Economía

Crecer en la jungla: The Wire y las transiciones a la edad adulta

26 Ene, 2017 - - @egocrata

The wireEste mes Javier Cigüela Sola y Jorge Martínez Lucena han publicado un libro en Editorial UOC que gustará tanto a seriófilos como a gente interesada en la pobreza urbana en Estados Unidos y más allá: «The Wire University — Ficción y sociedad desde las esquinas«. Los editores me pidieron que escribiera un artículo, y me han permitido reproducirlo en Politkon. El resto del libro es aún mejor, así que ya sabéis que toca

El centro social era una de esa clase de lugares donde el comedor tiene cuatro mesas completamente distintas, de cuatro donaciones diferentes. Las sillas eran de hierro, metálicas, oxidadas, incómodas. El grupo no era demasiado grande, siete u ocho adultos a lo sumo, algunos con sus hijos. Me habían dicho que serían al menos quince. Era una tarde lluviosa a finales de octubre, y ahí estaba yo, en un comedor medio vacío en un barrio pobre de una ciudad medio olvidada de Nueva Inglaterra, repartiendo folletos durante la cena.

Hace cosa de cuatro o cinco años, parte mi trabajo consistía en ayudar a gente con pocos ingresos a apuntarse a programas de ayuda social, como SNAP (Supplemental Nutrition Assistance Program, ayuda para comprar comida), Medicaid (seguro médico) o Care4Kids (guarderías). Ese día me tocaba hacer una presentación sobre SNAP en un centro social juvenil en un barrio especialmente deprimido de New Haven. En las dos últimas semanas habían sufrido tres homicidios, así que supongo que eso explicaba que la gente no estuviera de humor como para venir a comer pizza y escuchar a alguien respondiendo dudas sobre papeleo. Mi idea era dar una presentación tan rápida como fuera posible y largarme hacia casa. Lo de ayudar a la gente lo iba a dejar para otro día menos húmedo.

Las reglas para solicitar SNAP, empecé a explicar, son sencillas. Hay un límite de ingresos mensual, que depende del tamaño familiar, requisitos de ciudadanía e inmigración, y ciertos requisitos laborales. Bastaba mirar la tabla que había circulado, llena de numeritos y cifras, para dirimir si uno podía recibir SNAP.

Antes que pudiera sacar la solicitud (12 páginas) para explicar cómo rellenarla, una chica de unos 18-20 años levantó la mano. La cuestión, en su caso, es que no sabía si estaba por debajo del límite de ingresos; estaba trabajando a tiempo parcial en un Wal-Mart y los horarios le cambiaban constantemente. La semana pasada le dieron 30 horas, así que ganó $250, pero esta semana no iba a pasar de 20, así que ganaría menos de $150. ¿Cómo tenía que calcular ingresos?

Tras mi respuesta (larga y complicada: las reglas sobre cómo calcular ingresos no son sencillas) otra chica levantó la mano. Vivía con su novio, y su hijo de una relación anterior a veces se quedaba con ellos durante largas temporadas, normalmente siguiendo los arrestos, detenciones y estancias en rehabilitación de su expareja. ¿Qué tamaño familiar debían utilizar para calcular el límite de ingresos? ¿El dinero que recibía de manutención de su ex para su hijo contaba cómo ingresos? ¿Qué debía hacer los meses que se olvidaba o no podía pagarle?

Contesté, de nuevo, con otro torrente de normativa y reglamentos. Otra mano alzada, casi de inmediato, esta vez un chico preguntando qué sucedía si estaba aún en el instituto, pero viviendo sin sus padres. Después alguien preguntaba sobre qué debía poner en lo que pagaba de alquiler si estaba durmiendo en el sofá en caso de un amigo. Otro me preguntó sobre cómo contar el recibo de la luz si había dejado de pagarlo. Siguieron preguntas sobre embarazos, inmigración, antecedentes penales, despidos, pluriempleo, parejas inestables, ahorros perdidos. No iba a ser una charla de quince minutos, ni de treinta. Acabé hablando más de dos horas.

Todos los asistentes a esa cena tenían entre 16 y 23 años. Todos ellos estaban trabajando, buscando trabajo o intentando trabajar y estudiar al mismo tiempo. Todos ellos era la clase de personas que los programas sociales del gobierno (SNAP, Medicaid, Care 4 Kids) pretendían ayudar. En todos los casos, sin excepción, las aparentemente simples normas y reglar para recibir ayuda apenas se adaptaban a su realidad a la de sus familias. La vida de todos ellos era, inevitablemente, demasiado caótica o complicada como para que pudiera resumirse fácilmente en un impreso, incluso en uno de más de 20 páginas.

Hablando con ellos, de sus historias, de los problemas, dilemas, riesgos, quejas y barreras a los que se enfrentaban, había una historia común. Sus vidas estaban marcadas por la urgencia, en todos los sentidos. Urgencia de responder a necesidades inmediatas, desde cómo pagar el alquiler este mes a buscar a alguien que le cuide a la hija de tres años cuando su jefe le dé el turno de noche, de forma imprevista, en el drive-thru del McDonalds.

Pero también se enfrentan a una urgencia vital, nacida de la necesidad de tener que responder a retos de una vida adulta mucho antes de lo que ninguno de ellos esperaba. Cuando una chica de 17 años de clase media se queda embarazada, normalmente tiene a su alrededor una red que puede apoyarle. Sus padres están ahí, dispuestos a ayudarle y darle consejo. Tiene acceso a médicos; puede hablar con familiares, puede volver al colegio después del parto. Puede pensar en adopción o un aborto. Cuando Clara, una de las chicas con las que hablaba esa tarde de octubre, se quedó embarazada, su madre alcohólica le dijo que se buscara un trabajo y un lugar donde vivir. Nunca había conocido a su padre biológico; su padrastro estaba encarcelado. Quisiera o no, Clara debía tomar decisiones de mujer adulta, por mucho que tuviera 17 años.

En el mundo real, como en The Wire, la infancia no dura demasiado tiempo. Lo vemos en la vida de multitud de personajes a lo largo de la serie, especialmente en la excepcional cuarta temporada. Historias como la de Duquan Weems, un estudiante que debe valerse completamente por sí mismo, ya que los adultos en su vida son drogadictos. Randy Wagstaff, mientras tanto, depende de servicios sociales, y acaba teniendo un pequeño negocio vendiendo chucherías y bebidas a los traficantes del barrio para sobrevivir. Son niños que tienen que crecer, y hacerlo rápido, sin ayudas, sin guías ni red de seguridad. En ocasiones, la única vía de escape, la única forma de ganar dinero y poder sobrevivir, es el crimen. Los traficantes de droga, paradójicamente, se convierten en familia, empleador y red de protección de aquellos que no pueden ir a ningún otro sitio.

Jeffrey Jensen (2000) describe la época entre los 18 y 25 años como la era de “edad adulta emergente”. Son los años en que los adolescentes y jóvenes de clase media reciben su adiestramiento final, por así decirlo, antes de ser realmente adultos. Son los años de socialización profesional, trabajos mal pagados para ganar experiencia, escoger una carrera laboral y buscar una relación estable. Para aquellos que viven en la pobreza, sin embargo, esos años a menudo no existen. Las crisis vitales, los problemas familiares, un sistema educativo que les deja a medio camino, el crecer en barrios sin oportunidades laborales, la falta de apoyos y capital social les condenan a empezar a tomar decisiones adultas mucho antes que los jóvenes de clase media.

El efecto es a menudo devastador. Stefanie Deluca, Susan Clampet-Lundquist y Catheryn Edin (2016) lo describen de cerca en un estudio que sigue las vidas de 150 adolescentes de Baltimore. Todos ellos crecieron en vivienda pública, en los barrios deprimidos de la ciudad donde transcurre The Wire. La inmensa mayoría de las historias que cuentan es la personas que se ven obligadas a responder a crisis, en ocasiones atroces, que ningún chaval de clase media afrontaría en solitario. Y lo hacen sin ningún margen de error.

Son historias conocidas en la ficción de The Wire, repetidas en el grupo de jóvenes cansados de new Haven hartos de ver gente como yo que viene a darles lecciones. Son chavales con padres ausentes y madres con dos trabajos que tienen que cuidar de sus hermanos pequeños. Son adolescentes al que nadie les ha preguntado si quieren ir algún día a la universidad, que van a colegios donde el fracaso es la norma. Cuando quieren prosperar se ven forzados a decidir sin que nadie les ayude, a menudo en barrios donde apenas hay buenas opciones. Incluso si hacen siempre lo correcto, crecen en barrios inseguros, con familiares, amigos y conocidos que pueden llevarles problemas. No pueden pensar en el largo plazo, ni pueden permitirse ir a la universidad (o Community college), trabajar y cuidar a un hijo al mismo tiempo. Cualquier trabajo, aunque sea un camino sin salida en un KFC, es mejor que la alternativa de no poder pagar el alquiler o traer comida a la mesa.

Ese día en New Haven, y cientos de conversaciones después, iba más allá de puntuales complicadas o excepciones que no se adaptaban a un trámite burocrático determinado. Lo que estaba viendo era la triste realidad que el tener una vida simple, predecible y ordenada es un privilegio de clase media. La pobreza es no poder tener esa estabilidad; no tener acceso a los recursos económicos, familiares y sociales que hacen que los imprevistos se conviertan en emergencias. Alguien que se ha convertido en adulto viniendo de un barrio pobre, con familias rotas, crimen alto, colegios espantosos y economía moribunda no puede permitirse el lujo de pensar en el futuro; sencillamente, no tiene tiempo. La urgencia puede venir de cuidar un hijo, salir de una familia abusiva, responder al hecho que tu padre está en la cárcel o que alguien que conocen fue herido de bala el fin de semana pasado, pero no tienen margen de error.

El genio de The Wire cuando habla sobre pobreza es cómo captura la tensión y estrés inacabable de vivir en la pobreza. Ser pobre es vivir aturdido, sin margen de error, sin soluciones fáciles. Lo que vemos en The Wire es la enorme dificultad de vivir ante este vacío, y como en ocasiones la única forma de llenarlo es o bien la adicción, o bien el crimen.

Sobrevivir a la pobreza requiThe wireere un esfuerzo titánico. Nunca debemos caer en la tentación de culpar a sus víctimas, ni siquiera cuando intentamos ayudarles.

Bibliografía:

Jensen, Jeffrey A. (2000) “Emerging Adulthood. A Theory of Development From the Late Teens Through the Twenties”. American Psycologist, Vol.55 No.5, 469-480.

Deluca, S., Clampet-Lundquist, S. y Edin, K (2016) “Coming of Age in the Other America”, Russell Sage Foundation, New York.

Si queréis más, insisto: el libro es estupendo, y lo podéis comprar aquí


2 comentarios

  1. joan dice:

    Esa es la gran ventaja de la universalidad de las prestaciones sociales, que no juzga.

  2. Javier dice:

    En realidad, las Administraciones Públicas ya cuentan con esos datos. Bastaría con que quien pide una ayuda dé permiso a la Administración a recabarlos de otras Administraciones y entidades privadas como enpleadores, bancos, etc. Informatizando el proceso, esas cosas van como un tiro.

    Los jóvenes que piden las ayudas deberían tener que rellenar un formulario simple con su nombre, domicilio, número de Seguridad Social, cuenta bancaria, un «ayudas que se solicitan: todas» y un «acepto que se consulten mis datos». Y ya recibirían la respuesta con explicaciones.

    En la historia que se cita yo lo que veo es unos funcionarios que están obligando a los ciudadanos a hacer su trabajo.

Comments are closed.