Economía

Inmigración, pateras y miedos infundados

30 Jul, 2018 - - @egocrata

España, hasta ahora, había tenido la suerte de ser uno de los pocos países desarrollados sin un partido anti-inmigración*. Me temo que gracias a Pablo Casado, y al inevitable oportunismo de Ciudadanos, esto va a cambiar rápidamente.

Es una actitud enormemente, increíblemente irresponsable. Lo es porque la inmigración es, según básicamente toda la evidencia empírica que tenemos, algo enormemente beneficioso para el país receptor, así que como programa político es extraordinariamente estúpido. Lo es también desde el punto de vista social, porque lo que dicen los políticos tiene un impacto directo en la opinión pública.

Empecemos con encuestas: España, según los sondeos comparados que tenemos, es un país muy abierto a la inmigraciónSólo un 3,5% de españoles ponen la inmigración como uno de los principales problemas del país, una cifra comparable a los que señalan como problema la administración de justicia o la crisis de valores. No existe un clamor popular visible en los sondeos (y no, este no vale – es una pregunta absurdamente sesgada, y ni aún así la oposición es mayoritaria), ni hay una demanda social obvia por políticos antiinmigración. Hay muchos motivos que explican estas cifras; mi hipótesis favorita es que en España, como en Canadá,  estamos demasiado preocupados hablando sobre nacionalistas catalanes, vascos y españoles para preocuparnos por la simple xenofobia. Esto es así también porque ningún político de primera línea a nivel nacional ha sido lo bastante irresponsable como para abrazar actitudes semi-trumpistas en esta tema buscando réditos electorales.

La política, y los temas que se incluyen en el debate público, no es sólo cuestión de demanda, sino también de oferta. En una democracia avanzada hay una competición constante sobre qué temas entran en la agenda, y los votantes a menudo deciden su opinión sobre la materia después de que los políticos se pronuncien, casi siempre siguiendo lo que dicen estos. Cuando alguien como Casado intenta colocar la inmigración como el problema más importante al que se enfrenta el país, sus declaraciones y actitudes mueven la opinión pública. No me extrañaría en absoluto, si el PP sigue por esta vía, que en barómetros del CIS sucesivos veamos repuntes en el número de votantes que ven la inmigración como un problema. Es algo que vimos en el 2006, cuando el PP hizo de la «crisis de los cayucos» su bandera, y es probable que lo volvamos a ver ahora.

Lo más desesperante, por cierto, es que Casado ni siquiera intenta describir la inmigración de forma remotamente honesta. El inmigrante típico a España no llega en barco, ni en patera, ni saltando una verja en Ceuta o Melilla. El inmigrante típico en España (y en la inmensa mayoría de países desarrollados) es alguien que llega a Barajas o El Prat con un pasaporte en regla, visado, unos cuantos cientos de euros en tarjeta o efectivo, y que decide quedarse en el país. Los países con el saldo migratorio más elevado el 2017 fueron Venezuela, Colombia e Italia; el cuarto fue Marruecos, seguido de Honduras, Perú, Brasil, República Dominicana y Argentina. Los inmigrantes son habitualmente gente con niveles de educación por encima de la media en su país de origen, y que vienen a España con ganas de trabajar. Estos inmigrantes son menos visibles porque los topicazos antiinmigración habituales hacen que ni siquiera nos fijemos en ellos (sucede los mismo en Estados Unidos – la mayoría de inmigrantes son asiáticos, no latinos), pero la realidad es que la abrumadora mayoría de recién llegados están aquí, están integrados y no dan problemas.

En números absolutos, las cifras son también muy claras. Al ritmo actual de desembarcos, España recibirá unos 40.000 inmigrantes cruzando el Mediterráneo por las bravas. En el 2017 recibimos más de medio millón de inmigrantes,  aunque dado que más de 367.000 abandonaron el país, el saldo neto apenas superó 150.000 personas. La «invasión» de la que algunos hablan no es mucho más que un error de redondeo, mirando los datos.

Más allá de la deshonestidad e irresponsabilidad política de Pablo Casado, la abrumadora mayoría de los estudios serios sobre inmigración llegan a las mismas conclusiones: es enormemente, increíblemente positiva para la economía y los presupuestos del país receptor. Hablé de elló con cierto detalle en un artículo en VP que llevo enlazando por Twitter sin parar este fin de semana, así que no me repetiré demasiado. La inmigración genera crecimiento económico, aumenta la renta por cápita, y cuesta menos dinero al estado de lo que ingresa por impuestos a los recién llegados. Mi postura se basa, sobre todo, en un monumental estudio de la National Academy of Sciences de Estados Unidos que repasa la literatura de forma exhaustiva, pero no es en absoluto un informe aislado. Tenemos informes parecidos sobre España que llegan también a la conclusión que los inmigrantes pagan mucho más dinero en impuestos que el coste de los servicios que reciben; el balance positivo ronda los 5.500 millones, equivalente a medio punto de PIB. Y eso sin hablar de pensiones y sostenibilidad del sistema.

Hay también una cuantiosa, enorme literatura sobre la relación entre criminalidad e inmigración; las conclusiones son parecidas. De hecho, la relación es incluso inversa; en Estados Unidos la criminalidad ha disminuido más en las zonas con más inmigrantes. Basta con ver el caso de Alemania, un país que ha acogido más de un millón y medio de refugiados, pero que vio a su vez el mayor descenso de la tasa de criminalidad desde 1993 el año pasado. Los inmigrantes cometen crímenes en tasas menores que los nativos (controlando por edad, género, y renta, obviamente), por el simple motivo que el castigo para ellos (deportación) es mucho mayor.

Por supuesto, quien es indudablemente el mayor beneficiario de la inmigración es el inmigrante mismo. En casi todos los casos, su vida mejorará enormemente al desplazarse de un país pobre a uno rico. Que nosotros también salgamos beneficiados es casi secundario, y más si hablamos de refugiados huyendo de un país en guerra.

Sólo nos queda el argumento cultural: los inmigrantes vienen, nos roban la identidad, y si nos descuidamos de aquí nada la Sagrada Familia sea una mezquita, o algo peor. Me parece un argumento respetable, pero poco creíble. Primero, porque dudo que añadir 150.000-200.000 personas al año en un país de 46 millones vaya a convencernos de que debamos de comer jamón serrano, y segundo, porque la idea que la cultura de un país tiene que ser algo fijo e inamovible me parece completamente ridícula. Los países cambian, sus gentes también. Las identidades no son exclusivas, únicas o inflexibles; cuando me saqué el pasaporte de Estados Unidos no dejé de ser español, catalán o venezolano, y mi llegada no hizo que nadie en Texas tuviera que leer a Ausias March contra su voluntad.

Esto no quiere decir, por cierto, que sea partidario de un sistema migratorio sin ninguna restricción a la entrada. Primero, porque en la UE nos molerían a palos, mal que me pese, y segundo porque cierto control es bueno para prevenir abusos, asegurar que recaudamos impuestos a los recién llegados y escolarizamos a sus hijos, y evitar que entren asesinos en serie fugados de una cárcel de Texas (nunca se sabe). Dar prioridad  en la medida de lo posible trabajadores cualificados no es mala idea,  ya que aunque el beneficio económico es real incluso para inmigrantes no-cualificados, es mayor según nivel de educación. . Un mundo sin fronteras sería algo perfectamente posible (es más, el mundo era así  hasta principios del siglo XX), pero administrativamente es mejor cierto control.

Aún así, el sesgo de la política migratoria en España, Estados Unidos y Europa en general debería ser hacia aceptar más inmigrantes, no menos. No sólo por decencia humanitaria, sino porque nos conviene.

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Una nota final. Este artículo lo escribo desde mi experiencia como inmigrante. Me mudé a Estados Unidos hace 14 años, me saqué la residencia hace 11, y soy ciudadano desde hace dos. Obviamente voy a tener un sesgo favorable a la inmigración, porque formo parte de ella, pero llevo tiempo leyendo y buscando datos sobre la matería, y creo que los estudios son claros.

El *, por supuesto, hace referencia a ciertos nacionalismos periféricos que insisten en hablar sobre quién es catalán y quién es «foraneo» todo el santo día. Ya sabéis.

Por cierto, si empezáis a decir burradas voy a cerrar los comentarios de inmediato. Si tenéis algo que huela vagamente racista o habláis de las anécdotas sobre decenas de miles de manteros que trafican armas en Lavapies echaremos el cierre sin dudarlo.


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