¿Cómo explicar una de las cosas más singularmente extrañas del sistema político americano como es que el gobierno cierre? En democracias normales (esto es, en casi cualquier lugar del mundo excepto en esta casa de locos) cuando un legislativo no es capaz de aprobar unos nuevos presupuestos simplemente se considera que la ley del año anterior sigue vigente. Es lo que vemos en España cuando los presupuestos se prorrogan de un año a otro; el nivel de gasto se mantiene idéntico, y lo que sucede es que simplemente el ejecutivo, carente de una mayoría parlamentaria clara, no puede establecer nuevas prioridades.
En Estados Unidos, sin embargo, las cosas funcionan de forma un poco distinta. Para empezar, la mayoría de administraciones públicas (estados, ciudades, agencias más o menos independientes) se rigen por presupuestos con un plazo de caducidad fijo. Si el estado de Connecticut no aprueba presupuestos antes de que acabe el año fiscal, todas las partidas presupuestarias que dependen de una autorización explícita en las cuentas estatales se quedan automáticamente a cero. El estado deja de enviar dinero a distritos escolares, deja de pagar a contratistas externos, deja de dar fondos a las universidades públicas, etcétera.
Afortunadamente, gran parte del gasto público estatal es automático, y no depende de la asignación presupuestaria de turno. Los salarios de los funcionarios se rigen por el contrato del convenio colectivo, no los presupuestos (eso quiere decir, por cierto, que el legislativo no puede tocar a los trabajadores públicos sin pactarlo con los sindicatos), así que siguen cobrando su sueldo. Gran parte del gasto en estado de bienestar (sanidad, food stamps…) proviene de fondos federales. Aun así, cuando unos presupuestos se retrasan de veras (como sucedió el 2017, cuando el presupuesto se aprobó 117 días tarde) muchos servicios públicos clave sufren las consecuencias.
A nivel federal la cosa es bastante más complicada. Para empezar, hace muchos, muchos años que el Congreso dejó de ni siquiera intentar aprobar unos presupuestos anuales serios. El procedimiento para elaborarlos es demasiado complicado para ellos. En vez de hacer lo que hacen los países razonables que es tener unas cuentas anuales prorrogables, el gobierno de los Estados Unidos paga sus facturas a base de «appropriations» (habitualmente se traduce como apropriaciones, aunque la palabra tiene un significado distinto en castellano), leyes destinadas a financiar uno o más departamentos y agencias federales por un periodo de tiempo determinado.
El sistema, por llamarlo de algún modo, es entre caótico y arbitrario. El congreso no siempre financia los mismos departamentos en cada ley, y la duración de cada una de ellas no es necesariamente la misma. Los legisladores han tomado por costumbre, por ejemplo, financiar el departamento de defensa o de veteranos con una appropriation específica. Cosas como pensiones, sanidad se consideran gasto «obligatorio» (esto es, que es independiente de los presupuestos corrientes) y no necesitan appropriations. Cuando el congreso está cerca de llegar a un acuerdo pero no acaba de cuadrar cuentas, y los legisladores recureren una continuing resolution que prorroga el nivel de gasto actual durante unos meses.
Hay veces, sin embargo, que no se ponen de acuerdo sea entre ellos, sea con el ejecutivo, y el gobierno deja de tener los fondos para seguir operando. Dado que los funcionarios federales cobran de los presupuestos y que muchos servicios deben ver su financiación aprobada cada año, el gobierno federal, o algunos de sus departamentos, cierra las puertas sin más. Sólo los trabajadores que se consideran esenciales (cosas como controladores aéreos, seguridad fronteriza, gente que vigila reactores nucleares) siguen teniendo que ir al trabajo, pero lo hacen sin cobrar.
Que es donde estamos ahora, exactamente: llevamos 25 días con un parte significativa del gobierno federal está cerrado. 800.000 funcionarios están sin sueldo, más de 200.000 currando sin ver un duro (incluyendo los controladores aéreos, que deben estar de un humor estupendo, o la guardia costera), y sin que los políticos americanos parezcan estar de humor para remediarlo.
El conflicto es, como casi todas las batallas políticas de la era Trump, completamente absurdo. Antes de Navidad, tras la monumental derrota republicana en las legislativas al final de una campaña donde el presidente hizo de la inmigración su tema central, el senado aprobó la ley para financiar el gobierno federal de forma unánime. Trump amenazó con vetarla si no incluía 5.700 millones de dólares para financiar la construcción de 250 millas de muro en la frontera con México. La cámara de representantes, aún controlada por los republicanos (el nuevo congreso no tomó posesión hasta enero) aprobaron una versión de la ley que sí incorporaba ese dinero, pero los demócratas en el senado se negaron a aceptar el cambio. Dado que cualquier ley en la cámara alta necesita 60 votos a favor, el texto no fue aprobado, y el gobierno cerro justo antes de Navidad.
Han pasado más de tres semanas, y la cosa sigue exactamente igual. Trump dice que vetará cualquier ley que no incluya 5.700 millones para el muro. Los demócratas, que ahora controlan la cámara baja, dicen que no quieren negociar nada sobre muros hasta que se reabra el gobierno. Y el gobierno federal sigue cerrado por culpa de una partida de 5.700 millones dentro de unos presupuestos de 3,4 billones de dólares. Es absurdo, pero así es el gobierno de Estados Unidos en la era Trump.
Lo más ridículo de toda esta opereta, por cierto, es que todo el mundo sabe que en el congreso hay votos suficientes para aprobar unos presupuestos que no incluyen el muro. Los demócratas controlan la cámara de representantes y ya han votado a favor, y el senado aprobó hace tres semanas una ley así por unanimidad. El problema, en este caso, es el inefable Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el senado, que se niega a permitir que el texto de la cámara baja se vote mientras que insiste que los demócratas tienen que negociar con Trump. Como de costumbre, los legisladores republicanos temen más la ira de sus bases que cualquier otra cosa, a pesar de que todos los sondeos culpan a Trump de este sainete. Trump, mientras tanto, no está negociando nada en absoluto; ni se ha dignado en ofrecer una contrapartida a los demócratas para conseguir a cambio los fondos para su muralla.
¿Cómo acabará esto? Hay dos escenarios posibles. El primero, más lógico, es que los republicanos en el senado se cansen de todo este jaleo y fuercen una votación. Trump puede amenazar con vetar la ley, pero dado el creciente malestar dentro de su partido es posible que sus colegas en el congreso le digan discretamente que pare de hacer el tonto o votarán con los demócratas para levantar el veto.
Dado que la política americana dejó la lógica atrás hace meses, es más probable que Trump se tire al monte y declare una emergencia nacional en la frontera, algo que le permitiría reasignar fondos de otras partidas a construir su pared en medio de la nada. El congreso entonces sacaría los presupuestos sin el muro, y llevaría a Trump a los tribunales, ya que la legalidad de declarar una emergencia así es más que dudosa. Trump podría decir que ha luchado por su murallita (y seguramente perdería en los tribunales) y todos contentos, aparte de lo de crear una crisis constitucional por una tontería, etcétera.
Lo dicho, todo lo que vemos es absurdo del todo. Es difícil hablar de política americana sin desesperarse.