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Uno de los problemas más deprimentes a los que se enfrenta la policía en New Haven, Connecticut, es que la gente no les habla. En el año 2007 se registraron en la ciudad unos doscientos tiroteos, con 163 víctimas que sobrevivieron al asunto. En una ciudad de 124.000 habitantes es una cifra entre relativamente mala (en Estados Unidos) o francamente espantosa (en cualquier otro país desarrollado). De estos 163 incidentes, hay 138 sin sospechosos, acusaciones, o nada que se parezca a una resolución.
El origen de estas cifras es relativamente complicado, aunque parece ser relativamente reciente. Los medios americanos hablan de una nueva ley no escrita de la calle, una cultura del silencio nacida en el mundo de las bandas y popularizada en la música y
la cultura popular. Es la maldita música y el parecer un tipo duro el que hace esto socialmente aceptable, etcétera. Y lo que es peor, toda esta publicidad sólo hace parecer todo más siniestro y dar más miedo a los potenciales chivatos.
La verdad, de cultura tiene relativamente poco. Lo cierto es que una ley de silencio es un mecanismo de coacción relativamente sencillo, y muy efectivo si no se combate de forma adecuada. Todos lo hemos visto en películas sobre mafiosos: alguien sabe cosas, y los matones de turno que han hecho algo malvado le visitan y le explican que si cuenta algo a la policia se puede ir buscando una caja de pino a medida. Y una silla de ruedas para su mujer. Ah, y el colegio de sus hijas es precioso.
Para quién recibe estos consejos, su reflexión es muy sencilla: ¿Temo más a estos tipos o a la fiscalía? El juez o fiscal de turno me puede enviar a la cárcel por obstrucción a la justicia;
los mafiosos me pueden tirar al río con zapatos de cemento. Una visita a la cárcel viniendo de un negocio de crimen organizado medianamente decente no es demasiado terrible, ya que en la cárcel tendré amigos rápido. Estar fuera…. bueno, dependo de que la policía tenga ganas de vigilarme.
Si el programa de protección de testigos (sí, existe) es decente, bien financiado y sólido, la verdad, no tendré nada que temer. Si vivo en una ciudad americana con una policía desbordada, un presupuesto para proteger testigos limitado y unas administraciones estatales y federales que se preocupan poco de lo que hacen las ciudades… bueno, pues pondré cara de tipo duro y no diré ni pío, ni aun habiendo sido yo la víctima del balazo.
En resumen: no tiene nada de cultural, en absoluto. Es sencillamente un escenario donde el estado es incapaz de ejercer su monopolio de la violencia de forma efectiva. La mafia, banda local con malas pulgas o el grupo de gente malvada aleatorio de turno puede «proteger» a
los que cumplen y castigar a los que hablan, y lo puede hacer mejor (y de forma más cruel) que las autoridades. Si son capaces de hacer que la población tema más incumplir las reglas de la banda
que saltarse la ley, mantener una omertá será relativamente sencillo; la mística de la mafia, los gudaris, hip hop, el culto al buen bandolero o todas esas justificaciones adorantes de no dar el chivatazo ya vendrán sólas, justificaciones románticas a un miedo real.
La «belleza» del sistema es que una vez establecido requiere relativamente poca violencia. Una vez el miedo está establecido y extendido de forma sólida, la banda de matones no tienen que ejercer violencia física demasiado a menudo. Como más miedo haya, menos delatores darán un paso adelante. Si hay pocos delatores, machacarles los higadillos es muchísimo más fácil. Y una vez que tienes a la gente haciéndote caso, la policía lo tiene cada vez más complicado para romper esa dinámica. Un equilibrio pernicioso de libro.
¿Son estas dinámicas exclusivas en el crimen organizado? No. Esta clase de equilibrios se ven en otros sitios. Os sonará en casos de corrupción, sin ir más lejos, con políticos y empresarios renunciando a hablar para protegerse unos a otros. En un partido disciplinado, el mecanismo de supresión de críticas internas es parecido, con los subalternos aterrados de perder el puesto. Prácticamente cualquier sistema con autoridad dividida y un actor con capacidad de sanción que no debería tenerla crea un sistema de este estilo de un modo u otro. El monopolio de la violencia es un concepto bien poco trivial; el estado se lo toma en serio por buenos motivos.
Leo vuestro blog y me siento como si estuviera leyendo una novela de esas que retratan futuros oscuros, con sociedades extrañas y fallidas en las que los valores se han invertido y no existe la ley.
Es inquietante. Lo peor, que es real.
El monopolio de la violencia no lo tendrá nunca el estado en la sociedad actual. Puede consolarse con el monopolio legal, o sea, con su legitimación.
Añada las Fuerzas de Seguridad.
Esto de lo de la voz y la salida de Hirshman no? El modelo la verdad es que da para explicar muchas cosas, mi aplicación preferida es la competencia fiscal. Hay gente a quien esto no le parece poético; yo no lo entiendo.
No hablo de monopolio puro, hablo de monopolio efectivo. Esto es, la capacidad de usar la violencia de forma más atemorizadora que nadie.
Y no, Citoyen, esto no es voz y salida :-). En este caso uno no puede «salir»; lo que está decidiendo es a cuál de dos posibles grupos de «matones» va a obedecer: policia o mafiosos. Es básicamente una extensión de una cosa un poco más vieja: Hobbes, Leviathan y que pasa si el monopolio de la violencia no es tal.
Es muy anarcocapitalista, por cierto; un mundo con varios «estados» compitiendo (la mafia es de hecho un «substituto» del estado; en sus versiones más puras incluso hace obra social) y con competencia más o menos perfecta :-).