Política

Jugando con las reglas

18 Mar, 2016 - - @DaniM_G

“Las reformas que España necesita”. ¿Les suena? Si siguen la actualidad nacional, estarán familiarizados con la frase aunque, tal vez les pase, no tengan demasiado claro qué significa. Mientras esperamos a que se pongan de acuerdo en ello, merece la pena considerar las reformas de  instituciones, que regulan la relación entre representantes y representados, entre votantes y partidos. Estas instituciones son las “reglas del juego” democrático y tienen la peculiaridad de que los que tienen el poder para reformarlas son a la vez regulados por ellas. Los actores políticos son jugadores y al mismo tiempo dibujan el terreno de juego. Hablamos, por supuesto, de sistema electoral, pero también de la organización territorial del Estado (¿federalismo?, ¿suprimir las diputaciones?), las cámaras legislativas (¿transformar el Senado? ¿Eliminarlo?), mecanismos de democracia directa (ILP, consultas ciudadanas) o, por ejemplo, elección directa de alcaldes.

¿Es tan fácil reformar las instituciones como lo es escribirlo en un programa electoral? El mismo concepto sugiere que no es así. De hecho, la literatura académica se ha centrado en estudiar los efectos de las instituciones en el sistema político, más que su posible transformación. Los cambios institucionales no son frecuentes, y se suele pensar que su cambio viene de la mano de circunstancias excepcionales, como grandes crisis políticas o transiciones a la democracia.

Habrá quien argumente que en España vivimos una situación excepcional de este tipo (una Segunda Transición) y que ello explica esta profusión reformista. Sin entrar en ello, la experiencia nos dice que más allá de estos momentos catárticos, en las democracias consolidadas se reforman las instituciones de manera más o menos habitual. Camile Bedock identifica hasta 147 reformas de este tipo en 18 países de Europa Occidental entre 1990 y 2010. Además, estas reformas no tienen por qué ser siempre de carácter profundo (por ejemplo, sustituyendo un sistema electoral mayoritario por uno proporcional) sino que también pueden afectar a aspectos más pequeños: el establecimiento de listas desbloqueadas, la rebaja de la edad de voto o una cesión de competencias a las CCAA son solo algunas muestras.

¿Cómo explica la ciencia política la introducción de estas reformas más “cotidianas”? Si las instituciones tienden por su naturaleza a mantenerse, ¿por qué deciden cambiarlas los políticos?  Una primera aproximación es la del auto-interés. Cuando a los actores con poder para llevarlas a cabo  (básicamente los partidos políticos)  le interese hacerlo, la reforma podría ser más probable. Ahora bien, ¿cómo evalúan los partidos si introducir una reforma favorece sus intereses?

Con algunos tipos de reforma, la cuestión parece pura aritmética. El caso más claro, y por ello el más estudiado, es el del sistema electoral. Dado que este elemento tiene consecuencias redistributivas, generando unos partidos que ganan y partidos que pierden con la reforma, si un partido tiene poder para modificar el sistema electoral en su propio beneficio, lo hará. Sin embargo, no siempre que a un partido con todo el poder (por ejemplo, con una mayoría absoluta) le interesa, se observa un cambio en el sistema electoral. ¿Por qué?

Algunos autores apuntan a la falta de certidumbre sobre los efectos de una posible reforma. Si las consecuencias redistributivas de un cambio en el sistema electoral no están del todo claras, los actores adoptarán su posición atendiendo a otras consideraciones. Ahora bien, pensemos en reformas cuyas consecuencias en términos de redistribución de poder sean mucho menos claras que en el caso del sistema electoral, como puede ser eliminar el Senado, ceder competencias a las CCAA o suprimir las Diputaciones. Es de esperar que estas otras consideraciones ganen aún más importancia.

En primer lugar, el factor ideológico puede tener cierta importancia. Las consideraciones normativas respecto de una institución pueden jugar un papel principal en algunos casos. Por ejemplo, el establecimiento de mecanismos de democracia directa podría asociarse tradicionalmente a la izquierda. Esto solo ya sería muy discutible, sin embargo, ¿eliminar las diputaciones es de izquierdas o de derechas? En las dos últimas elecciones generales lo han llegado a llevar en su programa UPyD, IU, C’s, PSOE y Podemos. Algo similar ocurre con el Senado, donde las propuestas han ido desde la conversión en cámara de representación territorial hasta la eliminación. Incluso con el sistema electoral, tanto a derecha (o centro) como a izquierda tenemos propuestas de mayor proporcionalidad y desbloqueo de listas.

Este tipo de reformas podrían aproximarse a lo que Bedock define como reformas consensuales, reformas a favor de las que se percibe un amplio consenso social. En estos casos, los actores tienden a definir su posición por los beneficios –o costes- esperados derivados del mero hecho de apoyar o impulsar la reforma (act-contingent motivations) más que por los efectos de esa reforma en sí (outcome-contingent). En otras palabras, este tipo de reformas se prestan mucho a la lógica del credit-claiming: querer llevarse el mérito. Curiosamente, cuando una (posible) mayoría de gobierno toma las riendas de una reforma consensual y se prepara para llevarse el crédito, una buena estrategia para la oposición puede ser re-conceptualizar esa reforma, defendiendo las bondades del statu quo para dañar a la mayoría. En especial, si tu voto fuera irrelevante para que salga adelante.

Hemos considerado cómo se forman las posiciones de los partidos respecto a una posible reforma a través de sus intereses. Sin embargo, habitualmente son varios los actores cuyo consentimiento es necesario para reformar (como probablemente será el caso del próximo gobierno español, llegue cuando llegue) y sus posiciones al respecto pueden ser divergentes.

En un enfoque clásico, una reforma será menos probable cuanto mayor sea el número de actores con “derecho de veto” y mayor sea la distancia ideológica entre ellos. Sin embargo, la distancia ideológica se vuelve más difusa cuando hablamos de reformas de tipo consensual como las que antes describía, y la posibilidad de “llevarse el crédito” se vuelve central. Además, en una coalición un socio minoritario puede exigir una reforma que no interese al socio mayoritario. Que este transija o no dependerá, claro, del cálculo de costes que haga. Esto conecta con algo que recordaba Pablo Simón y que conviene recordar aquí: los partidos no son actores unitarios. Esto explica, por ejemplo en el caso del PSOE, que la concesión de ciertas reformas pueda llegar a ser aceptable internamente, a pesar de parecer contraria a sus intereses (supresión de las diputaciones), mientras que la de otras puede que no lo sea tanto (por ejemplo, un federalismo asimétrico difícil de asumir para algunas federaciones socialistas).

Por otra parte, las preferencias de los actores políticos no se forman “en el vacío” ni son inmutables. Cambian, se adaptan como consecuencia de factores externos, como el nivel de legitimidad general del sistema político o la volatilidad electoral. Cuando la volatilidad electoral crece, aumenta la incertidumbre de los partidos gobernantes, que tienden a proponer y llevar a cabo (compruébese que no es lo mismo) más reformas institucionales. Esto es lo que observaba Bedock cuando estudiaba las reformas realizadas en esos 18 países europeos. Este efecto se da especialmente en el caso de que esa volatilidad sea a nuevos partidos, por lo que suponen de amenaza al statu quo político y por  tener una menor aversión al riesgo y más necesidad de diferenciarse de la vieja política.

En definitiva, hemos visto que los partidos políticos no sólo han de tener en cuenta la ventaja directa que, en términos de poder, esa reforma les pueda proporcionar, sino también el efecto indirecto (en imagen, legitimidad: en votos) del mismo hecho de llevar a cabo esa reforma. La partida se complica cuando se introducen varios jugadores que tienen que interactuar entre ellos, negociar, mostrar o esconder la carta de la reforma pensando en sus repercusiones. Más aún, al decidir llevar a cabo una reforma, los políticos son muy sensibles a estímulos externos, sobre todo al estado de ánimo cambiante del electorado.

Considerados todos estos factores, la reforma se producirá cuando los intereses de los actores necesarios se alineen en esa dirección. En España se dan muchas de las condiciones para que veamos una legislatura cargada de reformas: alta volatilidad electoral, irrupción de nuevos partidos, necesidad de un gobierno multipartidista y un clima de opinión favorable, al menos a ciertas reformas (las relacionadas con una mayor participación ciudadana y aquellas contra la Burbuja Política™). Cuando tengamos gobierno, veremos si se materializan.

 


Un comentario

  1. Basilio dice:

    Enhorabuena por el artículo. Muy ilustrativos además los enlaces con ejemplos de un caso cercano y actual como es el de la supresión de las diputaciones.
    Un saludo.

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