La tragedia de Minneapolis de hace dos días está dando mucho que pensar a muchos americanos estos días. Lo más triste de todo este asunto es que el desastre ha sido relativamente poco sorprendente para cualquiera que conduzca en Estados Unidos.

Primero, dejar claro qué ha sucedido. No, no es un puente pequeño en una carretera secundaria, y no, no es un derrumbe de un puente de un puente en construcción en una obra inacabada. Lo que se ha derrumbado es un puente de cuatro carriles por sentido de una autopista interestatal (esto es, las carreteras de mayor «rango» en el país) con un tráfico de 200.000 vehículos por día. Es decir una carretera principal, en una ciudad grande, en una sección con muchísimo tráfico. Es como si un puente de la A-7 se fuera a hacer gárgaras a la altura de Valencia. Un problema serio,
vamos.

Lo que es más preocupante es que el puente estuviera listado en los informes federales bajo la categoría de «estructuralmente deficiente». Según lo explicado por portavoces, eso no significa que el puente corriera un riesgo inmediato de desplomarse; sólo quería decir que estaba enfermito. Resulta que un 26% de los puentes de la red principal están en esta categoría o peor en todo el país, necesitando por tanto un repaso en profundidad a corto o medio plazo. Esto equivale a 70.000 puentes, un número enorme que refleja tanto el tamaño del país como la cantidad de carreteras que hay por todas partes.

Porque la cuestión no es sólo lo puentes; las interestatales en general tienen un estado de conservación más que dudoso, y llevan operando en muchos sitios muy por encima de su capacidad de diseño desde hace tiempo. El Q Bridge en New Haven,
sin ir más lejos, fue construido en los cincuenta con tres carriles por sentido y un tráfico máximo proyectado de 80.000 vehículos al día; lleva prácticamente dos décadas soportando 150.000. Evidentemente, el asfalto del puente es un cráter constante, con unas juntas de dilatación con una tendencia a crujir poco tranquilizadora. Lo más divertido es que los planes para substituirlo se iniciaron en 1992, y las obras apenas han empezado (demoliendo, por cierto, un magnífico edificio neogótico centenario de Yale sin que nadie dijera ni pío); no se espera nada nuevo antes del 2015.

¿El motivo? Variado, pero básicamente gira en torno a la falta de dinero. Hay demasiadas carreteras, y el impuesto en teoría dedicado en exclusiva a su mantenimiento y construcción (hidrocarburos) es anémico. El precio de la gasolina es bajo, la gente usa el coche más, y se recauda relativamente poco para pagar por carreteras. Si a eso se le añade el poco valor electoral que tiene arreglar puentes y carreteras, el arreglo
es poco menos que imposible. Y eso sin ni siquiera entrar en las cero alternativas que uno tiene a conducir, el espantoso estado del transporte público, y la radical incompentencia demostrado al diseñar estas soluciones «brillantes».

Sorpresa, poca. A ver si esto cambia la inercia política.


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