(Artículo republicado – enlace original)
Uno de los problemas más rematadamente complicados al hablar de cómo podemos regular los mercados financieros es el hecho que la mayoría de gente es sólo racional a ratos. La inmensa mayoría de personas tienden a tomar muchas decisiones complicadas utilizando atajos cognitivos relativamente burdos; lo que es más grave, estos patrones cognitivos son relativamente fáciles de explotar.
Un ejemplo es la letra pequeña de las tarjetas de crédito, o las condiciones y detalles específicos al contratar una hipoteca. En ambos casos, la inmensa mayoría de consumidores tienen (¡tenemos!) una tendencia muy marcada a sobrevalorar los beneficios inmediatos (¡tele nueva! ¡casa bonita!) y minimizar el riesgo implícito en nuestras decisiones. Demasiado a menudo nos convencemos que el futuro es mucho menos peligroso de lo que parece, o que las cosas “acabarán saliendo bien” a pesar que no acabemos de ver las cosas claras. El cerebro humano, al fin y al cabo, no está realmente diseñado para actuar a largo plazo; nuestros instintos son, muy a menudo, más simiescos que calculadores.
Un regulador puede intentar minimizar la tendencia innata de muchos inversores a estrellarse alegremente contra timos de la estampita utilizando básicamente dos métodos. El más clásico y tradicional es la regulación brutalista; si los préstamos en efectivo a corto plazo y 40% de interés (payday loans) son horriblemente peligrosos, los prohibimos y listo. Esta clase de soluciones tienen cierto sentido, pero no siempre son prácticas – por mucho que una hipoteca o una tarjeta de crédito te pueda explotar en los morros, ambas son útiles en la mayoría de casos, y una regulación excesiva puede hacerlas inviables.
¿Qué opciones tenemos para minimizar los riesgos de los clientes que quieren un préstamo honesto? Una cierta regulación (pequeñita, para garantizar transparencia, etcétera) es imprescindible; limitar forzosamente qué se puede ofrecer es una posibilidad, pero recorta opciones que pueden ser útiles. Hay otra opción, más elegante, que puede ser útil: aprovechar la racionalidad limitada de los agentes.
La idea es relativamente simple. El consumidor medio tiene problemas entendiendo qué implica un 18% de interés anualizado o tipo de interés LIBOR variable extraño de forma aislada, en el vacio. Son ideas abstractas que requieren una cierta familiaridad con conceptos no demasiado evidentes, así que no podemos pretender que la transparencia baste; el cliente medio tomará atajos (¿me puede fiar de este tipo tan simpático? ¿está la oficina limpia? ¿me regalan una tostadora si compro cosas con la tarjeta?) para llegar a una decisión. El hipotético consumidor, sin embargo, sí es perfectamente capaz de hacer algo sin problema: comparar números – así que para asegurar que decide con cuidado, la regulación lo que puede hacer es darle un marco de referencia.
En jerga del congreso americano, ahora que debaten la reforma del sistema financiero, esto es lo que se llama la “vanilla option”, el producto aburrido. La idea es permitir que los bancos puedan ofrecer básicamente cualquier producto que les pase por la cabeza que no sea directamente robo a mano armada, siempre y cuando lo vendan en paralelo a la versión más anodina posible del mismo invento. En el caso de una hipoteca, por ejemplo, el banco podría ofrecer la hipoteca de tipo de interés variable negativo parcial aleatorio asesina, siempre y cuando dieran como punto para comparar un préstamo aburrido, banal y completamente anodino a tipo fijo y treinta años (este sí) regulado y detallado por el estado.
¿Qué efecto tendría esta clase de regulación? La idea básica es que los consumidores son, casi por defecto, desconfiados y aversos al riesgo. Si cualquier producto financiero con cierto riesgo tiene una versión alegremente sofisticada y una aburrida a prueba de idiotas, muchos escojerán la opción inofensiva y formal. La opción “sofisticada” será vista, por defecto, como algo más complicado y confuso, un poco amenazador, que debe ser tomada en serio y analizada con cuidado. Lejos de ser deslumbrado por palabras bonitas o el sorteo de un piso de Torremolinos, el consumidor esperará ser timado en todo lo que no sea la opción básica, y se tomará el problema más en serio.
Es una forma elegante, sencilla y barata de mejorar la regulación financiera sin ser excesivamente intrusivo, siguiendo teorías bien sólidas y fundamentadas en el campo de finanzas conductuales.
Por descontado, el hecho que era una idea brillante básicamente significa que el Congreso es incapaz de entenderla, los lobistas de la industria financiera luchan como locos para que sea eliminada de la reforma del sector, y la idea, como tantas otras en Estados Unidos, haya mordido el polvo en comité, víctima del triste sistema legislativo americano. No sé por qué me sorprendo.
Aún así, tomad nota de esta clase de reformas sutiles, que combinan análisis económico, entender cómo los humanos tomamos decisiones y un poco de psicología de tercera. Veremos más de estas pronto – la reforma de la sanidad americana, de hecho, tiene bastante ejemplos. Son ideas elegantes, baratas y útiles que debemos tener en cuenta.