La política americana estos días está sumida en un sopor extraño. En el congreso, no hay actividad legislativa alguna, a la espera de la confirmación de Ketanji Brown Jackson al supremo. En la Casa Blanca se debaten entre echar la culpa del inmovilismo a los republicanos, de la inflación a Putin y de su impopularidad a que los americanos no parecen entender lo bien que les van las cosas, mientras concentran casi toda su atención a la política exterior.
Con los sondeos dándole a los demócratas cifras cada vez más atroces y el senado a la espera de si Joe Manchin quiere aprobar algo o no (parece que sí), la administración Biden ha intentado cambiar la conversación con el documento que incluye sus prioridades de la forma más explícita posible, los presupuestos.
Antes de empezar a hablar en detalle de lo que incluyen los presupuestos, permitidme una nota rápida sobre el galimatías legislativo que es el presupuesto federal americano.
En el sistema político americano, no lo olvidemos, quien lleva la voz cantante en materia fiscal (“the power of the purse”, el “poder del monedero”) es el congreso. El documento que presentó Biden el lunes es lo que se conoce como su budget request, o “petición presupuestaria”. En él, la administración incluye sus recomendaciones sobre nivel de gasto, las prioridades de la administración, y lo que quiere que el legislativo tenga en cuenta, pero no contiene lenguaje legislativo.
En teoría, la Casa Blanca debe enviar sus ideas al congreso a principios de febrero, pero como es habitual en este país, este año van tarde.
El segundo paso del proceso presupuestario es la resolución presupuestaria del congreso (congressional budget resolution). El legislativo, tras recibir el papeleo de la Casa Blanca, hace una serie de audiencias y debates en los comités presupuestarios de cada cámara, que son los que desarrollan los planes presupuestarios, y son llevados y votados en el pleno.
La resolución presupuestaria, sin embargo, no es una ley de presupuestos. Aunque eso hace que no pueda ser vetada por el presidente o está sujeta a filibusterismo, sigue sin ser un texto que autorice al ejecutivo a hacer nada. De hecho, incluye menos detalle que la petición del presidente, ya que su única función es establecer cuánto dinero puede gastar y recaudar el congreso durante los próximos años, junto con una tabla que le da una cifra concreta de gasto a cada comité y subcomité del congreso.
La resolución presupuestaria debe ser aprobada antes del 15 de abril, cosa que no sucede a menudo. De hecho, el congreso muchos años ni se molesta en sacar una adelante (en la década pasada, sólo aprobaron cuatro); las resoluciones incluyen proyecciones para 5-10 años, así que siempre pueden operar bajo la autoridad y límites de gasto del año anterior. Si las dos cámaras están en manos de partidos distintos, el fantasma de presupuestos pasados puede eternizarse.
Una vez está aprobada la resolución presupuestaria es cuando el congreso finalmente empieza a legislar con apropiaciones (appropriations bills), que son las leyes que autorizan el gasto. El legislativo muy, muy raramente saca todas las partidas de una tacada, sino que suelen hacer apropiaciones separadas para defensa, gasto corriente, y otras cosas que vayan surgiendo. Las partidas que son consideradas gasto automático (entitlements, cosas como la seguridad social o Medicare; más de la mitad del gasto federal) no necesitan leyes específicas cada año; si el congreso quiere cambiarlas, debe enmendar la legislación específica que autorizó esos programas.
El congreso suele redactar las appropriations para que cubran el gasto durante un año. A veces, ese plazo se termina antes de que los legisladores aprueben otra apropiación, provocando un cierre del gobierno federal. Eso sucede más a menudo de lo que uno imagina en un país serio, por desgracia.
La petición presupuestaria de Biden, entonces, es un documento importante, pero sólo hasta cierto punto. Es, sin duda, la expresión más clara de la agenda del partido demócrata, pero también es un texto que está sujeto a montones de cambios y maniobras legislativas, y que debe sobrevivir una votación en un senado donde el votante mediano es el gran Zar de todos los Imperios del Nuevo Continente Joe Manchin, senador por West Virginia.
Un ejemplo: la propuesta estrella del presidente era un impuesto sobre la renta mínimo para gente con patrimonios de más de 100 millones de dólares, que deberían pagar al menos un veinte por ciento de sus ingresos cada año. Es una buena idea (aunque su implementación será compleja) y algo que puede recaudar unos 36.000 millones de dólares al año.
Joe Manchin ha dicho que no le gusta la idea, así que bueno, en paz descanse.
El resto del documento que Joe Manchin (aún) no ha enviado a parir tiene dos ejes fundamentales, crimen e inflación. Sobre lo primero, una respuesta a la percepción (bastante errónea) de que el crimen está fuera de control en Estados Unidos, Biden incluye más dinero para policía (así que no, nada de defund the police). Sobre lo segundo, habla de reducción del déficit subiendo impuestos a ricos y empresas, y financiando una serie de iniciativas para reducir el coste de la energía, medicamentos, y guarderías.
No son malas ideas; muchas de ellas estaban, en versiones más ambiciosas, en el programa Build Back Better que Joe Manchin torpedeó alegremente hace un par de meses. Pero lo que sigue ahí es, esencialmente, todo lo que Manchin había pedido: reducir déficit, cambio climático, aumentar los subsidios a seguros médicos bajo la ACA, precio de medicamentos, y guarderías. También quería subir impuestos a los ricos, pero no de la manera que Biden propone.
Es decir: Biden está negociando con Manchin, otra vez, sobre un paquete de medidas para sacar adelante antes de las elecciones de noviembre, y lo está haciendo a través de un documento que es una declaración de intenciones que dice lo que Manchin quiere oír. Más o menos.
Mi sensación es que los incentivos para la Casa Blanca y todas las facciones demócratas en el congreso deberían empujarles a un acuerdo para sacar algo adelante. En vistas del inminente batacazo electoral, es ahora o nunca, y si Manchin es quien va a escribir la legislación, pues que la escriba, siempre que no incluya nada demasiado atroz. Y si hay que subvencionar el carbón otra vez, se hace, vamos.
El obstáculo principal, por encima de todo, no es la desconfianza entre progresistas y Manchin, sino el hecho de que, aunque el senador de West Virginia es el votante mediano en el senado, los demócratas tienen mayorías tan exiguas que cualquier deserción puede acabar con cualquier ley. Ya en diciembre vimos a oportunistas “moderados” oponiéndose a ideas muy populares (y que Manchin defiende) como controlar el precio de los medicamentos; Pelosi y Schumer, los líderes del partido en ambas cámaras, tienen un trabajo complicado para evitar que las negociaciones acaben en una olla de grillos multilateral.
No soy demasiado optimista, pero veremos.