Los mejores columnistas son aquellos que te hacen pensar incluso cuando no estás de acuerdo con ellos.
David Brooks, en el NYT, publicaba una columna la semana pasada sobre el fracaso de las élites en Estados Unidos. Su tesis, muy simplificada, es que en Estados Unidos a partir de la década de los sesenta se produjo una transición entre dos élites dirigentes. Antes de esa transición (digamos, antes del 22 de noviembre de 1963), Estados Unidos era una república esencialmente aristocrática, clasista, gobernada por hombres blancos protestantes de buena familia, moral intachable, educación de Ivy League y dinero antiguo. Es la América de los Kennedy, los Roosevelt, los Rockefeller, los Astor y los Vanderbilt; abogados reputables, industrialistas y filántropos, herederos acomodados de dinastías políticas, familias con tradición en Harvard, Yale, Princeton, galas benéficas, fundaciones, y demás manifestaciones externas de aristocracia económica.
El 23 de noviembre de 1963, sin embargo, una nueva América empieza a abrirse paso. El aristocrático Kennedy es substituido por el político de carrera Johnson, un tipo salido del Texas rural, excesivo, ambicioso y brillante, un hombre hecho a si mismo. Estados Unidos poco a poco pasa de ser un país gobernado por una aristocracia cerrada, a menudo racista, rabiosamente privilegiada, a una meritocracia salida del ethos de las revoluciones culturales de los sesenta y los baby boomers, más igualitaria, comprometida, ansiosa de superar el régimen excluyente de tiempos pasados.
Esto, en teoría, debería haber producido un gobierno considerablemente mejor. Estados Unidos ahora puede reclutar talento de cualquier lugar y clase social. Los nuevos líderes quieren cambios, aspiran a un mundo mejor.
Lo que sucedió, sin embargo, fue Vietnam, Nixon, los nuevos conservadores, un aumento disparatado de las desigualdades , un desmantelamiento de los servicios públicos, pérdida de prestigio de las instituciones, un sistema político inoperante, una sociedad dividida, desmoralizada y aparentemente cada vez más traumatizada donde la esperanza de vida lleva varios años cayendo de forma consecutiva, en medio de una epidemia de drogas, suicidios y depresión como no se había visto nunca en el país.
La vieja aristocracia yankee (porque no nos engañemos, eran todos del noreste) convirtió un país roto tras una guerra civil en un coloso industrial primero, y un hegemón mundial tras la segunda guerra mundial. Las élites meritocráticas salidas de los años sesenta han traido al presidente Donald J. Trump. Algo hemos hecho mal.
¿Qué ha sucedido? ¿Por qué la nueva élite americana basada en la meritocracia y el igualitarismo ha fracasado? La respuesta, para Brooks, es el fracaso de la meritocracia como ideología; la confianza ciega en la inteligencia, una fe en la realización personal, el culto al éxito y un fracaso en entender el valor de las instituciones.
Es una crítica conservadora (Brooks lo es), y tiene bastante de cierta. Las viejas élites americanas, los dirigentes de la primera mitad de siglo, eran todos una pila de clasistas insoportables llenos de prejuicios inaceptables en una sociedad moderna, pero sus vidas no estaban guiadas por la ambición, sino por una vieja idea de servir al país. Franklin Delano Roosevelt venía de una familia cómicamente opulenta, así que nunca se metió en política buscando el dinero o la gloria. Lo hizo primero porque eso era algo que hacían en su familia (su primo, al fin de cuentas, era presidente), y porque creía que era su obligación. La idea de «nobleza obliga» está bastante anticuada, pero es indudable que para muchos políticos de la vieja era, con todas sus endogamias, fobias y problemas, era también un principio a seguir.
Aún así, esta explicación que me parece insuficiente. Jack Kennedy quizás tenía una consciencia cívica impecable que su familia de egocéntricos insufribles aún comparten, 50 años después*, pero decir que los valores han cambiado me parece que es fijarse en un sintoma, no en la causa del fracaso de las élites reciente. Mi sensación, más basada en intuición que en otra cosa, es que en algún momento a finales de los sesenta lo que se produce no es tanto un cambio de valores sino un cambio en la estructura de incentivos en las élites americanas.
¿Qué cambió exactamente? Es difícil decirlo, pero creo que se debe a una combinación de factores. El primero, más obvio, son los impuestos. Nadie parece acordarse de ello, pero hasta 1981 el tipo máximo en el impuesto sobre la renta en Estados Unidos era 70%**. Cuando Reagan abandona la Casa Blanca, ocho años después, era un 28%. Es cierto que nadie realmente pagaba un 70% (los contables tenían trabajo a patadas), pero incluso con copiosas cantidades de ingeniería fiscal ganar muchísimo dinero realmente no salía demasiado a cuenta. Los potentados y titanes de la industria pre-Reagan no es que tuvieran demasiado incentivo en acumular salarios colosales pasado cierto nivel de riqueza, porque la verdad, no es que vieran demasiado dinero. El sistema fiscal, en agregado, no primaba a los accionistas o facilitaba la acumulación de grandes fortunas. La aristocracia, fuera meritocrática o no, se metía a construir museos y hacer de senador porque no tenían nada mejor que hacer.
El segundo es el debate implícito en la política americana, a quién definimos como parte del sistema. Los derechos civiles y el final de la segregación racial destruyen una forma de racismo, pero abren la puerta a otro. Lo que se discute ahora no es la idea de meritocracia, sino quién tiene derecho a acceder a ella, y qué debe hacer el estado, los gobiernos, para garantizarla.
Los «ganadores» de la meritocracia son gente que a menudo están convencidos que si han llegado lejos y son millonarios es por mérito suyo, no debido a privilegios pasados o suerte. Esta nueva élite, por tanto, a menudo son poco conscientes de las barreras que el resto de la población se enfrenta para poder prosperar, o de los enormes problemas que la acumulación de poder y riqueza y el debilitamiento de las instituciones generan para quienes están fuera de la burbuja. La vieja aristocracia era una casta de privilegiados que a menudo era muy consciente de sus enormes privilegios. La nueva aristocracia se cree que si ganan millones en Wall Street es porque son unos genios, no porque el sector financiero esté mucho menos regulado (y sea mucho más peligroso) que en 1950. ¿Para que van a cambiar un sistema que funciona, con ellos como ejemplo de su éxito? Más aún cuando cualquier cambio acabará costándoles dinero.
Mi sensación, me temo, es que la explicación de incentivos es también incompleta. La extravagante, obscena acumulación de riqueza en unos pocos en Estados Unidos es un fenómeno único (no hay ningún lugar del mundo desarrollado comparable, con la excepción de Reino Unido), así que estamos seguramente ante un fenómeno político, pero es difícil decir si es fruto de un «fracaso» de las élites o una estrategia racional de los conservadores post-Nixon. Es también fácil idealizar los grandes líderes de antaño, olvidando los colosales cretinos salidos de la vieja aristocracia, o fijarse en los problemas de los nuevos líderes, olvidando que aunque Lyndon Johnson fuera un cretino, el tipo aprobó legislación de derechos civiles impensable apenas una década antes.
Lo que me parece indudable, sin embargo, es que hay algo que se ha «roto» en la sociedad americana, y es algo que viene de lejos. El fracaso de las élites puede que sea una causa, puede que sea un síntoma. Pero los problemas de fondo en Estados Unidos son ciertamente reales.
*:Hasta este año había un Kennedy en el senado estatal de Connnecticut. Gran tipo, pero cargante hasta decir basta.
**: El impuesto sobre la renta llegó a tener 56 tramos (¡!) en 1918.