El Senado de los Estados Unidos es una institución esencialmente conservadora. Cada estado elige dos senadores, no importa la población; California, con sus 37 millones de habitantes tiene el mismo peso político que Wyoming, con apenas medio millón. Los demócratas tienen, en teoría, una mayoría ciertamente confortable en la cámara, con suficientes votos (60) para evitar filibusterismos; a la práctica, sin embargo, esta mayoría es un poco ficticia.

Hablemos de dos senadores. Barbara Boxer, senadora por California, es demócrata. Ben Nelson,  de Nebraska, también lo es. Si pusiéramos a la Senadora Boxer en el PSOE, la mujer no desentonaría demasiado; sería una militante relativamente normal, probablemente con ligeras tendencias social liberales. Si hiciéramos el mismo transplante con el Senador Nelson, sin embargo, el buen hombre estaría incomodo no ya en el PSOE, sino en el PP.

En retórica política americana, Nelson es lo que llaman un «moderado»; un demócrata que viene de un estado conservador. Nelson se debe a sus votantes, no al presidente o al partido demócrata, así que sus ideas son completamentes diferentes a las de sus colegas en no pocos asuntos. Nelson, sin ir más lejos, es muy reacio a regular cosas como las tarjetas de crédito o el sistema bancario, y si bien quiere una reforma de la sanidad, sólo apoya de forma explícita propuestas muy tímidas. Jose María Aznar, en un día especialmente cruel, adelantaría a este tipo por izquierda por un buen margen.

La mayoría de estados son grandes, vacios, y consevadores, así que el senado está lleno de viejetes que vienen de estados rurales y que aún siendo demócratas no creen demasiado en estas pamplinas socialistoides. Gracias a un sistema político diseñado hace más de doscientos años, sin embargo, gente como Ben Nelson, representando menos de dos millones de personas, tiene exactamente el mismo poder que sus colegas de estados mucho más poblados, como Nueva York, Florida o California. El sistema de representación americano, tan dado a dar poder a los estados pequeños, es de hecho rematadamente antidemocrático.

El resultado es una paradoja absurda: por una lado tenemos a senadores más liberales (progresistas, en lenguaje político local) quejándose con amargura que no están seguros que tengan votos para aprobar una ley de sanidad en la cámara alta. En el otro lado tenemos encuestas como esta en la que los americanos dicen estar a favor de una reforma radical del sistema de salud del país. Los votantes están a favor de forma aplastante de cosas que el debate en el senado consideraba «polémico» y «peligroso», como un plan público que compita con los privados (72% a favor, incluyendo un 50% de votantes republicanos). En un país tan supuestamente antiestatalista como Estados Unidos, que un 64% de encuestados diga que el gobierno federal debe garantizar cobertura médica para todos es un dato muy
claro.

En una muestra de los milagros del bicameralismo, la Cámara de Representantes presentó el viernes su versión del plan. Los representantes cubren distritos mucho más pequeños, y tienen (más o menos) el mismo número de votantes detrás. Aparte de eso, se someten a reelección cada dos años, una legislatura absurdamente corta. Este arreglo institucional produce respuestas políticas completamente distintas, y la reforma de la sanidad propuesta es básicamente un calco de los resultados de las encuestas: una reforma mucho más agresiva y ambiciosa que la del Senado, y probablemente más barata al ser mucho más dura combatiendo la horrible inflación de costes del sector privado.

En los próximos días esto producirá un efecto curioso en el sistema político. Nuestra vieja amiga la CBO puntuará la «radical» propuesta demócrata en la cámara baja. Es muy probable (a no ser que tomen unos criterios totalmente fantasiosos) que el precio total de este plan sea bastante inferior al del presuntamente moderado plan debatido en el Senado, aguado hasta la extenuación para agradar a gente como Ben Nelson. El plan de la cámara baja cubrirá a más gente y será más barato; una ley más eficiente. Todos esos republicanos y demócratas de segunda que se quejaban que las leyes a discusión en el Senado eran demasiado caras tendrán que ingeniárselas para encontrar excusas para no estar de acuerdo con la ley más barata aprobada por la otra cámara.

Veremos qué sucede. En un principio no creo que no sean capaces de inventarse algo; los republicanos probablemente leeran algún párrafo fuera de contexto, pretenderán que el menor coste es porque la nueva ley obliga a abortar todos los bebes que no canten «La Internacional» y que los demócratas harán Soylent Green de todos los ancianos, y seguirán en sus trece. Y todo porque para sacar una ley adelante es necesario que los viejetes en el Senado aprueben algo, lo que sea, y lo tengan que negociar con el Congreso.

Dicho en pocas palabras: en noviembre, el presidente y el partido demócrata se presentaron a las elecciones prometiendo una reforma radical de la sanidad. Ambos ganaron por goleada. El sistema político americano, sin embargo, es el único del mundo en que el hecho que una mayoría de cargos electos y votantes quieran hacer algo no significa que la legislación vaya a ser aprobada.


2 comentarios

  1. Roger Senserrich dice:

    Paul Krugman escribe hoy en el NYT exactamente de lo mismo:

    http://www.nytimes.com/2009/06/22/opinion/22krugman.html

    Para que luego os quejeis.

  2. citoyen dice:

    Paul Krugman se une a la línea marcada por un reputado blogger del club lorem ipsum

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