Educación

Es el profesorado el que no reconoce al profesorado

23 Feb, 2016 - - @enguita

Esta entrada se publica conjuntamente con el blog Cuaderno de Campo.

Nunca falta en las conversaciones en torno a la educación la queja propia o ajena de que la sociedad no reconoce al profesorado, hasta el punto de resultar ya aburrida. En repetidas ocasiones he mostrado que, con independencia de tal o cual anécdota (las hay en ambos sentidos), la profesión docente muestra ser objeto de un elevado reconocimiento profesional, como se muestra en los dos indicadores que pueden decirnos algo al respecto: sus salarios comparativos y su posición en las escalas de prestigio. Lo demás son, o bien especulaciones sin fundamento, o bien una retórica oportunista cuyo fin no puede ser otro que pedir más, dar menos o ambas cosas.

    Sin embargo, el malestar entre la profesión es real. Esto podría ocurrir porque los profesores tienen unas expectativas o una imagen de sí muy elevadas, quizá demasiado (algo de eso sugieren los datos del estudio de la Fundación Europea Sociedad y Educación, El prestigio de la profesión docente en España) o, sencillamente, porque no aciertan a expresar bien sus propios padecimientos. En la práctica médica se distinguen claramente los síntomas (subjetivos) que siente y narra el paciente (se fatiga, le falta aire, etc.) de los signos (objetivos) que pueden ser constatados y medidos por el profesional (fiebre, hinchazón, anemia, etc). En el caso de la profesión docente los signos, sencillamente, contradicen a los síntomas y viceversa.

    ¿Qué sucede, entonces? Una posible explicación alternativa es que, por un lado, el reconocimiento pretendido e incluso el reconocimiento obtenido por el colectivo profesional se ven ensombrecidos por los resultados de su práctica, mientras que el reconocimiento obtenido por cada profesional individual puede carecer de relevancia para él o ser, sencillamente, insuficiente.

    Piénsese, por ejemplo, que para los abogados se da por sentado que todo pleito será ganado por uno y perdido por otro, como efectivamente ocurre; ante los médicos, se acepta que todo el mundo terminará muriendo y que las enfermedades y dolencias se curan o se palían o ninguna de las dos cosas, de modo que hay pocas sorpresas colectivas; de la educación, en cambio, se busca que todo el alumnado, o casi todo, alcance el éxito, por lo que resulta difícil aceptar cifras de abandono, fracaso, repetición y clasificación ordinal de dos dígitos sin que caiga siquiera una sombra de sospecha sobre la profesión. El resultado es que el reconocimiento colectivo tiembla –y quizá, sobre todo, entre la propia profesión.

    Queda, entonces, el reconocimiento individual: perdimos la batalla, pero con honor; el paciente murió, pero la operación fue un éxito; el avión se estrelló, pero el piloto hizo todo lo que estaba en su mano. Llegados aquí, el problema es que para el profesor individual, como para cualquier profesional, el reconocimiento de su público o su clientela tiene valor, pero ha de ser muy visible y difícilmente puede sustituir al de los pares, es decir, al de los colegas de profesión. Los profesores universitarios, por poner un ejemplo aparentemente próximo (profesores también al fin y al cabo), se exponen y evalúan los unos a los otros, una y otra vez, a través de un sinfín de tribunales de acceso y promoción, comités editoriales, encuentros científicos, agencias de financiación de la investigación, comisiones de adjudicación de ayudas varias, índices de impacto bibliográfico, etc.; además, cuentan con el feedback y las recompensas de un medio-mercado interno (invitaciones a conferencias, seminarios, tribunales doctorales, etc., que son la ocasión de expresarse su mutua admiración, real o ficticia) y un medio-mercado externo (la difusión o extensión universitarias, la aparición en medios, la venta o la simple publicación y distribución gratuita de libros, los contratos de investigación o asesoría con terceros…, que se mide en dinero o en audiencia); todo, dicho sea de paso, menos la docencia, que apenas comienza a ser evaluada de manera tentativa.

    Para el profesorado no universitario no existe nada parecido. La carrera docente es prácticamente plana, muy parecida de principio a fin (lo cual la hace muy atractiva al inicio pero vacía de incentivos y recompensas el largo recorrido), y básicamente burocratizada y reducida a la antigüedad. Los resultados son cada vez más objeto de escrutinio externo (pruebas objetivas, estadísticas de logro, evaluaciones de diagnóstico), pero fieramente rechazadas por las organizaciones del sector. En el claustro de cada centro, cualquier iniciativa de mejora o innovación de un profesor tiene tantas o más probabilidades de ser mal recibida («nadie te lo va a agradecer», «te arriesgas a…», «querrán que todos…», «para lo que nos pagan…», etc.) como de serlo bien. Las profesiones funcionarizadas o semifuncionarizadas (entre las cuales el profesorado de la escuela pública y de la privada) lograron hace mucho, a igual trabajo, igual salario (dentro de cada sector, por ejemplo, entre ambos sexos, entre titulaciones y, aquí, con poco impacto de la antigüedad y ninguno de la calidad); ahora se enfrentan al de conseguir, a igual salario, igual trabajo.

    La consecuencia de todo esto puede ser una experiencia muy frustrante para el profesional que realmente intenta hacer algo: nulos o escasos efectos profesionales, un público agradecido pero mejor que no se vea demasiado y unos colegas que miran hacia otro lado o que incluso miran mal. Lo que a menudo le falta al profesor es el reconocimiento individual de sus colegas y el reconocimiento colectivo de su profesión. Cuando menos, resulta muy frustrante, para quien pone más y mejor empeño, ver que quienes no ponen ninguno evitan todo riesgo y reciben el mismo trato. Por eso es tan importante fomentar los procesos de iniciación, la transparencia de las prácticas, la publicidad de los resultados, las recompensas simbólicas. Soy de la opinión, en particular, de que no son los incentivos económicos (aunque a nadie le disgusten –a mí tampoco), sino los incentivos morales, los que pueden elevar la moral del profesorado. No sólo de pan vive el profesor.


11 comentarios

  1. Argos dice:

    El caso es que yo soy hijo de profesor, crecí rodeado de profesores y escuchando las conversaciones entre ellos, y las preocupaciones que expresaban tienen poco o nada que ver con lo que indica este artículo.

  2. Una reflexión complementaria: «El peor enemigo de los buenos profesores son sus propios compañeros» http://wp.me/P3fo2e-fc

  3. EB dice:

    Mariano,

    Le agradeceré me explique qué papel cree usted que juegan los sindicatos de profesores en la mala percepción que se tiene de los profesores. No conozco el caso español a nivel profesores o maestros de enseñanza básica y media pública, pero si juzgo por lo leído sobre lo que ha estado sucediendo en Argentina y Chile diría que en buena medida los problemas mencionados en el anteúltimo párrafo se deben a los sindicatos.

  4. Masmusu dice:

    No creo que esta entrada llegue del todo al nivel de lo que se ha solido publicar en este blog, se echa de menos algo más de análisis de políticas públicas y comparación de estudios que se suele hacer.

  5. […] publicada simultáneamente en el blog Politikon    Nunca falta en las conversaciones en torno a la educación la queja propia o […]

  6. Tim dice:

    Me encantan estos artículos que abren con un «vamos a ser objetivos», ponen dos estudios tangenciales a la tesis, y después sueltan una sarta de cuñadismos de lo más rancio sin base ni gracia alguna. Son una excelente forma de señalizar la prescindibilidad del autor.

  7. Jesús dice:

    Con una larga experiencia acumulada tanto en la enseñanza secundaria como en la universitaria, tengo serias dudas de que un mayor reconocimiento entre colegas fuese a arreglar mucho la situación de la primera. Al fin y al cabo, las constantes evaluaciones y valoraciones por parte de los colegas es percibida más bien, por muchos profesores universitarios, como una fuente de frustración y de quebraderos de cabeza; y de igual modo, una carrera profesional empinada como el Angliru en vez de plana como Tierra de Campos es también causa de bastante sufrimiento y de frustración par el profesorado de la universidad. Tengo serias dudas, por tanto, que asimilar la carrera docente de primaria y secundaria al tipo de prácticas comunes en la carrera docente universitaria pudiera tener grandes efectos beneficiosos.

  8. […] Y una más, Mariano Fernández Enguita en Politikón y también en su Cuaderno de campo: Es el profesorado el que no reconoce al profesorado. […]

  9. Emilio dice:

    Entiendo que ponerse a debatir la educación desde los presupuestos que lo hace este señor es un punto de partida equivocado. Teniendo como tenemos un Libro Blanco como el elaborado por J. A. Marina donde se aborda una visión global de lo que el sistema educativo necesita, es a él al que deberíamos ir, salvo que los prejuicios de partida vuelvan a encerrar el debate educativo en un estéril y circular debate ideológico, con el resultado conocido de fracaso y abandono escolar en la enseñanza obligatoria y una Universidad en la que a pesar de su abultado número de facultades y estudiantes, no coloca a ninguna entre las 150 primeras del mundo. El debate educativo está tan envenenado como el político y si no somos capaces de sacarlo de ahí mal vamos.

  10. gerion dice:

    Entre otros cometidos, las direcciones de los centros tienen que ser capaces de determinar la competencia de sus profesores. Si las direcciones responden al modelo español – ser jefe para ganar más y trabajar menos -, parece que la situación actual refleja muy bien lo que se ha construido a lo largo de 40 años de democracia: máxima escolarización (cambio para bien) para máximo adoctrinamiento (seguimos igual) en las tesis del partido gobernante y sus allegados.

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