Entrada escrita por Cardinal Ximinez como articulista invitado. Autor del blog Ruina Imponente.

Quiero, antes de nada, agradecer a los admirables señores de Politikon.es el acogerme en su página. Al saber que estaban preparando un análisis de la caída de Mubarak, les dije que sería un honor por mi parte el echar una mano – y, generosa, y algo temerariamente, la han aceptado.

Se han cumplido las expectativas de Occidente: Hosni Mubarak, que ya se iba a ir de todas maneras – con 82 años, estaba claro que no se iba a presentar para otro ciclo electoral – ha dimitido, y probablemente se marche del país rumbo a algún exilio confortable en algún país relativamente amigo. Por desgracia, ni Europa ni los países árabes le quieren cerca, así que supongo que pensará en algún país relativamente cercano, bien comunicado y de clima agradable – Sudáfrica me viene a la cabeza ahora mismo, pero a éstas horas aún se sabe muy poco.Ahora queda ver si se ha conseguido el gambito: lograr que todas las frustraciones del pueblo egipcio por casi 60 años de régimen nacionalista-militar cristalicen exclusivamente en Mubarak y un número relativamente manejable de secuaces y que el sistema político, y con él el equilibrio de poder en Oriente Medio, permanezca lo suficientemente intacto para no tener que volver a hacer cálculos desde cero. Mubarak, dicho sea de paso, ha contribuido esplendorosamente a lograr
ese resultado: con su insistencia en aferrarse al sillón ha conseguido que el cabreo de los egipcios se haya concentrado, en gran parte, en su persona.

Ahora, conforme se venía barajando éstos días, los militares toman el poder, o mejor dicho, los uniformados toman el poder, dado que los cuatro presidentes que ha tenido la República Árabe de Egipto en sus cincuenta y nueve años de historia han salido de las filas del Ejército. Y, de hecho, la sucesión de Mubarak parece que va a ser exactamente igual que las tres anteriores: cae el presidente (o muere en la cama, como Nasser) y el jefe del Ejército se pone un traje y una corbata y toma el mando. Así pasó con Mubarak en 1981, cuando su antecesor, Anuar el Sadat, fue homenajeado por su postura conciliadora con Israel con una exhibición pública de armas ligeras, con fuego real y todo.

En consecuencia, cabe pensar que lo más probable es que, con un nuevo uniformado al mando, las cosas sigan siendo tal y como han sido. Se da un tiempo para enfriar los ánimos – mira si no queda tiempo hasta las elecciones de septiembre – se celebran las elecciones con la misma truculencia que ha sido corriente desde los tiempos de la invasión napoleónica y un nuevo presidente se instala en el palacio presidencial – y hasta la próxima vez. Ésta, por ejemplo, sería la opción preferida sin tapujos por Israel.

Pero pongamos que el gambito no sale: que los egipcios no se tragan a un nuevo capitoste militarizado y exigen democracia y elecciones de verdad. Si ocurriese eso y el ejército no lo reprimiese a bayonetazos – lo cuál sería tristemente probable – posiblemente el partido único nasserista, el Nacional Democrático, se descompondría en veinte o veinticinco facciones distintas, cada una liderada por un cacique provincial con ambiciones. En ese escenario, los Hermanos Musulmanes serían la única fuerza organizada seria del país, con su correspondiente presencia en el Parlamento. He dicho en más de una ocasión que no veo a Egipto como república islámica: la dependencia del turismo exterior y de la exportación de materiales culturales – Egipto compite con Líbano por el liderazgo en producción de cine y televisión en árabe – son demasiado evidentes como para ponerlas en riesgo. En todo caso, si se diese el caso de una islamización de Egipto, las consecuencias podrían ser terribles: Israel, que tiene un gobierno que se
muere de ganas por salir a pegar hostias por ahí, no necesitaría más excusa que esa para invadir el Sinaí y liarla parda. Obviamente, ni los propios egipcios desearían esa opción, pero se podría dar el caso.

Hay una tercera vía, que ya se ha comentado alguna vez: una democracia tutelada a la turca. Turquía y Egipto tienen muchas cosas en común: tamaño, población, dependencia del turismo e influencias de Occidente. Turquía, como bien sabemos, es un estado laico gobernado por un gobierno democrataislámico, vigilado a cada paso por un ejército comprometido a muerte con el kemalismo y la secularidad del Estado. Cierto es que Turquía no es precisamente un ejemplo de democracia si lo comparamos con Europa occidental, pero comparado con Egipto es la Atenas de Pericles. Una solución a la turca contentaría a casi todos – incluido a mi – y si hay una organización islamista a la que veo capaz de montar un equivalente al Partido de la Justicia y el Desarrollo turco es a los Hermanos Musulmanes: fundada en los años 20, no es una banda de barbudos fanáticos: es una organización altamente intelectualizada (sus cuadros salen del centro intelectual del islam sunní, la Universidad de Al-Azhar) capaz de comprender que el
equilibrio entre lo religioso y lo secular es imprescindible para la superviviencia económica de Egipto.

¿Y Mohamed El-Baradei? Como figura simbólica puede valer – pero creo que ya. Es un Premio Nobel y es tremendamente prestigioso, no solo en Egipto sino en todo el mundo árabe, pero se ha pasado los últimos veinte años viviendo en Viena: no tiene un aparato político, no tiene una organización, no tiene gente que le haga el trabajo sucio. Puede intentar montar un aparato, pero me temo que le atropellarán en el camino. A saber.