Empecemos por los datos: Estados Unidos dedica más de un 17% de su PIB a sanidad. Francia, el estado de la Unión Europea con el sistema de salud más generoso, dedica menos del 12%. España, uno de los países con los mejores indicadores de salud del mundo, apenas dedica un 9% a gasto sanitario.
Tanto en Francia como en España, al igual que en cualquier país civilizado del mundo, el porcentaje de residentes sin cobertura sanitaria tiende a cero. En Estados Unidos, un país que no olvidemos gasta mucho más que cualquier otro país de la OCDE en sanidad, tiene 27,5 millones de personas, o un 8,5% de la población, sin seguro médico.
Lo más delirante es que aun con estas cifras así de espantosas, los datos de Estados Unidos representan una mejora importante en comparación a lo que veíamos antes de la reforma de la sanidad de Obama. El porcentaje de gente sin seguro ha caído a la mitad en la última década, y el gasto sanitario, aunque sigue disparado, ha moderado su demencial ritmo de crecimiento. Aunque la Sanidad americana es un desastre, al menos ha dejado de ser la zona catastrófica de la era pre-Obama.
Obviamente, la sanidad sigue siendo un tema central en el debate político americano, y aún más en las primarias demócratas. Tras la pifia de los republicanos en su intento de derogar Obamacare (y volver a esa era gloriosa con 50 millones de personas sin seguro), los candidatos a las presidenciales van a discutir sobre sanidad, y ese será, salvo sorpresas, el tema que domine la batalla política el 2021 si un demócrata sale elegido.
El debate tanto entre demócratas como entre demócratas y republicanos es fascinante, en no poca medida porque dice mucho sobre cómo está gobernado Estados Unidos y cómo funciona la política en este país.
Como punto de partida, vale la pena revisar la distribución del gasto sanitario del país. Estados Unidos dedicará el 2020 aproximadamente cuatro billones de dólares a sanidad (como comparación, tres veces el PIB de toda España), una cifra casi incomprensible. De esta montaña de dinero, las empresas pagan algo menos de una cuarta parte, vía seguros médico de empresa. Una cantidad parecida, aunque ligeramente menor, proviene del bolsillo de los consumidores vía copagos, primas, y facturas que se comen directamente.
El resto del dinero, o esencialmente la mitad de todo el gasto sanitario del país, proviene del gobierno, vía Medicare (sanidad para jubilados), Medicaid (sanidad para pobres y niños con pocos recursos), el sistema de sanidad para veteranos, las ayudas salidas de la reforma de la sanidad de Obama, y la parte de coste de Medicaid cubiertos por los estados. Para los que estáis siguiendo esto con una calculadora en casa, Estados Unidos se funde aproximadamente la misma cantidad de dinero público, en porcentaje del PIB, que todo el sistema sanitario español, y aún así tiene 27,5 millones de personas sin seguro médico.
Dicho de otro modo: el sistema sanitario americano es ineficiente hasta unos límites difíciles de comprender para cualquier persona con dos dedos de frente. El nivel de incompetencia, torpeza organizativa, burocracia absurda, y organizaciones idiotas no tiene ningún equivalente en nada que podamos ver incluso en las más chapucera de las administraciones autonómicas españolas.
El gran problema para cualquiera que quiera reformar el sistema es que todo está roto. No hay una sola causa, o ni siquiera una lista manejable de causas que expliquen este despilfarro; hay decenas de problemas estructurales, casi todos intratables, cada uno añadiendo unas decimitas de PIB de despilfarro al sistema. Tenemos aseguradoras privadas ganando dinero de enfermedades ajenas, unos costes farmacéuticos fuera de control, monopolios locales y regionales en hospitales y centros médicos, una renuncia completa por parte del gobierno federal para negociar precios con nadie, hordas de abogados a la caza de errores médicos para hincharse a pleitos, una fragmentación administrativa atroz, incentivos perversos en todos los eslabones de la cadena y unos médicos que reciben unos sueldos estratosféricos, todos aportando su granito de arena.
En las primarias demócratas estamos viendo dos propuestas para reformar el sistema. El modelo más fácil de explicar es el de Bernie Sanders (y Warren, aunque es probable que se desmarque un poco), Medicare for All, que sonará familiar a los observadores europeos: sanidad pública universal pagada con impuestos y listos, y aquí paz y después gloria. El gobierno federal tendría que encontrar una manera de recaudar dos billones de dólares de impuestos al año para financiar el sistema (más los dos que ya está gastando ahora), y pagaría por todo, sin excepción. Al ser un sistema de monopsonio (un mercado con un solo comprador) los costes se reducirían a base de dictar precios a la baja por la vía directa. España consigue controlar costes sanitarios de un modo parecido, pagando a los médicos una miseria. Si nuestro país puede hacerlo, Estados Unidos también puede, al menos en teoría.
Políticamente es otro cantar. Aunque Medicare for All ahorraría mucho dinero a los consumidores a medio/largo plazo, pero ese ahorro viene de pagar menos a médicos, dejar en el paro a cientos de miles de contables en las aseguradoras, y forzar a los hospitales a cobrar menos por dar servicios. Esa gente quizás no sean demasiados, pero van a chillar mucho. Si a eso le sumamos que estamos hablando de una subida de impuestos de dos billones de dólares en un presupuesto de 4,5 billones, imaginad.
Las mentes más moderadas o cautelosas del partido demócrata tienen una alternativa menos radical a esta reforma, la llamada public option (o obamacare plus). Todos los candidatos no llamados Warren o Bernie defienden variaciones de este modelo. La idea es que, dado que los planes privados son tan caros e incompetentes y no tienen poder de mercado para reducir el coste del sistema, el gobierno federal debe crear un plan público alternativo que compita con ellos y fuerce a todo el mundo a bajar precios.
Al hablar de public option, los detalles de implementación son muy importantes. En su versión débil, es un seguro sin ánimo de lucro para crear un poco de competencia donde no la hay. Este era el modelo inicial que incorporaba la reforma de Obama y que fue eliminado en el senado en el último momento, y aunque sería de ayuda, no basta para transformar el sistema. En su versión “seria”, la public option se convierte en permitir que empresas e individuos puedan apuntarse a Medicare o Medicaid, los enormes (y muy eficientes) seguros federales para ancianos y gente con pocos recursos, y autorizar a esos planes que negocien precios sin restricciones. En un modelo más creativo, la public option es un seguro que sólo cubre gastos catastróficos (es decir, facturas de hospitales o enfermedad que pasen una cierta cifra, como $10.000), algo que haría el sistema privado mucho más barato casi de inmediato. En la versión “dura” la public option es te “apunta” a Medicare de forma automática a no ser que tu empleador o tu prefieras contratar un seguro privados. En el fondo, Medicare for All pero por la puerta de atrás.
La virtud de la public option es que es, de inicio, mucho más barata para las arcas públicas que un sistema universal por completo. Si se diseña bien, esta reforma acabaría por crear un sistema público universal tarde o temprano. El defecto, claro está, es que no deja de ser una solución Frankenstein en un sistema plagado de soluciones ineficientes, y que los actores que se oponen a Medicare for All no son estúpidos y saben perfectamente que una reforma así les acabaría costando dinero. Políticamente es más sencilla, pero no demasiado.
¿La verdad? Este es un debate académico, al menos hasta noviembre del 2020. Los demócratas necesitan ganar la presidencia y recuperar el senado antes de poder implementar cualquier reforma. Incluso si eso sucediera, las divisiones dentro del partido complicarían la aprobación de cualquier legislación al respecto, por mucho que los votantes parecen estar dispuestos a cambiar las cosas. Por ahora, este es el debate que está marcando las primarias demócratas. Falta ver si puede ir más allá.