A principios de 1946, George Kennan era jefe adjunto de la embajada de los Estados Unidos en Moscú, y estaba harto. A pesar de sus más de veinte años de experiencia como diplomático, Kennan tenía la sensación de que sus superiores estaban ignorando sus opiniones sobre el nuevo orden de postguerra. Un hombre con una altísima idea de sí mismo y su capacidad intelectual (y algunos ramalazos autoritarios y racistas nada disculpables), estaba convencido que el análisis que estaba haciendo el departamento de estado sobre la Unión Soviética era básicamente erróneo.
La política exterior americana durante la segunda guerra mundial y en los meses inmediatamente posteriores a esta había sido una de quid pro quo, transaccional. Se hacían ofertas y concesiones a Stalin y los soviéticos, y esperaban recibir algo a cambio. Lo que se encontraban, no obstante, es que la URSS a veces respondía de forma beligerante y otras con contención, sin que pareciera responder a incentivos o propuestas concretas. Tras un discurso de Stalin en el Bolshoi especialmente beligerante, los jefes de Kennan le pidieron que les enviara un análisis intentando explicar cuál eran las intenciones soviéticas.
El 22 de febrero, envió su respuesta. En el fuera el telegrama más largo enviado por nadie en el departamento de estado hasta entonces, inmediatamente conocido como el “telegrama largo”. En él, Kennan dibujó, en un texto de 5.000 palabras, su teoría sobre la postura diplomática de la URSS.
La tesis central de Kennan es que la retórica soviética de “lucha entre bloques”, incompatibilidad entre socialismo y capitalismo, y confrontación ideológica era, en muchos aspectos, una fachada. La coexistencia era perfectamente posible; los Estados Unidos y el Reino Unido no tenían la más mínima intención de ir a la guerra, y los soviéticos lo sabían. La beligerancia de la URSS no era por motivos ideológicos, sino estructurales, internos al propio país, una racionalización barnizada de materialismo histórico de lo que había sido siempre la postura internacional desde tiempos zaristas.
Dejadme citar el telegrama:
“At bottom of Kremlin’s neurotic view of world affairs is traditional and instinctive Russian sense of insecurity. Originally, this was insecurity of a peaceful agricultural people trying to live on vast exposed plain in neighborhood of fierce nomadic peoples. To this was added, as Russia came into contact with economically advanced West, fear of more competent, more powerful, more highly organized societies in that area. But this latter type of insecurity was one which afflicted rather Russian rulers than Russian people; for Russian rulers have invariably sensed that their rule was relatively archaic in form fragile and artificial in its psychological foundation, unable to stand comparison or contact with political systems of Western countries. For this reason they have always feared foreign penetration, feared direct contact between Western world and their own, feared what would happen if Russians learned truth about world without or if foreigners learned truth about world within. And they have learned to seek security only in patient but deadly struggle for total destruction of rival power, never in compacts and compromises with it.”
Lo que define al Kremlin, escribe Kennan, es una sensación instintiva de inseguridad, la tradicional postura rusa en relaciones internacionales. Rusia siempre ha sido un lugar relativamente atrasado respecto a sus vecinos, poderoso por su tremenda extensión y recursos, pero vulnerable debido a su estructura estatal relativamente débil y su falta de fronteras naturales. El gran temor ruso de los dirigentes rusos es que sus súbditos descubran lo atrasados que están respecto al resto del mundo y se rebelen, o que el resto del mundo descubra lo débiles que son en realidad. Es por este motivo que Rusia busca siempre su seguridad mediante la beligerancia externa y la represión interna. Creen que, si parecen vulnerables, no pueden sobrevivir.
Las tesis de Kennan fueron recibidas con entusiasmo en Washington, que creyeron encontrar en su análisis (que desarrollaría, dos años después, en un célebre artículo en Foreign Affairs) las bases que definirían la guerra fría. Toda la doctrina de la contención, la estrategia de los Estados Unidos de responder y contrarrestar cualquier intervención soviética directa, parte del telegrama largo. Kennan entendió que la URSS era a la vez expansionista y aversa al riesgo, así que la forma de derrotarles era frustrar sus avances hasta que debilidad intrínseca de su sistema acabara por hundirles.
La estrategia demostró ser acertada. Dejando de lado algunas correcciones necesarias debido a las armas nucleares (que hacen que no puedas responder a todas las agresiones para evitar extinguir la raza humana por completo), Estados Unidos hizo lo que Kennan proponía, y acabó ganando la guerra fría por goleada.
Esa parte de la historia es conocida. Lo fascinante estos días, al releer el telegrama de Kennan, es cómo gran parte del análisis fundamental en el centro del artículo (los líderes rusos son agresivos porque se creen débiles) sigue siendo extraordinariamente relevante. Uno podría reescribir el texto substituyendo “marxismo” por “paleo conservadurismo nacionalista reaccionario” y toda su retahíla de diatribas pseudo ideológicas y el telegrama no sólo sería coherente, sino que seguiría siendo bastante acertado.
Esto tiene poco que ver con esencias históricas o nada parecido; no hablamos del alma rusa, ni tradiciones guerreras, ni nada por estilo. Simplemente, los incentivos de los zares eran similares a los incentivos de Stalin, y estos a su vez son parecidos a los de Putin. El repetido fracaso de Rusia en modernizarse y crear un estado fuerte hace que su política exterior acabe siempre en callejones sin salida parecidos.
Entre el telegrama largo y la Rusia de Putin, sin embargo, hay una diferencia crucial. Kennan habla sobre cómo la Unión Soviética era un régimen paranoico pero paciente. La ideología marxista les daba como agentes de un cambio histórico e inevitable, así que actuaban a largo plazo; cuando un avance soviético encontraba más resistencia de la esperada, podían retroceder, porque creían que el tiempo estaba de su parte. El Putinismo, sin embargo, es una “ideología” (es más una ensalada de ideas reaccionarias, pero vamos) apocalíptica, que cree que el tiempo se está acabando para salvar a Rusia de globalistas, maricones, cosmopolitas y otros progresistas que odian sus tradiciones. Esto quiere decir que mientras que la URSS era agresiva pero cauta, porque creía que estaba ganando, Putin es toma riesgos porque cree que su posición está empeorando. La contención, en este caso, no funciona.
¿Qué podemos hacer con Rusia entonces? Me temo que nada demasiado distinto a lo que estamos haciendo ahora; no apaciguar, sino pararle los pies. Las armas nucleares hacen que no se pueda tener una confrontación directa, así que les ha tocado a los ucranianos comerse el marrón de detenerle.
Lo desesperante, por cierto, es que derrotar a Rusia quizás no baste para estabilizar la región, porque los incentivos para los dirigentes rusos no van a cambiar demasiado. Es curioso pensar como, tras la guerra fría, la partición de la URSS (que no dejaba de ser el imperio ruso con otro nombre) debilitó a Rusia de una manera que repetía los incentivos de antes, aunque restringiendo el país a una esfera de influencia menor.
Pero sobre cómo rescatar a Rusia de sí misma, si acaso, hablamos otro día. Noah Smith tiene una pieza excelente aquí para empezar a pensar sobre ello.