Política

La difícil gestión de las expectativas

3 Jun, 2015 -

Artículo escrito por Carles A. Foguet.

Si algo positivo tuvieron las recientes elecciones municipales, independientemente del partido al que votara cada cual, es que por lo menos en Barcelona nos ahorramos, en parte, la vergüenza de tener que aguantar a todos los partidos celebrando su victoria. Cómo aquí las elecciones no son un juego de suma cero, todo el mundo tiene derecho a reclamar sus pequeñas o grandes victorias siempre que se logren los objetivos marcados (no necesariamente a priori, ni siquiera verbalizados, Àstrid Barrio os cuenta cómo). Pero los resultados de hace unas semanas supusieron un terremoto tan grande a todos los niveles que fueron pocos los que osaron reivindicarse como ganadores indiscutibles de nada.

Como bien apunta Àstrid, después de la batalla electoral llega otra, no menos cruenta, por la interpretación de los resultados. Una lucha encarnizada a través, sobre todo, de los medios de comunicación de masas para fijar el relato de las elecciones, cuando ya impera la confusión sobre los números exactos. Pero esta batalla, en realidad, ha empezado mucho antes. Antes incluso de las elecciones mismas. Y los que no son conscientes de ello estarán condenados a quedar a merced de los que no sólo lo saben sino que pretenden fijar marcos de interpretación que les sean favorables.

La situación excepcional en Barcelona, sin embargo, tuvo mucho de casual esta vez: el centralismo endémico de Cataluña concentró todas las comparecencias en la capital, y los alcaldables en la ciudad ejercían de teloneros de unos cabezas de cartel que, minutos después, harían la valoración de los resultados en el conjunto del país. Aún teniendo motivos, ¿con qué ánimo tenían que salir Artur Mas y Miquel Iceta, a la sazón líderes de la primera y segunda fuerza, a celebrar nada con los resultados de sus partidos en Barcelona todavía de cuerpo presente? CiU acababa de perder por un puñado de votos una alcaldía que le había costado más de treinta años conquistar. El PSC, a su vez, caía en la irrelevancia de ser la quinta fuerza en una ciudad que había gobernado durante más de treinta años. ¿Quién se atrevería, con estas credenciales, a reclamarse vencedor?

Mas lo intentó. Con todo el convencimiento de que fue capaz, repetía que era solo la segunda ocasión en la que CiU se imponía en votos en unas municipales, después de las elecciones de 1979, y que habían remontado de la derrota a manos de ERC en las recientes elecciones europeas. Y no era mentira. Pero nadie le creyó. Del mismo modo, Iceta no podía quitarse de encima una sensación de fracaso provocada por un candidato que había dicho días antes que se veía de alcalde. Collboni había cuestionado los pronósticos de las encuestas porque «los indecisos están decidiendo socialista», e Iceta tuvo que conformarse con decir que el PSC «resistía bien», porque nadie hubiera entendido que dijera otra cosa. La lectura de los resultados de Barcelona condicionaba el abanico de lecturas posibles de los resultados de Cataluña. Y no en términos políticos, precisamente.

Este es, de hecho, el único consuelo de Mas e Iceta: no era su culpa, sino de quien les escuchaba, que no podían creerles. Los cerebros de la audiencia estaban incapacitados para aceptar un discurso triunfalista. Científicamente incapacitados. ¿Por qué? Por gracia de lo que se conoce como «efecto de anclaje». No, no es una de tantas metáforas marineras que abundan en la política catalana, sino uno de los más notorios fenómenos que cuestionan de manera frontal la racionalidad completa de nuestro cerebro, un mito que hemos dado por sentado pero que, poco a poco, la ciencia va desmontando. No somos tan listos como pensábamos, al fin y al cabo.

Podemos pensar que somos buenos (¡o libres!) atribuyendo valor a las cosas. Tan buenos que nos atrevemos incluso a racionalizar a posteriori los argumentos que nos han conducido hasta determinado juicio. El problema es que no hay tal proceso: una referencia inicial más o menos aleatoria condiciona nuestro juicio hasta el punto de reducirnos al extremo los márgenes de nuestra interpretación (todo lo que podemos hacer son ajustes, pero la evidencia sugiere que son siempre insuficientes).

Como tantas otras cosas, este efecto lo observaron por primera vez Tversky y Kahneman en el 74: preguntaban a un grupo de estudiantes qué porcentaje de países africanos eran miembros de las Naciones Unidas, pero antes de dejarles responder les hacían girar una ruleta con números entre el 1 y el 100 que estaba trucada para caer siempre en el 10 o el 65. ¿El resultado? Sorprendente: los que cayeron en el 10 decían, de media, un 25%, mientras que los que habían caído en el 65, un 45%. 20 puntos de diferencia explicados únicamente por un número determinado «por azar», el ancla. Ningún estudiante sabía con certeza la respuesta y, en consecuencia, tenían que adivinarla. Aquella ruleta, pero, les daba un punto de referencia, un elemento concreto a partir del cual ponerse a trabajar, aunque no se dieran cuenta o no quisieran admitirlo.

Incontables experimentos posteriores han confirmado el hallazgo del efecto de anclaje (Jose Rodríguez hizo uno muy interesante aplicado a la predicción electoral). Y a estas alturas del artículo, habrá que admitir que lo hemos sufrido en alguna ocasión (sufrido porque, normalmente, juega en contra de la mayoría), ya que estamos siempre expuestos a él. Pensad en ello la próxima vez que vayáis a las rebajas, que contratéis una oferta de telefonía móvil o que os subscribáis a una revista (como en el famoso experimento de Dan Ariely).

Los puntos de referencia son tan útiles y potentes que, si no existen, los tenemos que inventar. Hay muchos entornos en los que no existe ninguna barandilla donde agarrarnos, como en muchos bienes públicos. ¿Por qué, por ejemplo, deberíamos conservar el entorno natural? Todos sabemos que nos conviene, pero ¿cuánto nos conviene? Algunos de los beneficios que nos ofrece la naturaleza son contradictorios entre sí: ¿cómo podemos evaluar los trade-off que implican? Dado que estos bienes están excluidos mayoritariamente de los mercados, ¿cómo podemos incorporarlos a un modelo económico? Efectivamente: atribuyéndoles un valor inicial. Pero el problema aparece cuando este valor acaba siendo más importante que el proceso para definirlo: en un artículo clásico en economía de título muy sugerente («Is some number better than no number?») Diamond y Hausman critican los diferentes métodos que se han usado para fijar estas cifras puesto que, según ellos, no capturan correctamente el valor de los bienes que evalúan. Cierto, pero irrelevante. Como dicen en este blog parafraseando a Churchill: la aproximación económica es mala, pero no hay ninguna mejor. Dicho de otro modo: parece que algún número es aún mejor que ningún número.

En política, sin embargo, sí hay un gran abanico de puntos de referencia y son reales y precisos: votos, escaños, encuestas, los de la anterior convocatoria, los históricos, una media. Y no se escogen por azar, sino que la elección es discrecional en función de los intereses de quien lo haga (ya sean políticos, partidos, medios o grupos de interés), ya que la gran mayoría de los votantes no tienen presentes estos números hasta que alguien se los recuerda (es decir, a efectos prácticos, es como si fueran aleatorios, como en el experimento del 74).

Con todo esto en mente, en Barcelona Collboni y los suyos estaban, durante la campaña, ante un dilema con muy mala solución. Podían ser sinceros y fijar un punto de referencia bajo de acuerdo con las señales que recibía constantemente su electorado, aún arriesgándose a desmovilizarlo. O podían hacer un ejercicio de whishful thinking y alimentar unas expectativas irreales, confiando insuflar suficiente optimismo entre los suyos para poderlas materializar. En el primer caso, la honestidad podía penalizar sus objetivos electorales, y un punto de referencia demasiado bajo podía convertirse en cuestión de días en una profecía autocumplida. En el segundo, unas expectativas demasiado hinchadas aumentarían la sensación de fracaso en caso de no lograrlas. Collboni pecó de exceso de optimismo y acabó con el agua al cuello. Iceta, pícaro como siempre, tiró por el camino de enmedio y dijo que las encuestas le importaban un comino.

¿Quieren más ejemplos? En Madrid, Floriano llevó a cabo su papel con esmero, reclamando la victoria electoral para el PP. Pero ese mapa de la España de 2011 toda teñida de azul era un ancla demasiado pesada que levar y casi nadie, ni siquiera los medios afines, compartió su lectura triunfalista. En Italia, Matteo Renzi casi se ahoga ahorcado en su propia autoexigencia. A pesar de la victoria de la izquierda, sin muchos sobresaltos, en las elecciones regionales, la interpretación de la contienda deja tocado al primer ministro, ya que él mismo escogió situar el objetivo en un inalcanzable 40% que el PD había cosechado en las pasadas elecciones europeas.

Saber gestionar las expectativas, en política, no es un tema menor. Y no sólo en periodo electoral: el ejercicio de la cosa pública se ve expuesto a ello permanentemente, puesto que el juicio que los electores hacemos de nuestros gobernantes se basa, en la mayoría de los casos, en la expectación que ellos mismos nos han generado (en sus programas electorales, a través de sus declaraciones públicas o de las iniciativas legislativas). Rebajar el rendimiento esperado protege de un eventual fracaso y permite beneficiarse del éxito, por moderado que sea (¿os habéis preguntado alguna vez por qué se filtran datos ligeramente más altos que los reales días antes de que se hagan públicas los oficiales? Hacedlo). Pero ya que la arena política es competitiva, el fenómeno se vuelve todavía más complejo al entrar en contacto con las expectativas que son capaces de generar el resto de contendientes, dando los incentivos necesarios para una hiperinflación de promesas que nunca podrán ser satisfechas. El realismo, en este escenario, penaliza de manera inmediata, pero el exceso de optimismo, a medio y largo plazo, también. ¿Hay algún punto de equilibrio óptimo entre un extremo y el otro? Desgraciadamente, no. Pero Lindstädt y Staton desarrollaron un modelo complejo para decidir cuando hay que utilizar una estrategia u otra.

Mientras, en Fabra y Coats, Ada Colau y los suyos estaban exultantes. Lo habían apostado todo a ganar Barcelona y la ganaron. Ellos pensaban que estaban celebrando una victoria histórica en la capital pero, en realidad, la satisfacción que sentían era el efecto de sus cerebros segregando dopamina a chorros porque los hechos habían superado, con creces, sus expectativas.

Nota: Este artículo desarrolla una idea original de Berta Barbet.


Un comentario

  1. […] un efecto que se reproducía con mayor o menor medida en los conflictos laborales que era el efecto “Bread and Roses” o efecto “Pan y rosas” en homenaje a la película de Ken Loach de ese mismo […]

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