Nota: este artículo es un poco distinto – básicamente, parte de una anecdota. Espero que sea una buena mirada, aunque limitada, a cómo funciona la democracia americana desde dentro.

Este fin de semana me enviaron, junto con mi jefe y una compañera, a una conferencia nacional en Washington DC sobre seguridad alimentaria (jerga para referirse a «hambre») en Estados Unidos, a ver si aprendíamos algo, y para hacer un poco de ruido sobre la materia.

Es una tradición americana: un grupo de ONGs organiza su convención nacional en la capital. Durante dos o tres días, hablas con gente, buscas contactos y aprendes cosas nuevas (¿sabíais que uno de cada seis americanos tiene dificultades para comprar suficiente comida? Datos de la USDA). El último día, todos los asistentes van al Congreso a visitar a sus Representantes y Senadores de forma organizada, armados con toneladas de datos, una lista de cosas que pedirles en el área legislativa, y varias tácticas más o menos rastreras para darles pena y convencerles que apoyen tu causa.

Sí, es eso que llaman lobbying, y que tan mala prensa tiene a veces. Ahí estaba yo este fin de semana, escuchando a expertos sobre como vender nuestras prioridades a legisladores recalcitrantes, y aprendiendo sobre qué es importante y qué es sedundario, a ojos de expertos sobre el tema, en los diversos proyectos de ley que están sobre la mesa en el Congreso. La idea era que todos fuéramos a pedir a nuestros legisladores (siendo una conferencia nacional, había gente de todo el país) 1.000 millones de dólares al año durante los próximos diez años para programas de alimentación infantil, especialmente para paliar las tasas de fracaso escolar derivadas de tener estudiantes literalmente hambrientos. Y no, no es demagogia; hablo con familias que pasan esos aprietos constatemente. Es un problema grave.

¿Parece una tarea fácil, verdad? No hay nadie en este mundo que sea «pro-hambre», al fin y al cabo. El problema, en este caso, no es tanto convencer a tu Senador/Representante que tu causa es buena, sino forzarle a que haga algo sobre el tema. En cualquier momento durante una legislatura hay literalmente cientos de leyes flotando por el Congreso americano, intentando desesperadamente llegar al pleno para ser votadas. Una medida pequeña y obviamente buena como es dar comida a niños que pasan hambre (algo que tiene efectos inmediatos en las notas que sacan en el colegio, por cierto) puede gustar a todos, pero conseguir que las dos cámaras le dediquen unas horas de tiempo legislativo en los próximos meses no es algo automático. Recordad como funciona el Senado: un sólo cretino puede retrasar una ley durante semanas, así que más vale estar seguro que tu pequeña reforma no tropieza en ningún sitio.

El martes por la mañana me tenéis a mí, vestido con el uniforme reglamentario (traje oscuro, corbata, etcétera) camino del Cannon Building a aportar mi granito de arena. Por lo que sé, el ritual es siempre parecido. Primero, un desayuno en una de las salas de reuniones del Congreso temprano (7:30 am), en quete dan papeles, informes y palmaditas en la espalda, mientras dos legisladores amigos (Representante Jim McGovern y Senador Bob Casey, ambos demócratas) te explican cómo están las cosas. Si tu causa específica es suceptible a atraer famoseo, a veces tienes un actor dando apoyo moral; nuestro invitado era Scott Wolf, dándose un respiro en su lucha contra los hombres lagarto.

Tras comer bagels ligeramente pasados y zumo de naranja barato (el Congreso de los Estados Unidos no está para lujos, supongo), era hora de empezar reuniones. Connecticut tiene cinco representantes y dos senadores, que nos repartimos con otras ONGs del estado. A nosotros nos dieron Rosa DeLauro, Jim Himes y mi buen amigo Joe Lieberman.

Si alguien se ha preguntado de dónde viene la expresión «lobbying«, básicamente es por que eso es lo que estás haciendo: andar por los larguísimos pasillos en las cavernosas oficinas que rodean el Capitolio, paseando de un recibidor a otro. Los representantes tienen cada uno su oficina, donde trabaja el político y sus cinco o seis asesores apilados de mala manera. No es que sean cubículos o zulos con gente sentada en el suelo, pero son cutres, estrechitas y no precisamente relucientes. Cada representante se organiza como puede, realmente, pero nadie anda sobrado de espacio.

En la oficina de Rosa DeLauro nos recibió su jefe legislativo, después de tenernos esperando un rato en el pequeño recibidor con dos secretarias respondiendo teléfonos. Nos hizo pasar a un pequeño cubículo con mesas y sillas setenteras, sacó su libreta de notas, y hablamos durante veinte minutos. El distrito de DeLauro (New Haven) es increíblemente liberal (Obama sacó sobre un 70%, si mal no recuerdo, y la representante siempre ha sido una de las grandes defensoras de este tipo de programas, así que la visita era más dar gracias que otra cosa. Aún así, cuando estás ahí aprovechas, así que protestamos sobre lo mal que administra el estado de Connecticut varios programas federales, pidiendo que DeLauro envíe una carta a USDA (el departamento federal competente) a ver si se espabilan.

¿Dónde estaba DeLauro, por cierto? Ni idea. Normalmente el político no te recibe directamente. Sus asesores a menudo conocen mejor los detalles de una ley específica que el representante, ya que están un poco más especializados (aunque no mucho más: sólo tienen cuatro o cinco personas en ello), y su tiempo está dedicado a otras cosas, como pelearse con su propio partido, recaudar fondos electorales, la prensa, recaudar fondos electorales, negociar temas más importantes, recaudar fondos electorales, tomar decisiones bien calibradas, recaudar fondos electorales, mirar encuestas y recaudar fondos electorales. Menos en el caso de DeLauro, que está en un distrito invencible, pero otros en circunscripciones más competitivas de hecho «gobiernan» poco.

Tras la conversación (y ver la cara de tedio desesperado cuando le informaron que su siguiente visita era Scott Wolf – salgunos odian el famoseo), nos toco otro (largo) paseo hasta la oficina de Jim Himes, nuestra siguiente visita. Himes sí tiene una elección un poco más competitiva, aunque el tipo es rico y no necesita recaudar fondos. Es su primera legislatura (llegó al Congreso el 2008), así que no conocemos sus prioridades demasiado, pero es demócrata, así que no tiene por qué ser hostil.

Siendo como es un poco más tarde, los pasillos del Congreso empiezan a llenarse de gente. Aparte de asesores corriendo de reunión en reunión y becarios llevando cafés, es fácil darse cuenta que estamos en temporada alta de lobistas y grupos de presión varios; allá donde vamos siempre hay un grupo de gente con folletos y carpetas camino de una cita con legisladores. Algunos son como nosotros, amateurs en nuestra visita anual (cara de despiste, en grupos de cuatro o cinco, todo pines y botones por la causa), otros son profesionales que se pasan la vida en esa santa casa, con maletines pulidos, amigos en todas partes y sabiendo muy bien dónde van.

Cuando entramos en la oficina de Himes, el vestíbulo está lleno de gente. Un grupo está hablando a gritos (qué enfado, Dios) con un pobre asesor, mientras dos tipos muy trajeados esperan su turno. En vista del manicomio reinante, nos piden que esperemos en el pasillo, viendo pasar viejetes pidiendo dinero para veteranos de no sé qué guerra. Mientras estábamos ahí fuera preparando cifras vemos que Joe Courtney, otro representante de Connecticut, pasa a nuestro lado camino de su oficina.

Exacto: ¡Acceso directo al político! Lo paramos, y procedemos a darle la vara sobre dar de comida a los niños. Courtney conoce a mi jefe de otros saraos, cuando era senador estatal, así que nos escucha pacientemente durante diez minutos, diciendo que dejemos el papeleo a uno de sus asesores. Tener una relación con él es una ventaja, por descontado; el tipo ha escuchado y sufrido varias conferencias nuestras en Connecticut, y está bastante convencido. Nos pregunta más sobre dónde está la legislación («¡sólo necesita tu apoyo!») que otra cosa. Al rato se despide, disculpándose que tiene que ir a un acto para recaudar fondos de campaña para otro representante.

¿Qué nos espera en la oficina de Jim Himes? ¿Sobreviviremos al interrogatorio? ¿Conseguiremos que un representante descubra el problema de hambre en su distrito? ¿Qué secretos ocultan los misteriosos edificios del Senado? ¿Qué trampas nos esperan en el despacho de Joe Lieberman? ¿Agredirá el escritor a uno de sus asesores? ¿Qué clase de mensaje subliminal pro-poldavo lograremos insertar? Las respuestas, esta noche.


7 comentarios

  1. Война dice:

    Muy curioso. ¿Tiene datos o conocimientos de quién acude a presionar a los republicanos? No creo que todos sean empresas energéticas, armamentísticas, aseguradoras,…

    Un saludo

  2. Roger Senserrich dice:

    Uy, sobre eso hay libros y libros. No son sólo empresas «malvadas»; sin ir más lejos, la gente de mi conferencia que venía de estados republicanos fue a hablar con sus legisladores igual. En política siempre intentas hablar con todo aquel que quiera escucharte, aunque pasen de tí olímpicamente. Nunca sabes cuándo pueden convertirse en un aliado.

    Claro está que los republicanos tienen más donantes de sectores con más dinero, y sus visitas son más de gente de ese lado que no de ONGs muertas de hambre, pero todo el mundo incordia. Después explico más sobre cómo «escuchan» por eso. Es divertido.

  3. Creu dice:

    Y a mi me resulta bizantina la política española… ¿Como puñetas logran sacar algo adelante?

  4. Roger Senserrich dice:

    Creo que con todo lo que he hablado de sanidad queda bastante claro que básicamente apenas son capaces de atarse los zapatos. 🙁

  5. Beukelaer dice:

    Bibliografía: «Memorias encontradas en una bañera», de Stanislaw Lem.

    Un saludo.

  6. Marc Fargas dice:

    «Creo que con todo lo que he hablado de sanidad queda bastante claro que básicamente apenas son capaces de atarse los zapatos. :-(»

    Ah, te fijaste bien? Yo diría que no llevan cordones 😛

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