El litoral de Connecticut es muy, muy, muy bonito. Aunque es un estado pequeño (más o menos el tamaño de la provincia de Burgos), tiene más de 1700 kilómetros de costa llena de pequeñas bahías, marismas, playas, estuarios, bosques y rías. Es un lugar lluvioso, fértil, de un verdor deslumbrante en primavera y verano, con ocres, naranjas y dorados encantadores en otoño y nieve fresca y a menudo abundante en invierno. Es un estado lleno de rincones mágicos, playas solitarias y pequeños refugios para veleros perdidos y piratas de otras épocas.
Siendo como es un estado que recibe una cantidad considerable de turistas (es el lugar de ocio de mucha gente de Nueva York), lo esperable sería que fuera posible visitar estos lugares con facilidad. Lo que sucede, sin embargo, es que casi un 80% del litoral del estado está en manos privadas, y que los puntos para acceder a primera línea de mar son más bien escasos. De hecho, sólo hay 317, o uno cada cinco kilómetros y medio de costa. Gran parte de las playas del estado son privadas, y sólo tienen acceso a ellas unas pocas decenas de personas.
Empeorando las cosas, que una playa sea pública no significa, necesariamente, que sea accesible para todo aquel que quiera visitarla. Sólo un 15% de los puntos de acceso son de propiedad estatal; un 15% son privados, 7% propiedad de una entidad sin ánimos de lucro un 2,5% propiedad del gobierno federal. El resto son municipales, y los pueblos y ciudades del estado tienen un largo y poco glorioso historial de restringir el acceso a sus playas, o ser muy selectivos con ellas.
Como os podéis imaginar, porque esto es Estados Unidos, estas restricciones tenían un bien poco disimulado componente racial. Los suburbios ricos de Connecticut, que durante toda su historia han trabajado muy, muy, muy duro para mantener a vagos, maleantes y otros indeseables (léase: pobres y/o negros) fuera de sus comunidades tenían por costumbre prohibir el uso de sus playas a todo aquel que no fuera residente del pueblo, no fuera que la chusma de las ciudades viniera a emborrachar y seducir a sus niños, o algo peor.
Durante los años setenta un grupo de activistas se dedicó a hacer campaña para eliminar esta clase de prohibiciones, llevando varios de estos municipios a juicio. No fue hasta el año 2001 (¡!) cuando finalmente el tribunal supremo del estado invalidó esas ordenanzas, y no por discriminación racial, sino porque violaba su derecho a la libertad de expresión (no preguntéis por qué – el caso es bien extraño).
Por descontado, lo que hicieron esos municipios fue cobrar entrada para acceder a las playas, hacer que la tarifa para los no residentes sea un múltiplo bien poco razonable del precio que pagan los locales, y sólo venderles entradas de lunes a miércoles entre las once y la una, en días pares, durante la luna creciente, y sólo tras rellenar un formulario por triplicado y enviar por email una copia del seguro del coche y el impreso de matriculación (no, no estoy exagerando).
Que te vayas a casa, maldito campesino.
Cada año hay un legislador estatal (Roland Lemar) que presenta una proposición de ley para poner fin a esta pantomima, y cada año es masacrada en comité, sin que pueda ni siquiera oler el pleno.
Aparte del alegre racismo/elitismo de estar por casa que tiene este país y que la gente insiste en verlo perfectamente normal, hay otras cosas completamente incomprensibles.
Pongamos, por ejemplo, Lighthouse Point Park, una playa preciosa propiedad del municipio en New Haven. Es un lugar cómicamente bonito, en la entrada de la larga bahía del puerto de la ciudad; las playas (hay varias – las de la foto son las más pequeñas), de arena fina, están rodeadas por un espléndido parque de 33 hectáreas con bosques, prados, amplias zonas de picnic, pabellones, y un precioso tiovivo de 1905.
Lighthouse Point era lo que se conocía como un trolley park, un parque construido por los propietarios de la compañía de tranvías al final de sus líneas para generar algo de tráfico los fines de semana. New Haven tenía varios, aún hoy servidos por líneas de autobuses que acaban en medio de ninguna parte (¿os acordáis?). El parque cerró a finales de los sesenta, y la ciudad demolió cualquier vestigio de él (excepto el tiovivo), y lo convirtió en un parque y playa pública.
Playa donde, por supuesto, cobran entrada en los meses de verano, y donde los no residentes tienen que pagar más del doble, porque bueno, esto es Connecticut.
Lo fascinante de Lighthouse Point, y de todos los parques y playas públicos en este bendito estado, es que en el parque no hay nada más aparte del tiovivo, propiedad de una ONG que lo abre cuando quiere, un parque infantil, lavabos y duchas, y un gigantesco aparcamiento (cualquiera coge el autobús en este país, oiga). En las 33 hectáreas de parque no hay un triste chiringuito, terraza, carrito de helados, restaurante, o algo que no sea público. Dado que en este sitio de locos los usos urbanísticos de cualquier parcela están, además, muy restringidos, no puedes tampoco salir del parque para acercarte a un bar, restaurante, o tiendecita para comprar una bebida, crema solar, una colchoneta o una sombrilla, porque en un barrio residencial no puedes tener comercio y mezclar usos es comunismo.
Tienes una playa estupenda en un sitio precioso, y no puedes hacer nada que no sea estar en playa. Nada más. Todo el resto está prohibido.
Como nativo del Mediterráneo y ser que ha crecido comiendo en chiringuitos de playa, he preguntado o sugerido más de una vez a concejales, legisladores, y gente parecida sobre la posibilidad de añadir alguna clase de servicios a este parque tan bonito y estupendo. Quizás algo limitado, para probar, como una licencia para que puedan tener camiones vendiendo tacos o bocadillos unos cuantos días durante el verano, o quizás una terraza cerca del agua. Invariablemente me miran como una especie de marciano o un extraño desarrollista que quiere destruir la pureza de lo público en esta bendita playa.
El ejemplo de New Haven, por supuesto, es común en todo Connecticut; Branford (la primera foto y esta de abajo) tiene una playa preciosa con un parque aún más encantador un poco más al este donde no hay un bar en más de cinco kilómetros a la redonda. Es algo extraordinario. El estado tiene un parque natural con una playa gloriosa (Hammonasset) al que sólo se puede acceder por autopista y uno tiene que caminar dos kilómetros para ir al restaurante más cercano. Entiendo ciertos límites para evitar la saturación estilo Benidorm de estos rincones, pero en Connecticut la alergia a construir nada es casi enfermiza.
El motivo, por supuesto, son los NIMBYs (not in my backyard, no en mi patio trasero).
La gente que se ha comprado una casita (o una mansión) cerca de la playa de Branford tiene mucho dinero; hablamos de viviendas que pueden rondar uno o dos millones de dólares. La idea de que el ayuntamiento autorice la construcción de una terraza donde el vulgo pueda divertirse cerca de mi presencia es algo que les parece más que ofensivo, y sabe Dios que el alcalde que lo sugiera será linchado en las urnas de inmediato. Los ricos votan muy, muy fuerte en este país.
Así que así andamos, con un estado precioso lleno de rincones estupendos que no puedes visitar y con las pocas playas donde sí te dejan (tras pagar una entrada abusiva) está prohibido divertirse excesivamente. Este es un sitio bien extraño.
Como todo en Estados Unidos, hay una variación extraordinaria sobre la legislación de acceso al litoral de un estado a otro, especialmente entre los de la costa este, mucho más restrictivos, y los de la costa oeste, más abiertos.
En California, un 60% del litoral es público, y un 75% es plenamente accesible; la legislación de acceso no es tan permisible como la española (que es, de lejos, de las más abiertas que conozco), pero se le acerca bastante. En Florida, mientas tanto, sólo un 23% de la costa es pública y, hay aún menos lugares de acceso, en proporción, que en Connecticut. Dos tercios de las playas son privadas. Al contrario que en Connecticut, sin embargo, los hoteles que las controlan a menudo las abren al público (porque así llenan sus bares), porque bueno, es Florida, pero gran parte de la riqueza natural del estado no es accesible en absoluto. Los estados del golfo están a medio camino entre estos dos extremos.
Sólo hay un lugar donde todo el litoral es de dominio público sin restricciones de ninguna clase, hay una zona no edificable a primera línea del agua y hay servidumbres de paso: Puerto Rico, donde sigue en vigor la ley de puertos de 1886 de cuando aún era una posesión española. Como en España, la ley se aplica un poco de aquella manera, pero el urbanismo de la isla es, en muchos aspectos, mucho más racional que en el resto del país.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? Primero, que este es un país muy extraño lleno de leyes qué sólo tienen sentido si se ven desde el prisma de la herencia racial y el extraordinario clasismo de muchas zonas del país. Segundo, la variedad institucional (y urbanística) es considerable, y muchas veces ligada a la historia de cada estado. Tercero, nunca dejará de maravillarme que un país así de rico sea a menudo así de absurdo en sus leyes. Cuarto, y más importante, tenéis que visitar Puerto Rico, que es un sitio estupendo.