Todas las constituciones serias del mundo, sin excepción, exigen un procedimiento legislativo distintivo y agravado para su reforma. La constitución es, al fin y al cabo, el documento que detalla las reglas del juego en un estado de derecho; son las normas, derechos e instituciones que se consideran más allá del debate político convencional. Del mismo modo que un equipo de fútbol no puede decidir en medio de un partido que placar oponentes ahora forma parte de las reglas del juego y que una melee es como se deciden todos los balones divididos, los partidos políticos se supone que no pueden cambiar las normas que rigen el sistema político a mitad de una legislatura.
La idea detrás de la «ley de ruptura» que Junts pel Sí y la CUP pretenden sacar adelante durante los próximos meses es casi literalmente este escenario de cambio de reglas unilateral. Los dos partidos secesionistas obtuvieron el 47,8% de los votos en las últimas elecciones autonómicas catalanas (y un 32% en las generales del año pasado, aunque esas figura que no cuentan en el imaginario independentista). Los sondeos, una y otra vez, reflejan unas expectativas de votos parecidas para los dos bloques en unas hipotéticas elecciones. La opinión pública catalana lleva desde tiempo inmemorial dando el mismo porcentaje de voto a los partidos nacionalistas catalanes; la mayoría absoluta en la cámara es el resultado de la (inexistente*) ley electoral catalana, no de una hegemonía secesionista. Siempre ha habido un empate entre los dos equipos en el parlament; Puigdemont, Junqueras y familia, sin embargo, han decidido que eso les basta para decir que en vez de fútbol hoy toca jugar a rugby.
Francamente, es un espectáculo ridículo, en no poca medida porque los implicados están contradiciendo la propia «legalidad catalana» que dicen respetar. Una reforma del estatut, que es la ley que todos los partidos catalanes (excepto el PP) aprobaron como documento fundamental que rige las relaciones de Cataluña con el resto del estado, requiere una mayoría de dos tercios en el parlament. Los independentistas parecen ser de la opinión que disolver esa relación y cambiar radicalmente la estructura institucional del país requiere de mayorías parlamentarias menores que las necesarias para aprobar una ley electoral catalana*, escoger los miembros del consell de garanties estatutàries, el síndic de greuges, la sindicatura de comptes o aprobar la ley de finanzas locales de Cataluña.
El pretexto utilizado por los independentistas es siempre el referéndum, el «dret a decidir«. Dado que el equipo oponente y el árbitro se niegan a jugar a rugby, los futbolistas rebeldes han decidido que lo mejor es preguntar al público y que decidan ellos. Por supuesto, las reglas de la votación se las van a inventar sobre la marcha, la normativa del nuevo deporte la van a redactar ellos en secreto, el árbitro lo escogerán y controlarán directamente, y ni siquiera se van a molestar a obtener el consentimiento de todos aquellos que resulta que quieren ver fútbol. El borrador que anda circulando sobre el proceso de transitoriedad añade asambleas participativas e historias variadas, como si un montón de asambleas organizadas desde el gobierno fueran a dar un resultado que el gobierno no quisiera.
Defender la secesión de Cataluña es algo perfectamente aceptable. A mí me puede parecer una mala idea, y el amor y aprecio que tengo por mi país y nación** harán que me oponga a ella e intente derrotarla en las urnas, pero es una postura política perfectamente razonable y racional. Lo mínimo exigible a aquellos que quieren la independencia, sin embargo, es que la defiendan mostrando al menos un mínimo de respeto a aquellos que no están de acuerdo con ellos o a las instituciones que dicen querer mejorar.
Esto exigiría al menos ofrecer ideas y procedimientos con un cierto nivel de humildad, extendiendo garantías explícitas adicionales a quienes no son independentistas. Deberían al menos ofrecer ideas constructivas al gobierno central, como presentar una propuesta de reforma de la constitución (los parlamentos autonómicos pueden enviar proposiciones de ley al Congreso, incluyendo una reforma constitucional), en vez de actuar como si las normas no van con ellos. Deben dejar de llamar fascistas enemigos del pueblo a cualquier persona que ose a llevarles la contraria. Deben dejar de instrumentalizar las instituciones para hacerse favores a si mismos, sin atender a la pluralidad de opiniones en el electorado.
Es innegable, y es algo que he dicho repetidamente, que la actitud de Mariano Rajoy el gobierno central dista mucho de ser adecuada o aceptable. Es errónea en su tendencia a retrasar el problema, en vez de intentar arreglar problemas obvios, notorios y claros en el sistema autonómico (financiación, distribución competencial, papel de las autonomías en decidir sobre normas estatales y europeas que las afectan…) y en los mecanismos de representación en España. Es inaceptable por su resistencia absurda a reconocer que, mal que les pese, cerca de la mitad de los votantes de Cataluña quieren irse del estado, y es una petición que debe ser tomada en serio***. Es absurdo que el gobierno y parlamento españoles rechacen considerar soluciones a problemas reales por el mero hecho que las opiniones de un número considerable de votantes en una región les incomodan.
Aún así, esto no basta por justificar la adopción por parte de los independentistas de una idea entre populista y mesiánica de la política, así como la adopción de prácticas más propias de una república bananera que de una democracia avanzada para tomar decisiones. La Generalitat parece instalada en la idea que es más importante imponerse que crear unas reglas del juego mínimamente aceptables.
No me cansaré de decirlo: el problema de fondo del conflicto entre Cataluña y el resto de España es que nadie quiere solucionarlo. El borrador de la «ley de transitoriedad» al menos ha dejado claro que los independentistas ni siquiera están haciendo el conato de intentarlo.
*: Cataluña no tiene ley electoral propia, ya que los partidos políticos nunca han sido capaces de ponerse de acuerdo en una. Los partidos nacionalistas catalanes son los que más se entusiasman con esto de la voluntat del poble, pero están la mar de contentos con la ley estatal que da un montón de escaños adicionales a Lleida y Girona.
**: Mi país es Cataluña. Soy catalán. Me opongo a la secesión porque creo que sería devastadora para mi país, no porque sea un agente de Madrid.
***:Incluyendo un referéndum pactado, exigiendo una mayoría cualificada o mayoría del censo, y votos suficientes en todo el territorio catalán.