Quizás sea por el sondeo de este pasado fin de semana en La Vanguardia, quizás sea porque sigo a demasiados independentistas en Twitter, pero tengo la sensación que la sociedad catalana no acaba de ser consciente de la extraordinaria gravedad de los sucesos de otoño. El incesante repetir por TV3 y medios allegados de su lado de la historia parece haber reducido esos eventos, nueve meses después, a una consulta medio seria que fue reprimida por antidisturbios de forma desproporcionada. La votación, que los nacionalistas catalanes oscilan entre tratarla como simbólica («un farol») o la cosa más significativa que ha pasado en Europa desde el tratado de Versalles según les convenga, provocó la ira del estado español, llevando un montón de demócratas inocentes que sólo querían que el pueblo votara a la cárcel.
Es una historia bonita, pero es mentira. Lo que sucedió en Cataluña en septiembre y octubre del 2017 fue algo mucho más radical, profundo y grave que una votación mal convocada y peor reprimida. Lo que vimos el año pasado, y no podemos olvidar, fue como los líderes sociales y políticos que representaban menos de la mitad de la población de una región del país intentaron utilizar las instituciones para provocar un enfrentamiento civil que forzara una reacción represiva del estado, con el objetivo de justificar e imponer una secesión unilateral.
Esto no es una ficción elaborada o una interpretación rebuscada de discursos, declaraciones y programas electorales. Esto es algo que los dirigentes secesionistas pusieron por escrito en un maldito PowerPoint, en una hoja de ruta que no dudaron en implementar. Nadie desde el independentismo se ha molestado a negar la validez del documento, ni a pedir disculpas o perdón por su contenido. Lo primero sería perder el tiempo; es obvio que el documento es válido, ya que los políticos independentistas, Omnium y la ANC lo estuvieron siguiendo a rajatabla (y alardeando sobre ello) ante las cámaras de televisión durante meses. Lo segundo equivaldría a admitir que lo que hicieron era una barbaridad, algo que nunca harán en público.
Porque era una barbaridad. Teníamos a políticos, escogidos por las urnas, con una mayoría parlamentaria que representaba a un 48% de los votantes, que decidieron que iban a usar las instituciones democráticas para provocar choques con el estado. No hablamos de choques normales, conflictos sobre impuestos, sanidad, trenes de cercanías o demás variedades de conflictos democráticos. Los independentistas querían utilizar las instituciones catalanas en formas intencionalmente contrarias a la ley para forzar al gobierno central a tomar medidas, y lo hacían no con la esperanza sino con el objetivo de que las cosas salieran mal. Querían provocar una reacción, Querían que esta reacción implicara a sus votantes, y quereían que un número considerable de gente acabara en el hospital para justificar una secesión.
El hecho que un grupo de gente, desde los despachos de la Generalitat, estuviera tomando decisiones de forma consciente y premeditada buscando crear un conflicto social abierto es de una irresponsabilidad extraordinaria. Los sucesos de octubre fueron graves, pero tuvimos muchísima suerte que las cosas no fueran más allá. A Puigdemont y su gobierno le tembló el pulso el día de la «huelga de país» primero, y en responder a los requerimientos de gobierno después supendiendo la DUI. La manifestación del 8 de octubre seguramente hizo patente el enorme coste que tendría buscar este enfrentamiento. Que los líderes del procés dieran un paso atrás al llegar al borde del abismo, sin embargo, no disculpa la enorme gravedad de lo que hicieron esos meses.
No olvidemos, además, que el referéndum del 1 de octubre no era sólo votar. La «ley de transitoriedad» y la «ley de referéndum«, aprobadas en el parlament por mayorías exiguas, son dos documentos extraordinarios. Con ellos, los políticos independentistas, que no lo olvidemos, nunca han sacado más de un 48% del voto, declararon derogada la constitución, y con ella, todos los derechos y libertades garantizados por ella ante los tribunales. La ley colocaba al parlament como única fuente de poder en Cataluña, sin ni siquiera un atisbo de separación de poderes; el régimen salido de esas votaciones era prácticamente autoritario. Ambos textos constituyen un caso extraordinario de toma de poder por parte de un grupo de dirigentes políticos ignorando de forma completa y absoluta cualquier límite legal sobre su autoridad. Es un ataque directo, sin tapujos, contra los derechos y libertades de todos los votantes catalanes que no compartían sus objetivos políticos, forzando un cambio completo de régimen político sin su consentimiento. Los políticos estaban utilizando las instituciones contra sus ciudadanos.
Esto no debería haber acabado así. La causa a favor de la secesión en Cataluña es un fin político perfectamente legítimo. Es algo que me parece erróneo, pero es perfectamente defendible desde la racionalidad, y era perfectamente posible de perseguir, de forma legal y democrática, dentro de las instituciones. Bajo ciertas condiciones (estrictas y reguladas), estaría incluso a favor de un referéndum de autodeterminación, aunque la independencia me parece una tontería.
En otoño del año pasado, sin embargo, un grupo de políticos catalanes decidieron utilizar conscientemente las instituciones para forzar un enfrentamiento civil. Esos mismos políticos aprobaron leyes que dinamitaban el ordenamiento jurídico por completo, en contra de la voluntad de más de la mitad de la población.
Podemos hablar de cárceles y condenas. La prisión preventiva estará más o menos justificada, unos u otros cargos tendrán más o menos motivos de estar acusados de un delito u otro. No soy jurista; no sé si el tipo penal de rebelión es correcto o no, y no sé si deberían estar ahora entre rejas. Lo que me parece obvio, y que debemos tener siempre presente, es que los medios de los que se acusa a los políticos secesionistas utilizar para intentar conseguir sus objetivos son totalmente injustificables en cualquier democracia.
Arreglemos el problema de una vez. Sentémonos a hablar, no un diálogo entre Barcelona y Madrid, sino entre las dos Cataluñas enfrentadas. Decidamos qué país queremos, cómo y dónde.
Pero no olvidemos nunca, nunca, nunca qué sucedió el pasado otoño.