Internacional

Charlottesville, y el racismo con racistas

15 Ago, 2017 - - @egocrata

Los sucesos de este fin de semana en Charlottesville, Virginia, han atraído una merecida atención. El resurgimiento de la ultraderecha en Estados Unidos es un fenómeno que había pasado bastante desapercibido hasta ahora en los medios americanos, a pesar de que en los últimos meses habíamos visto una preocupante cadena de atentados por parte de esta clase de grupos. La dramática protesta en Virginia, con un ataque terrorista a plena luz del día, ha puesto el tema al fin en portada.

Lo más significativo de los enfrentamientos, al menos a primera vista, fue la aparente negativa por parte del presidente Donald Trump de condenar las acciones de los manifestantes neonazis. Sus declaraciones el sábado fueron extraordinariamente tibias, con un comunicado que mezclaba lenguaje típico de la derecha neoconfederada («honrar nuestra historia«) con un esfuerzo deliberado para no mencionar la palabra terrorismo, neonazi, supremacista o nada parecido. Sus palabras, de hecho, fueron recibidas con júbilo en medios de ultraderecha, donde captaron perfectamente el mensaje.  Trump sólo fue capaz de condenar abiertamente a los neonazis el lunes, en una declaración leída en un teleprompter con el tono de un rehén leyendo una nota de rescate.

Que el presidente de los Estados Unidos condene un grupo de nazis asesinos tarde, mal y a rastras es sin duda algo extraordinario. Lo que es más extraordinario, sin embargo, es la reacción de sorpresa de muchos periodistas ante suceso, ya que no es la primera vez que Trump responde a acusaciones de racismo con abierta desgana. Durante la campaña se tomó varios días antes de rechazar el apoyo de David Duke, ex-líder del Ku Klux Klan, se hizo de rogar casi una semana antes de aceptar que Obama había nacido en Estados Unidos, y nunca retractó del todo sus ataques a un juez latino, entre otros escándalos similares. Trump es capaz de ponerse a insultar a prácticamente cualquier organización, famoso, político o empresa a los tres minutos de que le critiquen (con la excepción de Vladimir Putin), pero sólo ataca a racistas o retracta comentarios racistas, y lo hace a desgana, cuando la presión sobre él se hace insoportable. La explicación más simple y convincente de este fenómeno, apoyado por la evidencia de que el tipo se rodea de racistas y no deja de hacer comentarios racistas, es que Trump es probablemente racista, y lo es desde hace mucho tiempo.

El problema, sin embargo, no son los racistas de Charlottesville, estos cretinos fascistas capaces de desfilar por una ciudad con cruces gamadas y banderas esclavistas. Este racismo abierto, explícito y doloroso está en auge, ciertamente, y tiene simpatizantes en la misma Casa Blanca, pero es minoritario, casi universalmente condenado y políticamente tóxico. El racismo con racistas vociferantes y antorchas es, probablemente, cosa del pasado.

El racismo sin racistas, sin embargo, sigue ahí, sigue sin ser discutido, y sigue siendo el gran motor de la desigualdad racial en Estados Unidos. La expresión, si no estoy equivocado, fue popularizada por Eduardo Bonilla-Silva, y se refiere a la miríada de prejuicios, sesgos, instituciones y reglas discriminatorias presentes en la sociedad americana que no tienen culpables explícitos ni turbas iracundas con antorchas detrás, pero que son fuente constante de desigualdad.

Cosas como regulaciones de urbanismo que restringen la construcción de viviendas de bajo coste en los suburbios (parcelas mínimas de un acre, por ejemplo), que sirven para concentrar la pobreza (y minorías) en zonas urbanas. Discriminación invisible como el hecho que tener un nombre típico latino o afroamericano haga que la probabilidad que escojan tu CV para una entrevista de trabajo sea menor. Prácticas bancarias que hacían que se ofrecieran hipotecas subprime a familias de color incluso cuando tenían buen crédito. Legislación penal y prácticas penales discriminatorias. Es el racismo no de los fanáticos con capirote, sino de los tipos trajeados que tienen prejuicios y no son conscientes de ello.

Charlottesville, y la patética reacción de Trump, hará que se hable de fanatismos, nazis y la persistente, enfermiza nostalgia de la extrema derecha con los «héroes» confederados de la guerra de secesión. Dudo mucho, sin embargo, que abra un debate sobre el otro racismo, el institucional, que la administración Trump no sólo niega sino que está esforzándose en ampliar.

Durante años, la derecha americana había apoyado este racismo hablando en código, intentando al menos esconder sus ideas detrás de retórica pomposa. Con Trump este racismo ha pasado a ser en voz alta, dando pie a la masa enfurecida que vimos el sábado en Virginia.

Incluso desde la incompetencia legislativa, esta administración hará mucho daño.


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