Este fin de semana fui al cine con mi hija por primera vez desde hacía más de un año. La última película que vimos, pre-COVID, fue Onward; la primera, post-COVID, fue Raya y el Último Dragón. La sala, un sábado a media tarde, estaba casi vacía; aunque los cines están abiertos en casi todo el país sin limitaciones de aforo, la taquilla sigue en cifras abismales. Los estudios llevan meses retrasando estrenos o pasando películas a plataformas de video bajo demanda; aunque la campaña de vacunaciones sigue avanzando, la gente no está volviendo aún a las salas.
Lo que muchas productoras sospechan (y cines temen) es que es muy posible que esos espectadores acaben por no volver. La taquilla americana alcanzó su punto culminante en el 2002, con 1.575 millones de entradas vendidas. Desde entonces, la tendencia ha sido a la baja, lenta pero inevitablemente; en el 2019, a pesar del aumento de la población, la asistencia se quedó en 1.239 millones.
El ganador, por supuesto, es la televisión. Nunca en la historia se habían producido tal cantidad de series de ficción para la pequeña pantalla, y nunca con la clase de presupuestos, talento, y atención que se les está prestando ahora. Y claro, hay que hacerse la pregunta inevitable.
Quizás sea una ocurrencia mía, pero creo que estamos en otro de esos casos en que estamos viendo cómo una transición en tecnología acaba por afectar el arte. Leí alguna vez (y confieso que no recuerdo dónde, pero es una idea demasiado buena como para que sea mía) que el auge de la novela como máxima expresión artística en la literatura occidental tuvo poco que ver con la inspiración de los autores, la influencia del Quijote, y la evolución moral y filosófica europea, y mucho que ver con precios.
Básicamente, desde la invención de la imprenta hasta principios del s.XIX, el coste de fabricar un libro no cambió demasiado. Aunque el diseño original de Gutemberg fue refinado y mejorado, una imprenta podía producir sobre unas 240 páginas la hora. Por mucho que fuera dramáticamente más eficiente que contratar un copista medieval, publicar libros seguía siendo un proceso relativamente costoso, haciéndolos productos de (relativo) lujo. Dado que los escritores querían que su obra llegara a tanta gente como fuera posible y no querían morirse de hambre, el primer recurso de la literatura popular era el teatro, no la novela. Imprimir unos cuantos guiones no era demasiado caro, y los actores aún menos, así que los mejores autores se hicieron dramaturgos, no novelistas, y los libros siguieron siendo cosa de élites.
No es hasta el siglo XIX, con las innovaciones de Stanhope y Koenig, la mecanización, y la invención de la rotativa que el coste de imprimir empieza a caer en picado. Eso, sumado a la producción industrial de papel, hizo que fabricar libros sea mucho más barato, y con ello, abrió paso a la aparición de la prensa escrita, folletines, y la gran novela decimonónica, etcétera, etcétera. Básicamente, Dickens podía ganar más dinero con libros que con obras de teatro, y además las tramas podían ser mucho más ambiciosas. Así que se puso a escribir novelas.
La transición se repitió a principios del s.XX, cuando el cine pasó a ocupar el lugar de la novela como centro del mundo artístico, y sospecho que estamos viendo algo parecido ahora.
Las plataformas de streaming son, en cierto modo, un refinamiento tecnológico del cine que hace la distribución de contenidos muchísimo más eficiente. Pre- internet, la única forma de poder ver una película o serie cuando nos apetecía era o bien acudiendo a una sala de cine o comprando una copia en un soporte físico cuya distribución controlaban los grandes estudios. Las plataformas de video en demanda, sin embargo, rompen este monopolio sobre la distribución; Netflix puede darme lo que quiero ver ahora mismo sin fricción ni barrera alguna. El ancho de banda para dar el servicio tiene un coste casi irrisorio; el punto de fricción son los contenidos, no el acceso a estos.
La tecnología, además, ha permitido que por un lado las televisiones que tenemos en casa sean casi tan buenas como una pantalla de cine, y por otro que producir contenidos sea muchísimo más barato que antes. Filmar en digital es mucho más barato que usando película, y crear efectos especiales convincentes es mucho más asequible que hace 30 años; cualquier serie de acción de TV tiene mejores efectos visuales que cualquier película de los noventa. Además, dado que el streaming no depende de tener una presencia física en ningún sitio, cualquier cosa que se filme tiene inmediatamente acceso a un mercado global. Y dado que el coste marginal de mostrar La Casa de Papel a otra persona es esencialmente cero, las economías de escala de un servicio de distribución de contenidos son descomunales.
De golpe, algo como Netflix puede producir contenidos artísticos mucho más ambiciosos (léase series de ocho horas, no películas de dos), ponerlas delante del público a un precio mucho más bajo, y ganar dinero a patadas con ello. Las salas de cine y los DVD se parecen mucho a una obra de teatro en comparación.
Si este símil se cumple, las salas de cine quizás no estén exactamente en peligro de extinción, pero van a perder mucho, mucho peso en los años que vienen. De igual modo que aún vamos al teatro de vez en cuando, por muy caro que sea, porque hay algo mágico y único de ver y escuchar actores en escena, aún quedarán películas que preferiremos ver en grandes salas rodeados de gente. Quizás sean espectáculos estilo Dune, quizás sea ver pelis de terror, que son mucho más divertidas chillando acompañado.
Pero esas otras películas, como las comedias románticas, thrillers, pelis de espías, y todas esas cosas de “medio” presupuesto que Hollywood solía producir hace veinte años, se irán a Netflix y familia, o se convertirán en series de televisión. Del mismo modo por el que nadie parece escribir obras de teatro épicas sobre reyes medievales estos días, tampoco veremos estrenos en cines de romances adolescentes o comedias juveniles. El dinero ya no está ahí, y el arte, tampoco.
Este cambio de modelo hará, por cierto, que tengamos no sólo muchísima más producción artística, sino que además esta tenga una difusión extraordinaria. Y también hará que lugares como España, que habían quedado relegados a un segundo plano en el mundo del cine, puedan ser centros de producción hiperactivos, ya que ahora todo se estrena en todas partes.
Y sí, esto no es exactamente sobre Estados Unidos y política americana, pero el sector audiovisual es una de las mayores exportaciones del país – unos 50.000 millones de dólares al año. Queda por ver si la industria sabrá adaptarse a este nuevo modelo, y quiénes acabarán con plataformas viables. Pero ese sí es otro tema completamente distinto.
¿No hay fotos del interior del tranvía?
La explicación de costos y medios de producción ha estado muy brillante, sin coñas. Pero ha faltado el mercado. La literatura en el XVII, p.ej. en Francia, ya no es que fuera cara, es que era de elites: el 80% de la población de Francia NO hablaba francés (y Francia era significativamente más pequeña), hablaban de todo, pero no francés (desde vasco hasta alamánico, desde bretón hasta provenzal), y esto también va para el teatro, porque había teatro popular en vernáculas que en la mayor parte de los casos ni siquiera ha sobrevivido. Que el Quijote compensase los gastos de traducción (es algo que cualquier ttaductor puede exhibir con orgullo en su CV, incluso si ha hecho lo que ha podido), cuando hablamos de mercados que debían ser el 1% de la población, lo dice todo. Efectivamente, artículos de lujo. Incluso en Inglaterra, donde sólo se hablaba inglés, las variantes locales podían ser tan ininteligibles como el serbocroata. La revolución francesa fue burguesa hasta el tuétano, estandarizaron el maoísmo (cultural, e incluso científico, nos vendieron el sistema internacional como la Repolla Máxima y el siglo XIX y XX, la explosión tecnológica, tuvo lugar con CUATRO sistemas de unidades, y para el SI el estado más importante en el XX ha sido la URSS, curioso, ¿verdad? O no tanto), porque se trata de pasta, de dinero, de mercados. Mer-ca-dos, de eso siempre ha ido el mito del Progreso. Y les pongo a todos el 42 de talla así sea a golpe de Arbeit Mach Frei. Es que son costes.
Y el cine, como instrumento cultural (incluyendo la propaganda, de forma inseparable), no es ajeno a esto. El cine americano, Hollywoodiense por antonomasia, ha tenido el planeta entero por mercado, y ha establecido sus estándares y sus patrones en su propio beneficio, moldeando a su mercado target en el viaje.
Y eso se acabó.
China tiene 1.410 millones de ciudadanos. La otanidad apenas abarca 900 millones siendo generosos. Bollywood vende mierda para otros 1,41 millardos de ávidos coprófagos culturales. Sucede que ese mercado de 5 millardos potenciales se empezó a ir a la mierda de cagar más o menos en la era Bush (beodo), p.ej. la industria nacionalputinista ha copado el mercado ruso con sus propias inmundicias, además nada de zafiedades, entre ver Capitán Wiscosin Hostias sin Control y Reventando Ukronazis y Desparramando sus Sesos en la Sede de la OTAN, el público ruso (que no putinista, necesariamente) escoge mierda doméstica mejor que mierda importada, por ni hablar ya de donde quedan los retornos de capital (es decir, adónde dejan de ir). Y nótese que el estándar y el patrón es el yanki, están perdiendo la guerra con los estándares de SUS tornillos y SUS tuercas.
Nada nuevo bajo el sol, ¿verdad? Es el increíble mercado menguante, y no sólo afecta al cine. Es el sistema en crisis, menos jalufe, más competencia. Eso, nada nuevo.
Creo que se te ha olvidado otro factor, Roger. Las últimas veces que fui al cine, pre pandemia, la experiencia se estaba volviendo insufrible. Las pantallas – y las salas – encogen mientras que las de nuestros salones crecen, cierto, pero hay algo más que eso. Es cada vez más difícil disfrutar una película mientras los vecinos de butaca comen y beben como Gargantúas y, aún peor, está la fauna que se pasa toda la película arriba y abajo con el teléfono móvil deslumbrando a media sala ¡A veces, hasta levantándolo para fotografiar una escena! Porque el mundo libre perecería si Narciso no informase a todos sus contactos de lo que está haciendo cada 5 minutos…
Si estuviera de humor quizás hablaría de la diferencia entre considerar el hecho de ver una película como un acto individual contra el de verlo como una experiencia colectiva, y comentaría que nadie vería eso como algo grave en un partido de fútbol, pero no estoy de humor. Lo que pasa es que hay demasiados energúmenos incívicos, y punto. 🙂
Tiene usted más razón que un santo. Es horroroso asistir a algunas sesiones de cine con gente merendando palomitas , sorbiendo con las pajitas, etc… además de los continuos comentarios en voz alta
A veure, no siguem tan primmirats, que sent jo xiquet, als anys 60, anàvem tota la família al cine i ma mare portava el sarnatxo amb vi i llimonà, una carmanyola amb les croquetes de bacallar, etc. etc. …i tota la resta d’espectadors feien exactament el mateix.