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Escolar a veces opina con criterio, pero algunas veces los árboles no le dejan ver el bosque. El sábado hablaba del doble lenguaje que se gastan algunos dirigentes del PP estos días, que dicen apoyar y compartir todo con el colectivo manifestil compulsivo que es la AVT a algunos medios mientras se lamentan de lo radical que es Alcaraz al hablar con otros. De ello deriva la idea que esto que el líder del PP es un centrista preso en un partido de radicales es una leyenda, ya que no puede ser posible que un presidente de un partido se tire cuatro años rodeado de locos y sea incapaz de cambiar el rumbo.
Lo cierto es que no sólo es perfectamente posible, sino que además es incluso razonable. Más allá de eso, es probable que Rajoy sea el líder centrista de un partido mayoritariamente moderado que tiene la desgracia de tener una ala derecha muy ruidosa, y que el hecho que Rajoy no les
mande callar sea una decisión perféctamente lógica y racional. Bienvenidos a la más disfuncional de todas las instituciones políticas en una democracia, los partidos políticos.
Un partido político es un monstruo extraño. Si bien en democracia el electorado escoge quién va a mandar, los candidatos son escogidos casi en exclusiva dentro de unos clubes semi-públicos que llamamos partidos políticos. Los votantes son en gran medida conscientes de este papel crucial que estas organizaciones juegan en el sistema, y tienden a vigilarlos con cierto esmero: transmiten culpas de un político a su sucesor en el partido (Rajoy, comiéndose el marrón de Aznar), desconfian cuando sus miembros de corren a gorrazos (Almunia, Borrell, Almunia, y consiguiente masacre electoral) y parecen en general seguir la política en base a criterios partidistas.
Cuando Rajoy asume el control pleno en el PP en marzo del 2004 se
enfrenta a varios problemas. El primero, y más importante, es que ha perdido las elecciones. No hay ministerios, no hay cargos, no hay coches oficiales; el partido está en la fría y triste oposición. Eso significa que como líder, Rajoy tiene poca capacidad para dar premios o comprar lealtades; nada de dar a un miembro de la ejecutiva reticente un ministerio o empresa a privatizar a cambio de tener un poco de tranquilidad. Nada de dar políticas públicas que demuestren a un sector del partido que realmente te preocupas por ellos (cof -plan hidrológico- cof).
El segundo problema, igualmente serio, es el hecho que Rajoy no ha escogido su equipo; lo ha heredado. Aznar en los dos o tres últimos años al frente del PP se identificó con un determinado sector del partido, y designar un sucesor se aseguró que ese sector siguiera teniendo voz y voto. Su sucesor, sabiendo que aceptando el cargo sin rechistar tendría al alcance de la mano el sueño dorado de cualquier político de carrera, tragó con todo por la
oportunidad, confiando que una vez en el poder podría hacer y desacer a voluntad. Claro, no pudo.
El tercer problema es el hecho que si bien es más que probable que Rajoy tenga una extensa base de apoyo dentro del partido, nadie tiene ni puñetera idea lo grande que es. Es el problema que tiene escoger líder mediante dedazo; nadie sabe exactamente quién está contigo y quién conspira contra tí.
Estos tres pequeños problemas serían graves para cualquier líder tratando de controlar un grupo de maníacos ambiciosos en el paro, pero cuando hablamos de partidos las cosas son un poco más complicadas. El electorado, esa fuerza primordial que te cerró la puerta al paraiso, está ahí fuera, vigilando, mirando con un bien poco disimulado cinismo a ver si esa organización que castigaron en las elecciones es digna de llegar al poder. Si Rajoy trata de resolver los problemas expuestos arriba, tiene que hacerlo
de un modo que no genere desconfianza en el electorado; si saca un bate y se lía a tortas con sus dos subalternos, por mucho que lleve la razón no es probable que eso le de votos.
Pero no os preocupeis, las cosas no se quedan aquí. Por si las desgracias de Rajoy no fueran bastantes, todos los subalternos que ha heredado y que parecen emperrados en llevarle la contraria son objetos de un amor y adoración ilimitados por todos los medios de tu cuerda. Medios que por cierto echan de menos a su antecesor algo serio, y que parecen estar emperrados en adorar toda política polarizante e impopular que el tipo llevó a la practica. Y para añadir sal a la herida, alguno de los histéricos que te llevan la contraria han ganado elecciones por su cuenta, así que pueden premiar a su facción (y medios de comunicación) y son inmunes a acciones disciplinarias del partido al tener cargos por su cuenta.
¿Qué opciones tiene Rajoy? Suponiendo que el hombre sea moderado, el líder del PP tenía básicamente dos
salidas. Por un lado puede tratar de modelar el partido y sus posiciones a su imagen y semejanza, liándose a trompazos con todo aquel que le lleva la contraria. Por otro, puede tragar, apretar los dientes, y seguir la corriente, dándole una patina de centrismo ocasional a sus palabras pero sin confrontar a los rebeldes.
Confrontar a los rebeldes tiene como potenciales beneficios que Rajoy se haga suyo el partido, aumentar la probabilidad de ganar las elecciones al estar más cerca un electorado moderado, y hacer que la organización sea un poco menos disfuncional. El listado de catástrofes potenciales, sin embargo, es enorme: el partido puede meterse en una guerra civil que haga añicos la confianza de los votantes, Rajoy puede perder la guerra y el cargo, y en el peor de los mundos posibles, el partido podría sufrir una escisión.
Lo que Rajoy ha hecho, básicamente, es evitar estos problemas potenciales. El tipo miró las encuestas, y vio que una tras otra el partido se mantenía a tiro de
los socialistas. Después miró la enorme, gigantesca lista de obstaculos y problemas potenciales que una guerra santa contra los integristas del partido y toda la constelación mediática representaría, suspiró con resignación, y cogió su pancarta camino de la manifestación del mes.
No importa que el ala vociferante del PP representen cuatro, diez, o setenta por ciento del partido. No importa que Rajoy sea el líder natural del partido o un pobre pelagatos. El problema para Rajoy, y para el PP, es que el riesgo electoral de un conflicto interno hace un giro al centro algo mucho más difícil.
Una paradoja: como más duro e intransigente sean los votantes con los conflictos internos en los partidos políticos, más reacios serán los líderes a adoptar posiciones cercanas a los votantes y contrarias a las minorías intransigentes dentro de su formación. La democracia interna, si es demasiado ruidosa, puede hacerte más torpe ganando elecciones.