Desde Weber (en realidad, desde mucho antes) sabemos que un Estado necesita mantener el monopolio de la violencia dentro de su territorio para considerarse como tal. En las democracias contemporáneas, esto encierra un dilema bastante particular. La ciudadanía tiene (afortunadamente) una tolerancia relativamente baja para el uso de la fuerza, algo que tiene varias causas que van desde la pacificación de las costumbres hasta el miedo a y la capacidad de defensa de los abusos del Leviatán, algo que permite la distribución del poder (y su separación) y la existencia de la ley. Así, cuando el ejecutivo decide emplear la fuerza para preservar la integridad del Estado, no lo hace en el vacío, sino que se somete al juicio del público y del resto de poderes públicos, que observarán y evaluarán positiva o negativamente la actuación. Algo que vimos con bastante claridad después del pasado domingo, en España y fuera.
El poder ejecutivo se ve por tanto emplazado a tener en cuenta los costes de cada movimiento en el que emplee la fuerza. No sólo por los daños directos, sino también, en segunda instancia, por su vertiente estrictamente política. Podemos discutir si esto es excelente, malo o neutro para la estabilidad democrática. Pero lo que está claro es que es. Es por ello que la actuación de la policía en el 1-O le ha traído tantos problemas al gobierno central, mientras que ha dejado al independentismo con una cierta posición de fuerza en una parte de la opinión pública de dentro y fuera de España. No sólo eso, sino que le ha dado un agravio al que referirse cuando lo considere oportuno y una pista para futuras situaciones: es probable que el Estado deba usar una cantidad de fuerza sustancialmente alta la próxima vez que quiera impedir una acción de los independentistas si esta es lo suficientemente masiva y decidida, y es posible que esta cantidad supere el umbral de lo aceptable para muchos ciudadanos.
Pero claro, este umbral no es igual para todo el mundo, ni se mantiene constante independientemente de las acciones de la contraparte. Lo primero es obvio, pues no todos los votantes tienen una misma aproximación al uso de la fuerza (es incluso un componente ideológico, si se quiere), y probablemente correlaciona con lo cerca que quien la ejerce esté de sus propias posiciones (y aquí, en cierta medida, se confunde ejecutivo electo con Estado). Lo segundo es quizá más interesante: si quien desafía al Estado usa la fuerza y/o pone en peligro la integridad de conciudadanos, entonces, probablemente, la respuesta estatal será tolerada más fácilmente. Por tanto, quien plantea el desafío también se enfrenta a su propio dilema: puede continuar con él siempre y cuando se mantenga en el plano pacífico. Habrá a quien le extrañe que el Estado y quienes quieren atacarlo se pongan al mismo nivel en este punto. Pero a quien le extrañe, ya tiene un marcador normativo, de «distancia», al que acogerse. Igual que a quien le parezca normal que el Estado pueda ser desafiado sin más ni más.
En resumen: pierde quien primero dispara, y esta «pérdida» es directamente proporcional a la distancia ideológica que exista entre cada persona o entidad y quien lance el primer golpe. En este equilibrio, el diálogo entre ambas partes es posible, sobre todo entre aquellos que se encuentran más lejos de ambos extremos (y más cerca entre sí), pero debe comenzar por reconstruir la confianza. Además, su objetivo es aprovecharse de la heterogeneidad tanto de los que están del lado del Estado como de los ‘desafiantes’: romper una de las dos coaliciones, en definitiva.
Sin embargo, ¿qué pasa si un lado percibe que el otro ya ha disparado, o que está a punto de hacerlo de manera inminente? Entonces la acción de fuerza parece aún más justificada para aquellos que están al otro lado. Y romper coaliciones se vuelve más difícil, pues la línea ya está dibujada (o al menos hay muchos que la señalan), y cruzarla es mucho más costoso.
Creo que hoy algunos ven ya esa línea en España, y otros todavía no. La van tanteando, rodeando, o incluso saltando. Vienen de ambos lados de la misma, porque no tienen claro, no les preocupa o no se sienten cómodos con dónde quedan esos lados. Pero es imposible prever cuánto durará esta situación, o incluso si se revertirá en algún momento.