Un partido de fútbol es una recreación de los conflictos verdaderos —ya sean éstos militares, políticos o ideológicos— con una diferencia intencional: un conflicto real es complicado y árido, mientras que el juego es absoluta y elegantemente sencillo.
Part del secreto reside en que el juego es un conflicto de resolución garantizada. Habrá un ganador definitivo y absoluto. Dos propiedades infrecuentes en conflictos real. Se puede discutir tras un partido de fútbol —hablar del árbitro, del azar o las circunstancias—, pero no hay razones para hacerlo porque el resultado es inamovible. No importan ni errores ni infortunios, son parte del juego y el juego ha terminado. Hay un ganador. El conflicto se ha resuelto.
Pero esa resolución es parca en palabras; quizás insuficiente para llenar los periódicos. De ahí que la prensa inunde la previa de partidos como el de hoy con asuntos extradeportivos: declaraciones altisonantes, discusiones sobre filosofías, talantes e ideologías, opiniones, polémicas. Un terreno fértil para los males típicos de los conflictos reales —la complejidad, el relativismo, el enroque y la viscera—, precisamente los males de los que el juego estaba libre. Tratemos de no caer en la trampa, dejemos esa aspereza para asuntos serios y disfrutemos de la belleza de un juego simple, finito e intrascendente.
Buena defensa.