Llevo toda la semana leyendo comentarios ahí fuera insistiendo que salir de Afganistán es un error tremendo porque estamos dándole una base de operaciones a los jihadistas radicales desde donde poder preparar y lanzar ataques terroristas. De todas las excusas para justificar ocupaciones imperiales indefinidas esta es, de lejos, la más absurda, y también la más peligrosa. Veamos por qué.
Para empezar: los terroristas no son malvados de película de James Bond. No necesitan tener una base secreta en un volcán o una de esas maravillosas bases secretas de Bin Laden que la prensa británica se inventó a finales del 2001. Lo único que necesitan es un puñado de tarados, alguien que les suministre cosas que explotan, y un objetivo de oportunidad.
Esto en España deberíamos saberlo con meridiana claridad, porque los atentados del 11-M fueron preparados en Leganés con explosivos asturianos, sin que hubiera ninguna fortaleza en los desiertos de Yemen dando instrucciones. Los atentados terroristas recientes en Europa (Bataclan, Bruselas, Londres, Niza…) han sido siempre organizados por gente que vive en el país, no superagentes internacionales que lanzan ataques desde su guarida en un santuario de ultramar.
Incluso si el argumento de que Afganistán puede ser un santuario o foco de financiación de terroristas tuviera alguna lógica, debemos recordar que el mundo está plagado de sitios parecidos. Libia, Siria, Somalia o Yemen son estados igual de fallidos y teóricamente igual de propensos a tener supermutantes jihadistas que van a matarnos a todos, y bien que no nos dedicamos a invadirlos. Y por supuesto, si nos ponemos a bombardear estados que financian terroristas, deberíamos empezar invadiendo Arabia Saudí, y buena suerte con esa aventura.
Lo más importante, sin embargo, es algo de lo que escribí hace varios años, tras el atentado en Bruselas, y que sigue siendo igual de válido: el terrorismo islámico no es una amenaza existencial para occidente, y cualquiera que diga lo contrario os está mintiendo. Dejadme citar del artículo, porque sigue siendo válido:
En contra de lo que algunos dicen, no estamos ante una amenaza existencial contra la civilización, cultura y democracia europeas, y desde luego, no estamos ante un enemigo que exija una respuesta militar inmediata o futura. Veamos por qué.
Empecemos con un poco de perspectiva, mirando hacia finales de los años setenta. En 1979, según datos de la Global Terrorism Database, Europa Occidental registró 1.019 ataques terroristas, o casi tres atentados al día. 223 de esos atentados tuvieron víctimas mortales; el total de muertes fue 301 personas. El peor fue el 27 de agosto, cuando el IRA asesinó 18 soldados británicos en una emboscada en Warrenpoint haciendo estallar dos bombas.
De 1973 a 1980, Europa sufrió entre 250 y 400 muertes en atentados terroristas cada año, sin excepción, con más de 10 atentados cada semana. La cifra de víctimas se mantuvo por encima de los 200 hasta 1990. El año con más víctimas fue 1988, con 440, debido a la bomba en el Pan Am 103 en Lockerbie. Entre 1995 y hoy apenas hay atentados con víctimas; el 2004, con los ataques del 11-M, es una de las contadas, horrorosas excepciones.
¿Quiénes eran los terroristas en los turbulentos años setenta y ochenta? Una combinación de terroristas islámicos (nadie se acuerda, pero la Jihad Islámica mató 18 personas en Torrejón en 1985), nacionalistas radicales (son los peores años del IRA y ETA) y una auténtica constelación de grupos ultras, especialmente en Italia y Alemania. Los atentados casi nunca superaban la decena de víctimas; la violencia era más selectiva, y los ataques menos espectaculares. Pero el volumen de los ataques, y el número total de víctimas, era muy superior a lo que hemos visto estos días de terror jihadista. Los atentados de Bruselas, París, Londres y Bélgica estos últimos años son una tragedia. Son también especialmente traumáticos porque son eventos extraordinarios, súbitas erupciones de barbarie tras dos décadas excepcionalmente tranquilas.
Del mismo modo que Europa sobrevivió los años de plomo de los setenta y ochenta, también sobrevivirá ahora, en la era de los ataques indiscriminados. Las democracias modernas son a la vez muy vulnerables al terrorismo, al ser sociedades libres y abiertas, pero también son increíblemente resistentes a grupos armados. Un gobierno basado en la legitimidad popular y el estado de derecho puede afrontar desafíos a su autoridad durante años ante actores que intenten disputarle el monopolio de la violencia. Cuando un estado no depende para sobrevivir de su promesa de seguridad o crecimiento económico, sino del derecho y las libertades, su capacidad para afrontar el terrorismo es enorme.
Por mucho que digan lo contrario, el Estado Islámico no es una amenaza existencial para Europa. Cada vez parece más claro que ISIS está perdiendo la guerra en Siria e Irak; sus fuerzas armadas ni siquiera son capaces de sobrevivir en una guerra contra las milicias de dos estados fallidos. Incluso en el improbable escenario que fueran capaces de conquistar ambos estados, el PIB combinado de Irak y Siria es menor que el de Bélgica.
La realidad es que el terrorismo no es una muestra de fortaleza, sino de debilidad. Una organización, estado o guerrilla recurre a ataques indiscriminado contra objetivos civiles desprotegidos cuando literalmente no tiene capacidad para hacer nada más allá. El objetivo no es derrotar a su adversario o llevarle a su rendición. El estado islámico sabe que las democracias europeas no dejarán de serlo por unos atentados, y que no pararán de bombardear a ISIS y armar a sus adversarios por ello. Su objetivo es provocar una reacción excesiva, desmesurada, que acabe por debilitarles.
ISIS busca que Europa responda de forma lo suficiente desmesurada como para que sus acciones sea contraproductivas. Occidente podría acabar reprimiendo de forma indiscriminada sus minorías musulmanas, provocando una escalada, o lanzando una ofensiva militar terrestre en Siria que haría que ISIS pasaran de opresores a la resistencia contra la invasión en cuestión de días. En ambos casos, el Estado Islámico se vería reforzado por los errores estratégicos ajenos, no por su propia fortaleza.
Es una autocita larga, lo sé, pero sigue siendo válida; leed el artículo entero si queréis algo sobre soluciones. Soy de la firme opinión de que Afganistán es una guerra que debería haber terminado hace 18 años, siendo generoso. El terrorismo es un problema, pero no es algo que debe guiar la política exterior de Europa o Estados Unidos. El mayor error de occidente este siglo ha sido permitir que un puñado de saudíes suicidas definan quienes somos y cómo pensamos sobre medio mundo durante dos décadas.
Es hora de sacarnos este temor idiota a supervillanos de tierras lejanas, y actuar como adultos de una puñetera vez.
Todo eso es verdad, pero al mismo tiempo no responde a la pregunta ¿Qué hacemos ahora con Afganistán? Porque ahí tenemos un país al que sería muy optimista llamar un estado fallido, dependiente de la ayuda internacional hasta para la mera supervivencia de la población, «gobernado» por una frágil coalición de señores de la guerra, con miles y miles de veteranos que no saben hacer otra cosa que la guerra, y donde se produce mas del 90% del opio mundial… así que ¿Qué vamos a hacer? ¿Nada? Porque si optamos por la inacción lo más probable es que para empezar se produzca una crisis humanitaria, un par de millones de afganos acaben como refugiados camino de Occidente, y los talibanes no cumplan su promesa de prohibir el cultivo y el tráfico de opio, que en cualquier caso tendrán muy difícil cumplir incluso si lo dicen en serio.
Lo mejor para nosotros probablemente sea seguir enviando el mismo dinero (podemos llamarlo «ayuda humanitaria esencial» y todo) y confiar en que los señores de la guerra acaben guerreando entre sí, que es lo único que han hecho durante toda su vida, traficando con opio, y vigilando que nadie juegue al ajedrez, escuche música o vuele cometas, porque la alternativa es que el país acabe convertido en un narcoestado, exportador de opio, de refugiados, y de fanáticos que aparecerán por Sudán, el Sahel, Yemen, etc, etc. Y podemos decir que lo que pase en Afganistán no es problema nuestro, pero la heroina, los refugiados y los fanáticos si que lo son… y ahí es donde yo pienso que para eso mejor no haber salido del país.
A ver, es que el artículo original es 27 agosto y yo lo ví anteayer.
Roger se ha quedado muy corto. Que en general el terrorismo [otro día debatimos si el nombre es apropiado (spoiler: no), pero se usa y no podemos abrir más frentes que los que se puedan defender] necesita taraditos es obvio, pero que muchas veces es instrumentalizado por quienes son sus aparentes objetivos (cuando no un fraude orquestado sin tapujos), eso también sucede y demasiado. Para el caso que nos ocupa, los talibanes originarios fueron creados y financiados por la CIA, luego pasa otra cosa bastante habitual: que el Frankenstein, monstruo de, tiene vida propia.
Por no enrollarme, yo dejaría de preocuparme. El mundo ya ha colapsado a dos grandes zonas, pongamos 1 y 2. La 1 es la zona en que EEUU aún tiene capacidad de *imponer* su voluntad (p.ej. Australia), la 2 es la zona donde EEUU ya no tiene control alguno y no puede imponer nada ni siquiera anticipar, puede confrontar, pero siempre lo hará a un precio muy alto y que no es que no esté acostumbrado, es que nunca antes lo había pagado (quizá con la excepción, la guerra de 1814). Hay una enorme zona que está abandonando el área 1 y no necesariamente quiere ir al área 2, pero sin duda ya no quiere estar en la 1.
Es ahí el lugar e las próximas batallas. Afghanistán es ya área 2, así que es mejor entenderlo cuanto antes.
Bueno, empecemos por decir que el término «terrorista» tiene su origen, como tantísimas otras cosas, en la Revolución Francesa. Un terrorista en sentido estricto era un político, juez, funcionario, policía… implicado en el diseño y aplicación de la política del Terror en 1793-94, aunque se aplicaba en ocasiones a cualquiera que hubiera apoyado el gobierno de Robespierre y los jacobinos.
No está del todo claro, al menos que yo sepa, como pasó a aplicarse a los terroristas anarquistas y los «fenians» (católicos irlandeses) pero puede que sea porque en las décadas después de 1815 no escasearon en Francia lo que hoy llamaríamos atentados, como por ejemplo el del 28 de julio de 1835 contra el rey Luis Felipe en el que murieron 18 personas. Los cometían jacobinos o bonapartistas, pero proporcionaron el nexo que hizo que la palabra sobreviviera.
(Nota: también los hubo antes, como el intento de asesinar a Napoleón con un carro-bomba el 24 de diciembre de 1800; hasta cierto punto podría decirse que el terrorismo es un invento tan francés como la derecha, la izquierda, y tantos otros conceptos políticos).
Pero vamos, que el terrorismo nació con el mundo moderno, con el estado nación, el periodismo, la enseñanza universal, el servicio militar obligatorio, el sufragio universal, etc, etc, etc… es decir, que es inseparable de la «democratización» de la política en el siglo XIX.
Pues mira, estoy de acuerdo. Pero me refería a que el terrorismo ‘occidental’ (entorno CEE-OTAN, para ser preciso) tiene unas similitudes en actividad cuanto menos llamativas, entre cosas que en rigor no tienen nada que ver (IRA, GRAPO, Brigate Rosse, ETA, Baader Meinhof, largo etc, sin olvidar la OAS), cuando este tipo de cosas al otro lado del T.Acero se parecían mucho más a lo que se estila hoy, sobre todo cafres croatas en Yugoslavia (que llegaron a volar aviones de JAT) y bestias pardas sueltas en la URSS, incluido un caso famoso de pistoleros bálticos que se despacharon media docena de transeuntes, lograron asilo político en EEUU y allí volvieron a repetir el hobby, aunque esta vez no contra el comunismo (o sí, a saber).