Política

¿Por qué (demonios) votamos?

17 Mar, 2011 - - @jorgesmiguel

El acto de votar, como procedimiento y como ceremonia, tiene un papel predominante en nuestras democracias representativas. Hasta tal punto que la cuestión electoral tiende a fagocitar el resto de la política. Sin embargo -y podríamos llamar a esto la segunda paradoja del voto; de la primera hablaremos a continuación-, nuestro conocimiento sobre por qué la gente vota en lugar de abstenerse es, aun después de décadas de estudio, inseguro y limitado. Para empezar, es posible que para muchos la pregunta intuitiva sea por qué hay quien no vota, cuando lo natural es hacerlo y participar de la decisión central de la democracia. Pero la sabiduría convencional y las intuiciones no suelen funcionar cuando se trata del voto –aquí un ejemplo que comentábamos recientemente. Echemos un vistazo rápido a la paradoja del voto y a sus posibles
soluciones para reflexionar al menos sobre la complejidad de lo político y la medida de nuestra ignorancia.

La paradoja del voto se formula por primera vez a partir de los trabajos de Anthony Downs y Gordon Tullock, los pioneros del análisis económico de la política y de la elección pública. Se puede explicar brevemente de la siguiente manera. Un modelo de elección racional de la participación electoral debe partir de la asunción de que los votantes actúan racionalmente, es decir, ordenan sus preferencias y actúan en consecuencia. No obstante, votar parece un comportamiento irracional cuando se toman en consideración costes y beneficios: el valor de un voto individual es insignificante, ya que en una elección masiva la probabilidad de que dicho voto sea decisivo es mínima. Pero el acto de votar tiene costes de información, de decisión, costes asociados al hecho físico de la votación, etc, etc. En consecuencia, parecería mucho más lógico quedarse en casa el día de las elecciones y desentenderse del proceso. Cosa que sabemos que no sucede en una amplia mayoría de casos: incluso en un contexto de creciente
abstencionismo, la participación electoral media en democracias consolidadas supera el 70%.

Para salvar el modelo de elección racional, Riker y Ordeshook (1968) introdujeron un término D que comprendía diversas «satisfacciones» que el votante obtenía del hecho mismo de votar, al margen del resultado y de su capacidad decisoria: cumplir con la «ética del voto», expresar la pertenencia al sistema y a un partido, afirmar la propia importancia dentro del sistema político, etc. Este término debía compensar los costes y producir un resultado positivo que permitiese explicar el voto como actividad racional. Por supuesto, los autores corrían un riesgo: D podía convertirse en un cajón de sastre ad hoc para salvar la fórmula. Algunos elementos computados como costes en los análisis originales -por ejemplo, el hecho de tener que desplazarse para votar- podían convertirse mágicamente en parte de D -la satisfacción de ir al colegio electoral a votar. La fórmula podía acabar expresando apenas una tautología: la gente vota porque le gusta votar. Y, finalmente,
como apuntaba Brian Barry, «si toda la acción está en el término D, la participación electoral no se comprende de manera útil mediante la teoría de la elección racional».

Pero es posible que la carga simbólica y el peso político de las elecciones nos hayan confundido a la hora de estimar la relevancia real del voto. Como propuso John Aldrich en 1993, la clave de la participación electoral quizás resida en que se trata de una actividad low cost, low benefit; algo en lo que en realidad los votantes invierten poco, y de lo que esperan igualmente poco: «La participación es una decisión que casi siempre se hace ‘en el margen’. Pequeños cambios en los costes y beneficios alteran la decisión de participar de muchos ciudadanos». Además, y en cuanto a los costes de información y decisión, los votantes no son agentes aislados abandonados a su suerte, sino que aprovechan diversas estrategias para reducirlos -algo que Downs ya había sugerido en 1957-, empezando por la afiliación partidista y las campañas electorales. Por otra parte, a medida que los votantes envejecen, acumulan información que no deben volver a recabar cada vez que se presentan unas elecciones. Desde el punto de
vista de los beneficios, hay que tener en cuenta no sólo el valor «expresivo» del voto y otras categorías más o menos difusas que hallarían mejor o peor acomodo en la D de Riker y Ordeshook. También en la percepción sesgada de la importancia del propio voto y en los múltiples niveles de decisión presentes, además de la elección explícita, en una votación dada. Y factores institucionales como la existencia de una o dos cámaras -lo primero parece incentivar la participación- o la obligatoriedad del voto. (Esto último puede parecer de cajón, pero un vistazo a este cuadro basta para sugerir que la relación entre obligatoriedad y asistencia no es unívoca).

Dentro de este panorama quizás confuso -y, de creer a André Blais, ciertamente lo es- en el que nos hallamos después de medio siglo de investigación, acaso lo más interesante sea comprobar que los elementos de la fórmula original están actuando de alguna manera -aunque no sepamos exactamente cómo. La percepción de lo estrecho de la elección, los beneficios de toda índole previstos y los costes en que se incurre son factores importantes; pero no se entienden correctamente aislados de otros muchos factores colectivos e institucionales con los que se conjugan o entran en conflicto. Y, para añadir más elementos a un cóctel ya bastante cargado, algunos estudios (1, 2) apuntan a factores hereditarios en la participación electoral, lo que apoyaría una corriente previa que interpreta el
voto como un hábito más que como una decisión.

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Aldrich, J.H. (1993). “Rational choice and turnout”: American Journal of Political Science, Vol. 37 (nº 1), pp. 246-278.

Blais, A. (2006). “What affects voter turnout?”: Annual Review of Political Science, nº 9, pp. 111-25.

Riker, W.H., Ordeshook, P.C. (1968). “A Theory of the Calculus of Voting”: The American Political Science Review, Vol. 62 (nº 1), pp. 25-42.


3 comentarios

  1. […] ¿Por qué (demonios) votamos? politikon.es/neoconomicon/2011/03/17/%C2%BFpor-que-demoni…  por kopra hace 2 segundos […]

  2. m. mortera dice:

    Una de las soluciones que encuentro interesante es Downs (1957) donde la probabilidad de que el voto de uno cambie la eleccion no es fija. Y con herramientas de Teoria de Juegos encuentra una participación electoral similar a las observadas.

  3. […] fantásico sobre Libia, igual que Jorge Galindo, y Jorge San Miguel se preguntaba hace nada por qué votamos, así que tambien tocamos temas […]

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