Hará cosa de dos años, cuando los demócratas recuperaron el control del congreso en las elecciones legislativas del 2006, comenté, de forma bien poco científica, que algo parecía estar cambiando en el tono del debate en Estados Unidos. Las elecciones de ese año tuvieron dos temas, Irak y la espectacular incompetencia de la administración Bush (especialmente durante Katrina), pero me pareció que algo andaba en el aire, un cierto populismo de nuevo cuño que no acababa de definirse.

Mi sensación estos días es que me parece que no iba demasiado desencaminado. No me atrevo a hablar que de esa exasperación en el 2006 hayan nacido los vientos políticos del 2009 (estoy bastante seguro que el perder dos millones de puestos de trabajo en cuatro meses ayuda bastante), pero parece que las discusiones en Estados Unidos realmente han cambiado.

Para empezar, se acabó el aprecio a la gente rica. Cuando llegué a Estados Unidos en el 2004, siempre me sorprendió que apenas se hablara de desigualdad. Estábamos en los años «dorados» de Bush, justo cuando salió reelegido. La gente en Wall Street ya se estaba haciendo de oro, los ricos eran más ricos que nunca y de la recuperación económica no se había enterado -casi- nadie (la renta del americano medio es menor ahora que en 1999), pero no se hablaba nunca de esas cosas. El sistema de salud era igual de atroz, los políticos eran más patanes que nunca, pero el debate no se paraba en estos detalles triviales.

Todo esto ha cambiado. El desastre bancario ha hecho que la gente ande pidiendo sangre; los límites a los salarios en Wall Street de la semana pasada fueron aplaudidos de forma casi unánime, con las únicas críticas (oidas en incluso en Fox News) diciendo que no eran lo suficiente draconianos. Los republicanos han seguido pidiendo arreglar todo con bajadas de impuestos, pero por primera vez en siglos los demócratas han estado contestándoles con energía, e incluso hablando de como son regalos para ricos. Y en lo que ha sido lo más chocante para mí, el clamor contra todo nombramiento político no impecablemente limpio ha sido tremendo, acabando con la caida de Tom Daschle, alguien que todo el mundo tenía como un intocable en Washington.

Este último es el más significativo, y que parece haber tomado el hasta ahora impecable Obama por sorpresa. Daschle no fue víctima de su descuido no pagando impuestos (por favor, ¿quién intenta pagarlos todos?); fue víctima de sus relaciones demasiado cercanas con la gente a la que iba a regular. La opinión pública americana  (o al menos lo que recogen los medios y las encuestas de forma indirecta) no se llevó las manos a la cabeza por el hecho que no cumpliera con el fisco, sino porque el buen senador se ganó cinco millones de dólares en dos años «aconsejando» a la industria aseguradora que antes había regulado.

Barack Obama ganó las elecciones hablando de cambiar Washington, de acabar con viejos privilegios y deshacer esta pertinaz oligarquía de amiguetes que parece gobernar Estados Unidos. Siempre mandan los mismos, entrando y saliendo de los mismos sitios, un pie en el sector público, un pie en el sector privado. Tras el desastre económico de estos dos últimos años, en que una y otra vez reguladores y regulados dormían en la misma cama, los americanos parecen haberse hartado: esta vez va en serio. Se acabó esta república de privilegiados; no hemos escogido como presidente un pelagatos de Hawaii que se ha ganado la vida escribiendo libros para que nos tomen por tontos ahora.

De momento parece que Barack Obama ha pillado el mensaje; el otro día admitía abiertamente que la nominación de Daschle fue un error, y parece haber subido el nivel de su retórica un par de grados. Ya no está hablando tanto de bipartidismo, palabra que los demócratas harían bien de enterrar rápido; ahora ya no se trata de «hacer la política menos antipática» sino «o quieres cambiar las cosas o sal de enmedio».

Esto no quiere decir que el nuevo presidente tenga vía libre para sacar el manual socialdemócrata y hacer de Estados Unidos un lugar más acogedor e igualitario de inmediato: el rencor antisistema de los americanos no es sólo contra la «gente rica», también es contra Washington, en gran parte porque durante décadas las dos cosas (y los dos grandes partidos) han sido uno y lo mismo. Los americanos van a desconfiar del gobierno tanto o más que de los grandes titanes de la industria, y si la nueva administración no se toma lo del cambio en serio, el vendaval se los llevará por delante. Al fin y al cabo, las grandes empresas quizás han jodido al país y han bloqueado cualquier cambio, pero oiga, al menos Wal Mart paga nóminas; el gobierno federal sólo recauda.

La nueva administración sólo tiene una salida, por suerte o por desgracia: hacer bien su trabajo. Lo único es que esta vez la definición de «bien» es muchísimo más estricta que lo que se le hubiera pedido a Clinton o a Bush en los buenos viejos tiempos. Se acabó la era del privilegio y los regalos entre amigos. Se acabaron las subvenciones para ayudar a amigotes, los salarios enormes por tener contactos, el compadreo y el desvío de regalos constante. Confieso no sé cómo podrán hacerlo, y más en un sistema tan complicado e incontrolable como el americano, pero me parece que los tiempos han cambiado.

De momento, el Congreso ya se las ha arreglado para añadir auténticas estupideces al plan de estímulo. Hay mucho, mucho trabajo por delante…


3 comentarios

  1. rubén dice:

    me ha llamado mucho la atención lo de la Fox. ¿podríamos estar asistiendo a un giro similar al de The Sun en las elecciones del 97 cuando pasaron de apoyar a los conservadores en favor de Blair??

  2. d dice:

    Um, por si quieres corregir la etiqueta, es Zeitgeist.

  3. sr vaya dice:

    Con dos palabras se lo diré…ESTA TARDANDO EN CONTAR SU VERSION DEL PLAN TIMOTIANO

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