente desastroso. A fin de cuentas, si la calificación responde de forma objetiva a calidad de una deuda, ¿no es lógico que los agentes quieran invertir en ellos de forma preferente? Claro, pero es aquí donde entra en consideración, por un lado, los conflictos de intereses producto de su modelo de financiación; por otro, la confusión que podía suscitar la terminología de la calificación, por la que se entendía que era tan seguro (y de una seguridad de la misma naturaleza) el cobro de un título de deuda soberana que el de un producto derivado cualquiera, en algunos casos de una complejidad abrumadora, y por
supuesto, sobre el que no existían registros históricos. De esta forma, ahora sí, las causas del desastre se nos muestran más aparentes.
¿Qué puede hacerse? Es una buena pregunta. De entre todos los problemas mencionados, el más importante, también el de más difícil solución, es el de los conflictos de intereses creados por el modelo de financiación de las agencias de rating. Cualquier reforma, en primera instancia, debe ir encaminada en este sentido. Desde un punto de vista más superficial, no obstante, también pueden tomarse ciertas medidas. En concreto, la creación de una Agencia Europea de Calificación es una posibilidad que, para empezar, puede resultar interesante. No nos engañemos, el conflicto de intereses seguirá presente. No obstante, también tendría sus ventajas. Una agencia a nivel comunitario europeo podría financiarse fácilmente de forma directa a través de los fondos de la Unión Europea (o de algún impuesto creado ad hoc), o también, quizá preferiblemente, en combinación con el pago de una tasa por la solicitud del servicio de calificación por los propios
emisores de deuda, como hasta ahora. Al mismo tiempo, la titularidad pública que tendría esta agencia, si bien no la protege de intereses perversos, permitiría una fiscalización efectiva por parte de las autoridades comunitarias que, por otra parte, dadas las propias diferencias que existen entre los socios europeos, garantizaría hasta cierto punto su independencia (aunque siempre puede esperarse un cierto sesgo hacia los grandes, aunque eso también ocurre ahora). No se trataría tampoco de una reforma demasiado incisiva, en tanto no cambia ni la naturaleza de la actividad de calificación ni tampoco el mapa actual del sector; en todo caso, únicamente se trataría de introducir un enfoque ligeramente distinto.
Por último, nunca está de más recordar lo evidente. Ante todo, lo más necesario en momentos de pánico es mantener la calma, al menos lo suficiente para valorar de forma crítica que sucede a nuestro alrededor. Las calificaciones de las agencias de rating, sean más o menos fiables, siempre estarán ahí al igual que siempre lo han estado, pero no por ello tendríamos que dejar que inundasen todo el espacio público. Que una agencia sugiera que un país está más o menos capacitado para pagar sus deudas es algo que debemos tener en consideración, pero eso no implica que puedan tomarse medidas que puedan cambiar esa valoración o, en última instancia, que dicha valoración pueda ser parcial, o sencillamente estar equivocada. Desde luego no tengo intención de sacar a la luz conspiraciones de ningún tipo para derribar tal o cual país por parte de nadie; no obstante, lo que resulta indudable es que si todos creen que un país va a quebrar, y se mantienen firmes en su convicción,
probablemente los resultados de su comportamiento provoquen que, efectivamente, ese país termine por quebrar. En otras palabras, podemos enfrentarnos a profecías autocumplidas. Esa es la razón por la que las calificaciones han de tomarse en su justa medida, y en ese sentido, si de verdad han de emprenderse reformas que permitieran, en circunstancias normales, inducir a una calificación más favorable, lo mejor que podemos hacer es llevarlas a cabo. No hacer más que lamentarnos, en el mejor de los casos, únicamente puede provocar que, en definitiva, nos quedemos como estamos.
[…] ¿Quién califica a los calificadores? politikon.es/expectativasracionales/2011/07/31/%C2%BFquie… por McManus hace 2 segundos […]
Muy buen artículo 🙂
¿Soy yo, o el problema de las agencias de rating con la economía es muy similar al problema de los medios de comunicación con la política?
@Adrián,
Gracias. No sabría decir si el ejemplo que mencionas resulta del todo adecuado. Es cierto que existe una correspondencia entre los medios de comunicación y los partidos políticos, pero esto se debe más a «intrigas de palacio» y a devolución de favores que casi nunca son explícitos (y desde luego, nunca son sencillos). Ahora que lo mencionas, creo que un ejemplo análogo al de las agencias de calificación es el conflicto de intereses de la prensa escrita (en papel o digital, sea cual sea su temática) con sus patrocinadores publicitarios.
Así, si bien supuestamente un diario de prensa económica debería informar sobre la actualidad empresarial, se entiende de forma independiente, lo que en ocasiones implica desvelar hechos que pueden no ser demasiado «agradables» para determinadas empresas. Ahora bien, ¿cómo van a hacerlo sobre aquellas empresas que financian el diario a través de la publicidad? De hecho, no lo harán, o al menos no en circunstancias normales.
Este es, precisamente, uno de los principales problemas del modelo de negocio del periodismo actual (y del que tango se quejan los periodistas de profesión, entre otras cosas). Esta situación se lleva al límite cuando además, se cree que lo más lógico es que una «empresa» financie un diario económico (o que, en general, cualquier diario tenga que ser financiado por empresas de sectores afines, por decirle así). Por todo lo arriba expuesto, más bien debería ser al contrario.
A propósito, como es natural, los conflictos de intereses no se dan únicamente en el sector privado. Faltaría más.
Muy instructiva la respuesta. A ese respecto, tuve una pequeña idea hace algún tiempo para solucionar ese problema, aunque no estoy del todo seguro de que fuese a funcionar. Y por descontado, es uno de esos Frankestein burocráticos que tanto odian muchos economistas.
La idea se basaba en que las cadenas ponían una serie de «slots» de publicidad a la venta, clasificados según cantidad esperada y tipo de público. A continuación, los anunciantes pueden comprar un anuncio en una franja determinada, a través de un intermediario público: la idea es que puedan comprar espacios publicitarios con determinadas condiciones, pero no puedan especificar a quién se lo compran. La asignación se haría al azar, obviamente, de manera que no pudiesen «castigar» a un canal por informar sobre una noticia perjudicial para esa empresa: o pones anuncios en todas las cadenas, o en ninguna.
No está exento de fallos, claro: no hay que ser muy listo para saber en qué canales va a recaer casi toda la publicidad dirigida a mayores de 65 años (Intereconomía, Canal Sur y Antena 3, se me ocurren ahora mismo). Pero es un comienzo. ¿Qué piensas de ese engendro?
@Adrián,
En mi opinión, el problema del modelo que planteas es el siguiente. Muchas compañías buscan llegar a través de la publicidad a segmentos concretos del mercado (a veces, muy concretos). En estos casos, muchos contratos de publicidad sólo cobran sentido cuando se emiten en franjas horarias particulares, o bien en canales temáticos o minoristas dirigidos a un tipo de público en particular.
El modelo que planteas, si no lo he entendido mal, impide alcanzar este tipo de acuerdos concretos, al menos en lo referente a los canales de emisión. Dada la desigual distribución de la cuota de pantalla de cada canal, ¿qué compañía estaría dispuesta a entrar en una subasta en la que lo mismo su anuncio puede emitirse en Telecinco que en Intereconomía que en La 10? El resultado final de este escenario, con suerte, sería que no se pagaría demasiado por la publicidad. Las compañías estarían más ocupadas pensando cómo blindarse ante la posibilidad de que les toque un canal minoritario que el que dedican hoy simplemente a firmar contratos. Además, como decía antes, este modelo impide llegar a acuerdos más directos hacia determinados segmentos del mercado.
Por otra parte, si consideramos que el organismo público en cuestión decide a qué canal irá cada publicidad de una forma no azarosa, ¿qué criterios utilizaría para asignar la publicidad a un canal u otro? Es cierto que podríamos suponer que publicidad dirigida a un segmento de población mayor de 65 años no tendría mucho sentido en canales como Nova o Disney Channel, eso está claro; pero, ¿por qué sí en Intereconomía? Esto lleva a la cuestión de qué criterios aplicar y, lo más importante, cómo hacerlo. Además, ¿por qué una compañía habría de perder la posibilidad de pujar para publicitarse en una cadena generalista para acabar en una minorista sólo porque se considere que sus anuncios van dirigidos a un segmento concreto, o que éste es más adecuado en un canal o en otro? Son lagunas que sería necesario explicar, especialmente con respecto al procedimiento concreto del mecanismo. En cualquier caso, la incertidumbre que se introduce en el proceso me parece más elevada de lo que los agentes publicitarios, y las
compañías de televisión, estarían dispuestos a admitir.
Así pues, en resumen, el problema del modelo es que, además de estrechar el mercado (algo que puede tener efectos no demasiado agradables), al final únicamente adquiere utilidad donde menos se necesita, a saber, en franjas horarias generalistas, en las que precisamente la competencia es mayor y la probabilidad de encontrar un sustituto ante una eventual rescisión de encontrato son mayores; todo ello minimiza las posibilidades de que los conflictos de intereses se conviertan en un problema serio, algo a lo que, por el contrario, se encuentran mucho más expuestos los canales minoristas, que en su mayoría, todo sea dicho, no dejan de ser un producto directo o bien de los patrocinadores.
Si bien es obvio que lo que he planteado es una restricción del mercado, y como tal perjudicará a ambas partes, la idea era hacerlo de la manera menos perjudicial posible.
No lo expuse antes por no alargar demasiado el comentario, pero los «slots» deberían clasificarse por tipo y cantidad de público. ¿Cómo se determina? Bueno, para programas periódicos no debería haber problema: recolectamos los datos del periodo (día o semana) anterior y los aplicamos al actual. Para programas no periódicos, la verdad es que no se me ocurren soluciones sencillas.
Otra opción es que el anunciante compre, por ejemplo, 60.000€ de publicidad en la franja de público «amas de casa entre 35 y 60 años». Sus anuncios se emitirían recolectando los datos de share en tiempo real y calculando automáticamente un precio, hasta que se «gasten» los 60.000€.
Escribiendo esto me acabo de dar cuenta de otro fallo serio de diseño: nada impediría a una cadena ofertar sus anuncios a un precio muy superior al de las demás, sabiendo que el correspondiente descenso en la demanda se va a diluir entre todas las cadenas. Todas las cadenas tendrían incentivos para subir sus precios por encima de las demás. No soy economista, así que no me voy a arriesgar a decir por dónde saldrían los tiros en esa situación.
@Adrián,
No te preocupes. Lo que verdaderamente caracteriza a un economista es un enfoque particular de abordar los fenómenos de la vida cotidiana. Las modelizaciones y demás ejercicios abstractos son sólo un método de fundamentar, o refutar, esas intuiciones iniciales. Así pues, bienvenidos sean tus intentos 🙂
Sobre lo último que comentas, en mi opinión sigo apreciando problemas. Algunos los comentas tú. Otro que detecto es que dices: «Otra opción es que el anunciante compre, por ejemplo, 60.000€ de publicidad en la franja de público “amas de casa entre 35 y 60 años (…)”. Ahora bien, ¿cómo determinas tú esa franja «amas de casa entre 35 y 60 años? ¿Qué criterios emplearías para caracterizarla? ¿Cómo podría separarse de otros segmentos?
Además, aun suponiendo que puedes hacerlo, ¿cómo se sigue el mecanismo de subasta de asignación aleatoria que comentabas en un principio? A fin de cuentas, si defines una franja característica, que luego se subasta, el derecho así adquirido se asignaría a una cadena ¿al azar? De no ser así, entiendo que sería elegida previamente, o al menos agrupada junto a otras afines por su público previo o temática.
No obstante, de hacerse así, ¿qué sentido tendría este mecanismo aleatorio? Aunque una respuesta firme requeriría de una formalización más rigurosa, me da la sensación de que el resultado final sería una situación igual que la actual pero en la que el mecanismo que propones encarecerían los costes publicitarios y, muy probablemente, la falta de información tendría resultados nada estimulantes sobre el mercado.
Hola,
Permitidme que vuelva al tema de los calificadores.
En primer lugar agradecerte la explicación, me lo has aclarado bastante.
En mi opinión, el problema de las agencias es que se descarga toda la responsabilidad de las decisiones sobre un agente externo. Si yo tengo un dinero para invertir, y tú me dices que X es AAA, puedo fiarme de tí o preguntar a otros. O, lo que ya supondría un trabajo por mi parte, estudiar si ése AAA es reciente, si anteriormente era una B, si es que antes ni existía el producto… Aparte de que si tú me dices «AAA», y me encuentro con un Lehman, dejaré de hacerte caso. Pero ésto, no sé por qué, parece inconcebible con los calificadores. El caso es que, según tengo entendido, las valoraciones van acompañadas de un informe, y en lugar de leérnoslo y tomar una decisión informada y responsable, cogemos la nota y si metemos la pata le echamos la culpa a la agencia.
En segundo lugar, pedirte tu opinión: ¿se podría ampliar el nombre de la calificación? Algo así como AAA+5, AA-1, con el siguiente significado: el signo indica el sentido de la última variación de la nota, y el número los meses (o semanas) que lleva con ella. Creo que algo tan tonto como ésto ampliaría la información una barbaridad. Si yo veo un AAA+0 significa que el producto será estupendo, pero su evolución es una incógnita. Y si veo un AA-1, entenderé que es una apuesta más arriesgada, pero puede merecer la pena (según lo que ponga en el informe y lo que conozca de su mercado).
Un saludo,
J.M.
@Jose María,
Por supuesto, a fin de cuentas era el tema de esta entrada 🙂 Para empezar, el primer problema al que aludes es, precisamente, uno de los principales en relación con las agencias de calificación, y en particular uno de los que más participación ha tenido en el origen de la presente crisis financiera. Como decía, las agencias en la práctica se comportaban como «directores» del mercado, muy lejos del papel neutral que hipotéticamente deberían haber tenido si únicamente se hubiesen dedicado a informar.
Cónstese que, aunque hablo en pasado, es exáctamente el mismo problema que se presenta en la actualidad. Las agencias de calificación, con más o menos razón, no dejan de ser quienes indican qué deuda soberana ha de comprarse, con efectos de los que estamos todos siendo testigos.
No obstante, si bien es cierto que en general ningún inversor, quizá con la excepción de los grandes inversores institucionales, dedica ni el tiempo ni los recursos necesarios para informarse adecuadamente sobre la inversión o el producto que va a realizar, realmente no es que ésta sea una tarea sencilla. ¿Podéis imaginar la cantidad de recursos, en términos de información, que se requieren para poder valorar con cierto juicio la viabilidad de un título de deuda? Eso, claro está, sólo si nos referimos a las posibilidades de pago del emisor; imaginad si evaluamos una inversión en términos cada vez más amplios. Para cualquier inversor individual, es simple y llanamente imposible; para los grandes, sigue siendo complicado.
Es ahí precisamente donde radica la ventaja en que las agencias sean pocas y, hasta cierto punto, es la justificación a su protección legal. Las economías de escala son tan elevadas que muy pocas compañías podrían pretender competir en ese sector y, en caso de tener el volumen necesario para hacerlo en igualdad de condiciones, la competencia de nuevos entrantes podría ser tan dura que la fiabilidad de los informes quedase seriamente comprometida. Y aun con todas las precauciones, no dejan de presentarse problemas. Así que imagináos.
Por último, naturalmente que la nomenclatura utilizada podría no sólo ampliarse, sino también modificarse. En la última parte de la entrada hago precisamente esa propuesta, a saber, que se utilice una nomenclatura distinta dependiendo de la naturaleza del título a calificar. No obstante, a día de hoy las agencias proveen en buena medida la información que buscas con tu propuesta a través de actualizaciones ordinarias trimestrales y de revisiones de tendencia extraordinarias cuando se presenta la ocasión. De todos modos, tu propuesta me gusta, es bastante económica: más información, en menos espacio ;).
Gracias por la contestación.
Me preocupa lo que dices: Efectivamente, no puedo imaginar la cantidad de recursos necesarios para valorar una inversión… pero es que yo no me dedico a éso, sino que confío en la gestora de mi plan de pensiones para que lo haga. Y por lo que veo, no es ni medio buena idea, porque tampoco saben muy bien lo que hacen. De hecho, parece que nadie lo sabe.
Y si quieres información de economía, lee Politikon, pero si lo que quieres es economizar información, pregúntale a un informático que haya programado con 2k de ram…
Saludos,
J.M.
@Jose María,
«Me preocupa lo que dices: Efectivamente, no puedo imaginar la cantidad de recursos necesarios para valorar una inversión… pero es que yo no me dedico a éso, sino que confío en la gestora de mi plan de pensiones para que lo haga.»
Precisamente, la imposibilidad de que cada cliente en particular pueda verificar o contrastar los informes que elaboran las agencias de calificación es la razón que da pie a que surjan conflictos de intereses, y con ellos, entre otros, los problemas que he tratado de analizar en esta entrada. Cónstese que no se trata únicamente de ser capaz de contrastar los resultados, sino también el procedimiento o los criterios de evaluación que se utilizan para llegar a ellos.
Por otra parte, y a riesgo de que pueda resultar redundante, quisiera dejaros un pequeño esquema en la que se resume, grosso modo, los incentivos que las agencias de rating y los emisores de deuda tienen para ser (o no) honestos. Aunque no está planteado de forma explícita, para los que hayáis seguido esta entrada sobre teoría de juegos, no os resultaría difícil plantearlo en tales términos y descubrir que ser deshonesto, esta vez sí, puede ser un equilibrio de Nash. Como siempre, espero que os resulte útil.
Agencias de rating
Incentivos para decir la verdad
Si la agencia no se esfuerza a la hora de elaborar informes fidedignos corre el riesgo de perder clientes frente a otras agencias que ofrezcan mejores servicios. No obstante, para que esto ocurra ha de poder verificarse que la información de la agencia es poco fiable o errónea, algo que no siempre es posible.
Incentivos para mentir
Dado que la información que manejan las agencias es difícil de verificar, el riesgo de que se contrasten posibles fallos es bajo; y dado que el cliente emisor es quien paga, la agencia corre el riesgo de perder al cliente si no le da la calificación que este querría conseguir.
Cliente emisor
Incentivos para decir la verdad
Si se descubre que el emisor falsea sus cuentas o no aporta una información fidedigna sobre su estado financiero, éste puede perder la posibilidad de financiarse a través de la emisión de deuda en un futuro.
Incentivos para mentir
Dado que el emisor es quien paga a la agencia de rating, si no obtiene la calificación que quiere no tiene más que buscar otra que se la otorgue; además, los inversores son muchos y están desorganizados, ¿quién se va a molestar en contrastarlo?
Otro a propósito, porque a veces, más allá de los incentivos, los agentes también pueden (o suelen) equivocarse.
Y otro más, porque nunca está de más saber quién está entre bambalinas cuando se acaba el espectáculo.