Política

La ciencia política en tiempos de lobbying (III)

21 Mar, 2017 - - @egocrata

Primera parte, segunda parte

Pluralismo y grupos de interés

El viejo chiste entre activistas en Estados Unidos es que en política si no estás en la mesa eres parte del menú. Dicho en otras palabras, cuando se está negociando legislación, presupuestos o regulaciones sobre un tema específico, los actores que no tienen una presencia activa en el proceso de toma de decisiones son habitualmente los que acabarán pagando los platos rotos, sea porque les caen a ellos los costes, sufren un recorte presupuestario o una normativa les perjudica.

Aunque el chiste no es estrictamente cierto (a menudo hay políticos que se toman su papel de representantes muy en serio), la realidad es que en el día a día en Hartford tener presencia en el capitolio es importante. Los grupos de interés tienen un papel a menudo considerable en el proceso de toma de decisiones, y cómo participan y afectan el debate es más que relevante.

El texto fundacional del pluralismo como teoría de representación política es el «Who Governs?«, de Robert Dahl, un libro de 1961 que describe el funcionamiento del sistema político de la ciudad de New Haven, Connecticut. Confieso que Dahl me pareció un poco aburrido cuando lo leí en la carrera; no me acordé de que el libro hablaba precisamente de New Haven hasta que me puse a escribir estos artículos.  Mis temporadas en el capitolio, sin embargo, han hecho que su explicación me parezca ahora mucho más relevante.

La idea central del pluralismo es que un sistema político es una negociación constante entre una multitud de grupos de interés. Estos grupos tienen valores, prioridades y objetivos distintos, y ráramente tienen una agenda política global. El proceso de toma de decisiones consiste en varios centros de poder, instituciones o departamentos más o menos separados e independientes, cada uno debatiendo y decidiendo sobre las políticas públicas que dependen de su área.

A menudo, estos centros de poder actúan y deciden sin que nadie les moleste; por ejemplo, el comité de medio ambiente, el departamento de medio ambiente, los ecologistas y los grupos que representan agricultores pueden llegar a acuerdos sobre regulaciones que afectan a zonas rurales sin que nadie les moleste ni que haga falta llevar nada al pleno. El departamento de universidades, los sindicatos de profesores y los decanos pueden decidir junto con los legisladores del comité de educación superior que hay algo que necesita ser regulado, y trabajar en normativa o legislación de forma conjunta para que eso suceda. Estos acuerdos pueden salir tras discusiones francamente airadas en comités, consejos asesores, alianzas por la educación infantil o hilos de correo electrónico (he participado en algunas), pero en general cuando se llega a un consenso (o alguien pierde por goleada un debate, que también pasa), las cosas se ponen en práctica.

Lo interesante, claro está, es cuando el centro de poder en cuestión no llega a un acuerdo y se «escala» el conflicto hacia el proceso legislativo en general, la decisión tomada entra en conflicto con la de otros centros de poder (casi siempre porque cuesta dinero), u otro centro de poder intenta «invadir» la esfera de decisiones de un vecino, y se tiene que arreglar con legislación. Es entonces cuando los a menudo inamovibles «triángulos de hierro» de reguladores, legisladores y regulados se rompen, y cuando vemos cambios en el sistema.

El aspecto de la pelea y cómo evoluciona en el proceso legislativo varia según los implicados, su poder real y su nivel de apoyo, pero acostumbra a ser bastante previsible. Si la ley propuesta tiene un grupo de perdedores claros o un sector económico que verá su funcionamiento interno perjudicado, la probabilidad de que esta ley salga adelante depende en gran medida de la capacidad organizativa de los afectados, por un lado, y de si existe o no un grupo de «ganadores» al otro lado que pueda movilizar apoyos a la ley.

Lo más divertido, y surrealista, es que el grado de apoyo y oposición en el capitolio a un cambio legislativo a menudo tiene muy poco que ver con su importancia real. Mi ejemplo favorito, y recurrente, son los decoradores de interiores.  Se dice que en Connecticut es más fácil conseguir el título de auxiliar sanitario (paramedic) que la licencia para ejercer de decorador de interiores. Aunque suene a chiste, resulta ser bastante cierto. Para conseguir el certificado que te permite ejercer de forma oficial es necesario haberse sacado al menos una diplomatura en decoración de interiores o ser arquitecto (¡!) y haber trabajado dos años en el sector antes de poder presentarte al examen de acreditación nacional. No me preguntéis la racionalidad de este arreglo, porque nadie ha sabido dármelo. Supongo que será para proteger a los habitantes del estado del uso excesivo de estampados de piel de leopardo o algo por el estilo.

Lo que sé de sobras es por qué no hay santa manera de sacar adelante una ley estatal que desmantele este chiriguito/cártel que tienen los decoradores: la American Society of Interior Designers, sección Connecticut, son un puñado de pelmas insufribles. Las licencias profesionales son competencia del comité de trabajo (labor), habitualmente dominado por legisladores cercanos a los sindicatos. El arreglo tácito es que el comité no se mete demasiado en cuestiones como los requerimientos para poder trabajar como encofrador, vidriero o fontanero porque el sistema de aprendices está gestionado por las organizaciones de trabajadores. Los legisladores son socializados con entusiasmo en las virtudes del trabajo bien hecho y las regulaciones restrictivas. Esto hace que cuando otras profesiones pidan protecciones similares, labor casi siempre pase por el aro.

De vez en cuando, sin embargo, un legislador joven, entusiasta y un poco inconsciente (a menudo desde otro comité) plantea una ley para eliminar las licencias para cosas como diseñadores de interiores. Es entonces cuando los decoradores y sus lobistas entran en acción, y literalmente inundan el capitolio de cartas, llamadas y correos electrónicos oponiéndose a la medida. Cuando hay una audiencia pública para discutir la ley, una pequeña horda de decoradores se planta para testificar sobre los horrores de la desregulación («¿Qué será lo siguiente, cirujanos sin título?«). En el otro lado, mientras tanto, sólo está el pobre legislador joven que no era consciente de la cantidad de gente pegando gritos que puede llegar a llamarle en la oficina y con suerte un think tank medio perdido diciendo que las licencias son mala idea. Ante este escenario, los legisladores de labor, naturalmente poco predispuestos a regular nada, acostumbran a hundir la ley.

Para que una ley consiga romper las inercias y coaliciones existentes nunca basta con que sea una buena idea; el texto necesita como mínimo tener actores poderosos apoyándola, ganadores claros dispuestos a movilizarse y buscar apoyos y construir coaliciones alternativas de grupos de interés para aprobarla, y una dosis de potra considerable. Es algo que confieso no he visto que suceda demasiado a menudo, y cuando lo ves es casi como ver un unicornio. La única vez que sacamos algo parecido adelante, fue casi por casualidad – una ley que nadie se esperaba que fuera a salir adelante, incompleta y poco detallada precisamente por ese motivo, que acabó recibiendo el apoyo de dos legisladores clave en el momento preciso porque querían vengarse de un departamento estatal en concreto. Implementar la chapuza subsiguiente fue toda una historia que dejo para otro día.

La mayoría de leyes que se aprueban en el capitolio cada año,  por lo tanto,son la pura definición de incrementalismo, un pequeño cambio a una sección de una ley que mueve la agenda un poco hacia adelante. Estos cambios pueden ser conseguir más dinero para un programa de educación infantil, cambiar qué clase de delitos hacen que un chaval de 16 años sea juzgado como un adulto o un cambio sobre el sistema admisiones en las universidades públicas del estado. Muchas de estas leyes no tienen perdedores obvios, y si los tienen, no están demasiado movilizados o no creen que la ley será un problema grave.  El truco, digamos, es conseguir padrinos con poder de decisión y evitar que nadie se enfade demasiado, otra vez.

Lo interesante, en todo caso, es que la respuesta de Dahl sobre quién gobierna resulta ser bastante acertada. Una poliarquía compleja como es un estado, región o ciudad no es regida por su gobernador, presidente o alcalde de forma omnímoda, sino que el proceso de toma de decisiones depende en gran medida de qué temas «emergen» del sistema de gobierno en general hasta llegar a su despacho. El jefe del ejecutivo y los líderes de la cámara de representantes y senado obviamente tienen una agenda política, pero su capacidad para sacarla adelante se ve mediada por la resistencia institucional al cambio, la cantidad de tiempo y energía disponible para superarla y el volumen de problemas y conflictos ajenos a sus preferencias en los que deben mediar.

En el capitolio en cada periodo de sesiones hay miles de propuestas de ley en comité, y cientos que llegan al pleno. Un porcentaje altísimo de ellas son sobre temas de los que el gobernador o los líderes de los partidos tenían demasiada idea, pero que un centro de poder en alguna esquina perdida del sistema de gobierno del estado ha decidido solucionar a galletazos o anda intentando colonizar algún sector nuevo a golpe de legislación. El gobernador es a menudo un distribuidor de poder, más que un decisor estricto, reaccionando de forma más o menos estratégica a todos los temas que se le vienen encima.

Pero sobre decisiones estratégicas y demás hablaremos otro día. La racionalidad limitada del legislador da mucho que hablar.


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