Las elecciones son importantes. Los votantes tienen la oportunidad de juzgar a los políticos y sacárselos de encima si están haciendo un mal trabajo – cuando pierden, estos se supone que deben entonar el mea culpa y largarse con propósito de enmienda.

Los votantes en general usan una herramienta intelectual bastante sofisticada para decidir su voto: si las cosas van mal, echan la culpa a los políticos al mando y punto. Habitualmente no se encallan en detalles de grandes teorías o en un análisis de las propuestas; por mucho que el político se desgañite diciendo eso de a quién vas a creer, mis palabras o lo que ven tus ojos, los votantes tienden a sacar el hacha si la cosa no va bien.

Cuando debatimos sobre la validez intelectual de las ideas de un partido, por lo tanto, estamos en cierto sentido creando un debate un poco artificial. Los votantes creen -con razón- que los políticos tienen todos los incentivos del mundo para exagerar lo brillantes que son, así que no acostumbran a dar demasiada importancia a lo que digan. A efectos prácticos, la mayoría de gente no tiene una idea intelectual que las desgravaciones por vivienda de Aguirre son una estupidez (liberal repartiendo subvenciones a los ricos, por cierto – encantador), leyendo la medida desde un prisma ideológico. Lo que sí harán, sin embargo, es ver la espantosa série de escándalos de su partido y fruncirán el ceño.

Esto no significa que no tengamos que prestar atención a lo que dicen los partidos. El hecho que un partido como el PP tenga el gobierno a tiro (es un decir; las encuestas son horribles para Rajoy) significa que nos tenemos que tomar muy en serio lo que dicen. El mejor predictor de lo que hace un político al llegar al gobierno es lo que ha prometido durante la campaña electoral, así que es necesario seguir de cerca sus propuestas. Si las ideas del PP son torpes, absurdas o son absurdamente inanes, tenemos que decirlo, porque es probable que una vez en el gobierno realmente no sepan qué hacer.


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