La sentencia sobre la reforma de la sanidad de Obama es, en cierto sentido, la historia de una idea. El diseño esencial de la Affordable Care Act (el nombre oficial de la ley – ACA para los amigos) nace allá a finales de los años ochenta en un despacho de la Heritage Foundation, un think tank conservador. Una variante de la ACA, con menos subsidios y sin expansión de Medicaid, fue la alternativa republicana a la fracasada reforma de Bill Clinton en 1993. Mitt Romney, allá por el año 2006, utilizó el modelo básico en Massachusetts, y presumió de su éxito (merecidamente) durante las primarias del 2008. El andamiaje, la estructura esencial de la propuesta (subsidios, mandato individual, mercado regulado) fue objeto de debate en las primarias demócratas y defendido por Hillary con uñas y dientes. Tras las elecciones Obama, que se había opuesto al mandato individual por puro electoralismo, impulsó la idea hasta que se convirtió en ley.
Durante todos estos años nadie cuestionó nunca la constitucionalidad del mandato individual. El Tribunal Supremo, en una sentencia de 1942 (Wickard v. Filburn) había declarado que el Congreso tenía potestad para legislar, bajo la cláusula de comercio entre estados, cuotas de producción máxima para agricultores, limitando la producción de trigo. El gobierno federal podía por tanto prohibir o limitar actividades si afectaban a la economía de más de un estado. La obligación de contratar un seguro era perfectamente legal.
A principios del 2010, cuando los republicanos se dieron cuenta que la ACA iba camino de ser aprobada, unos cuantos juristas un poco creativos empezaron a hablar de la distanción entre prohibir actividad y regular inactividad, y como ambas cosas eran completamente diferentes. El razonamiento es que el Congreso podía prohibir a la gente hacer cosas para regular comercio, pero no podía obligarte a entrar en una relación comercial contra tu voluntad. Si el argumento os parece obtuso, no es que estéis dormidos: es un tecnicismo completamente ad hoc bastante delirante. El partido republicano necesitaba una excusa para llevar la ley a los tribunales, y sus juristas se inventaron una.
Para darse cuenta de por qué este argumento legal es un tecnicismo absurdo basta con recordar un par de detalles. Primero, todas las partes están de acuerdo que un sistema de sanidad universal con una aseguradora pública (Medicare, un sistema a la europea) es constitucional. Estados Unidos tiene varios programas de este estilo, con el gobierno recaudando impuestos y pagando tratamientos según toque (Medicaid, Medicare, Veteranos). De igual modo, todo el mundo estaba de acuerdo que si en vez de un mandato individual la ACA diera una desgravación fiscal a quien tiene seguro o pusiera una multa a quien no lo tiene la reforma también sería perfectamente válida. Los impuestos federales están llenos de penalizaciones o créditos fiscales para incentivar conductas sin que nunca nadie haya dicho que poder desgravar hipotecas sea un mandato inconstitucional a la compra de casas.
La sentencia del Supremo, y el argumento central de John Roberts, se centra en aclarar que la distinción entre un mandato y un impuesto es irrelevante. Aunque la ACA no diga que el mandato individual es un impuesto, a efectos prácticos funciona como tal: si tienes seguro no pagas, si no tienes pasas por caja. Aunque la idea de un mandato obligando a comprar cosas sea invalida (y la sentencia así lo declara), el mandato en este caso es un impuesto, y el Congreso claramente tiene capacidad para imponerlos. Como señala Orin Kerr en Volokh, un argumento netamente conservador y perfectamente razonable, válido para aprobar la ley. Es el mismo argumento, aunque menos refinado, que daba la noche que la ley fue aprobada. Por mucho que no le llamen impuesto (y los demócratas han llegado a extremos ridículos para evitar la palabra) funciona como tal, y eso basta.
El argumento legal es este; la sorpresa ha sido la votación. Los cuatro jueces liberales (en Estados Unidos, esto es «progresista») han votado a favor. Tres de los jueces conservadores y Anthony Kennedy, el supuesto centrista, han escrito una furibunda opinión en contra de la sentencia. John Roberts, presidente del tribunal y en teoría un conservador duro (fue nombrado por Bush hijo, y hasta ahora no ha dado signos de centrismo) ha sido el voto decisivo y el autor principal de la sentencia. Los cuatro liberales defendían (y así han escrito en sus votos particulares) que el mandato era legal por sí solo, sin tener que recurrir a otro argumento. Roberts les ha ofrecido darle validez en base a tomarlo como un impuesto, y con ello ha mantenido la ley.
Las deliberaciones del Supremo son secretas, así que no se sabe a ciencia cierta cómo fueron las votaciones. La sentencia parece indicar que al menos inicialmente Roberts estaba a favor de invalidar la ley, y que cambió de opinión a medio camino. Esta clase de giros son muy inusuales, y no sabemos qué se debatió y cuando, o si los demócratas (con su incestante crítica preventiva al Supremo de estas semana) hicieron que reconsiderara. Lo que no deja de ser curioso es que un juez nombrado por Bush al que entonces Senador Obama votó en contra haya salvado la ley.
La sentencia tiene además otros detalles de interés. A efectos prácticos es el primer caso desde 1942 en que el Supremo limita el poder del Congreso a invocar la cláusula de comercio, aunque sea a base de no aceptarla como argumento válido en una ley que ha aceptado igualmente. No soy jurista, y no sé hasta que punto será relevante (he leído opiniones en ambos sentidos), pero es algo que se está discutiendo con cierto detalle. También se ha comentado bastante el extraordinario radicalismo de alguno de los votos particulares (Scalia parece un troll de Meneáme. También hace falta recordar que la sentencia ha invalidado algunos artículos de la ley que aunque no son primordiales son una buena lección de federalismo. Pero de eso, y las consecuencias políticas de la sentencia, hablamos en otro artículo.
[…] inclinó la pugna jurídica en favor de Obama con el argumento, que no carece de lógica, de que la obligación de asegurarse no es otra cosa que un impuesto más, algo que está dentro de las competencias de Washington. Si […]
Sólo una puntualización, no es lo mismo la no aplicación de un beneficio fiscal, establecido para incentivar la compra, que una sanción, que es un pena por un incumplimiento. La primera no es una obligación, es una preferencia. Creo que deberías haber buscado otro ejemplo donde sí haya una obligación.
Por lo demás, el artículo es muy interesante
Bueno, la verdad que «hablar de la distanción entre prohibir actividad y regular inactividad, y como ambas cosas eran completamente diferentes», definiéndolo como algo «delirante» es como mínimo bastante aventurado.
De hecho en países como España la doctrina sobre obligaciones de hacer y obligaciones de no hacer está consolidada desde hace mucho. Vamos, que son dos cosas totalmente distintas, otra cosa es que te parezca bien o legítimo ( a mi me lo parece en este caso y además según la sentencia hay argumentos jurídicos que así lo disponen), pero no para nada delirante establecer que son dos tipos de obligaciones distintas.