Sociedad

Algunas respuestas a lo que siempre quiso saber sobre la desigualdad y nunca se atrevió a preguntar. A vueltas con el libro de José Saturnino Martínez García (II)

29 May, 2013 -

La primera parte de la reseña se encuentra aquí.

El capítulo tres (“DINERO Y TRABAJO”) comienza con alusiones a diferentes visiones de la desigualdad en la filosofía política. Se presenta de manera crítica la perspectiva más benevolente que de la desigualdad tienen autores liberales, que la consideran positiva porque genera incentivos para el esfuerzo: desde la versión más conservadora del liberalismo, que se opondría a todo intento de atenuar la desigualdad (Nozick), a la variante más igualitaria, que la justificaría si supone una mejora la situación de las personas más desfavorecidas (Rawls). El autor, muy legítimamente, toma partido por visiones críticas con la desigualdad, que la rechazan por dañar la cohesión social, e incluso que la culpan de causar la actual crisis. Esta última idea, popularizada por Raghuram Rajan (y que Borrell destacó en la presentación del libro en Madrid) ha sido discutida por Lavezzolo en un reciente post.

Empíricamente, se presenta a grandes rasgos la evolución del coeficiente de Gini en diferentes países con datos de Eurostat y Banco Mundial. Centrándose ya en España el autor subraya cómo, en agregado, la desigualdad ha aumentado más que lo que se ha reducido la renta: en la actual crisis se ha retrocedido al nivel de PIB per capita de hace una década, mientras que los niveles de desigualdad son los de los años 80. Complementariamente, para comprobar si ha habido diferencias entre grupos se analiza la evolución de la renta, la ocupación y la tasa de paro por clases sociales. En primer lugar, se presenta la renta media disponible en 2004 y 2010, así como su variación total y porcentual por clases sociales (adaptada de Goldthorpe) con datos de la Encuesta de Condiciones de Vida. La conclusión es que los que menos han perdido en términos relativos son los empresarios, directivos y profesionales, y los que más los autónomos y obreros no cualificados. En segundo lugar, con datos de la Encuesta de Población Activa analiza la evolución del volumen de ocupados y de la tasa de paro, con lo que se concluye que la destrucción de empleo ha sido mayor en las clases que podemos considerar más desfavorecidas.

La interpretación de los datos por parte del autor resulta evidente: la desigualdad no ha afectado a todas las clases sociales por igual, y los más perjudicados han sido los que peor estaban. Este resultado, sin embargo, esconde algunos detalles. “Detalles” como valorar negativamente que haya menos ocupados en puestos menos cualificados, cuando lo que está detrás de esos datos es también el espectacular cambio de la estructura ocupacional en las últimas tres décadas: la expansión de la “clase de servicio” (si queremos seguir con el nombre de Goldthorpe), la desindustrialización y la desagrarización. Es decir, es cierto que en los últimos años de crisis hay menos trabajadores no cualificados entre los ocupados, pero de ahí no puede extrapolarse que todos ellos estén desempleados, sino que parte de ellos han pasado a ser trabajadores cualificados.

El capítulo acaba retomando el sempiterno “debate” sobre si las anómalamente altas tasas de desempleo en España se explican por la legislación laboral o por la estructura productiva. El autor se decanta claramente por la explicación basada en la estructura productiva, y como argumento se basa en las dispares tasas de desempleo por comunidades autónomas (siendo una sola la legislación laboral del país). Esta idea fue defendida por Martínez Noval y rebatida en su momento con agria agudeza por Jesús Fernández-Villaverde. Si le gustan las disputas intelectuales, no se pierda esto, esto y esto. Emplazamos al lector a que llegue a conclusiones por sí mismo.

Quizá una de las principales aportaciones del libro se encuentra en el capítulo cuarto (“¿COSAS DE LA EDAD O DE LA POSICIÓN SOCIAL?”). En él se subraya la importancia de considerar cómo la condición socioeconómica interactúa de diferente manera con la edad. Es cierto, como el propio autor afirma, que “una dependienta y una médica que no han cumplido los 30 años pueden estar en una situación económica mucho más parecida cuando son jóvenes que a la que llegarán cuando ambas tengan 50 años”. De la misma manera, en los mayores se constata que los indicadores de salud varían ampliamente por clase social y que los primeros años de vida son capitales en lo que se refiere a la desigualdad y al riesgo de caer en la pobreza. En el texto se muestra empíricamente la considerable heterogeneidad que existe dentro del colectivo de los jóvenes, dado que la probabilidad estar en la temporalidad, ser “nini” o “mileurista” varía según el origen social o el nivel de capital humano.

Jóvenes los hay de muchos tipos (de muchas “clases”) y el autor refleja correctamente dicha variedad según origen social. Sin embargo, constataciones como que el abanico salarial es mucho más estrecho entre los jóvenes o que las oportunidades vitales varían según el origen social, no conduce –o no deberían conducir- irremisiblemente a pensar la solución en términos de políticas públicas sea obviar por completo la edad como variable. Consideramos en este sentido algo irresponsable afirmar que “el paro juvenil no es el problema, aseverando que lo es el paro del conjunto de la población. Decir que “el paro juvenil es poco sensible a profundas diferencias institucionales, por lo que no hay política que lo baje de forma sustancial, excepto aquellas encaminadas a disminuir el paro del conjunto de la población” es como no decir nada. Igualmente irresponsable es fundamentar la relación como en una suerte de “regla del doble” -endógena en sí misma y tan frágil como cualquier otra relación entre dos variables que se sustente en un scatter plot– para tratar de ilustrar que el paro juvenil es, en la mayoría de países de la UE, aproximadamente el doble que el paro general. Nadie duda que el paro en la edad adulta es un problema, y muy grave. Pero no lo es menos el paro juvenil. Que una generación no consiga asentarse laboralmente es problemático, y lo peor es que las consecuencias (es decir, las “marcas” o “cicatrices” del desempleo) no se verán hasta que pasen décadas, como se demuestra en los estudios sobre elscarring” (un artículo genérico y con ejemplos, aquí). No valen sólo “políticas de juventud”, y por supuesto medidas como las subvenciones a la contratación de jóvenes no son la solución. Pero sí: el paro juvenil es también un problema.

El capítulo 5 (“MUCHOS SEXOS Y GÉNEROS”) es muy entretenido y estimulante. El autor empieza con unas siempre didácticas alusiones a cuestiones como el sexo, el género, lo queer, las personas intersexuales, el transgénero, un tercer sexo biológico, algunas corrientes del pensamiento feminista, el “patriarcado duro”, el “patriarcado blando” y hasta de etoros ingiriendo semen de otros hombres. En un plano más próximo al objeto del texto, se alude a la segregación ocupacional entre hombres y mujeres, y se presenta la relevante cuestión de la tensión entre la vida personal, laboral y familiar, que remite de nuevo al asunto tratado en el capítulo 1 sobre si las preferencias son exógenas o endógenas: Si una mujer opta por quedarse en casa, ¿es por ser autónoma y tener un gusto diferente por el mercado de trabajo? O ¿ Su actitud es fruto de una socialización patriarcal orientada a lograr su subordinación al hombre?

Llegados a este punto se plantea, con un ejemplo concreto, la tensión entre género y clase en relación a las políticas públicas orientadas a personas con hijos menores (algunas de las cuestiones aquí tratadas están mejor explicadas por el propio autor aquí). En este sentido, el autor prevé que medidas como por ejemplo “que el Estado ofrezca una plaza de guardería valorada en 400 euros” serán más apoyadas por parejas con buenos trabajos, mientras que otras como “que el Estado ofrezca un cheque de 400 euros si uno de los dos deja de trabajar para cuidar al menor” serán preferidas por parejas con malos trabajos (en los que el coste de oportunidad es menor). Los resultados del barómetro del CIS de febrero de 2009 corroboran estas hipótesis. Aunque estos datos no están el libro, se traen a colación porque resultan ilustrativos, y nos parece muy intersante ahondar en crucial aspecto. Las cifras pormenorizadas pueden verse aquí, y si al lector le interesa rastrear por sí mismo estos resultados, puede hacerlo descargándose los microdatos de la encuesta, o con los cruces que proporciona el CIS por sexo, condición socioeconómica, estatus, nivel de estudios, o recuerdo de voto (la pregunta es la 24).

Lo que se observa en los datos del CIS es que, si bien medidas como “subvencionar (o concertar) escuelas o guarderías” son más apoyadas por directivos y profesionales, pequeños empresarios o votantes del PP, las “ayudas directas a las familias” reciben respaldo en mayor proporción de quienes tienen posiciones más desfavorecidas (parados, obreros no cualificados o personas sin estudios). Estas dos opciones no son las únicas alternativas: la más aludida es “crear más guarderías públicas” (especialmente apoyada por pequeños empresarios, técnicos e incluso directores y profesionales, y por personas con mayor nivel de estudios), pero también recibe cierto apoyo la idea de “poner guarderías en los centros de trabajo”, especialmente entre empleados de oficinas y quienes tienen estudios superiores.

Claramente las opciones de políticas de conciliación laboral (y en sentido amplio las políticas familiares) son sensibles a la clase social. Y está bien que los policy makers lo tengan en cuenta. Algunas de las propuestas que el autor plantea en esta arena para el sector público son interesantes. Pasan por que los permisos de paternidad le supongan al empresario el mismo coste que los de maternidad, es decir que sean intransferibles y de la misma duración para ambos progenitores (en la línea de lo que lleva tiempo promoviendo la PPiiNA). En la batería de propuestas el autor habla también de premiar en concursos públicos a empresas con plantillas equilibradas o desarrollar acciones afirmativas para mitigar la segregación ocupacional por género, y a otras cuestiones como hacer frente a los estereotipos de género en la producción cultural.

Finalmente, en el capítulo 6 (“FRACASO ESCOLAR: CLASE SOCIAL Y DESIGUALDAD DE OPORTUNIDADES EDUCATIVAS”) se aborda la relevante cuestión de la desigualdad en el ámbito de la educación. Un tema éste muy sociológico. Como no podía ser de otra manera, en primer lugar se hace un repaso teórico por los principales mecanismos que explican la desigualdad de oportunidades educativas: la idea de habitus y reproducción social de Bourdieu (y Passeron), los efectos primarios y los efectos secundarios de Boudon o la síntesis que Gambetta hace para explicar decisiones educativas. aunando las visiones que inciden más constricciones sociales (Were they pushed…?) y las perspectivas que subrayan las preferencias individuales (…or did they jump?).

A continuación aporta algunas cifras de la expansión educativa que se ha producido en España y constata que a pesar del incremento del nivel educativo de la población, la desigualdad de oportunidades educativas se ha mantenido. La razón que da es que la educación es un bien posicional: no importa tanto cuánto se tiene, sino cuánto se tiene en relación al resto. Se dedica otro epígrafe al concepto de “fracaso escolar”, al que se le añade el apelativo de “administrativo” (el lector puede encontrar un aperitivo del propio autor aquí). Con ello se trata de subrayar el hecho de que viene determinado por la no consecución de un título educativo, y que con la LOGSE aumentó dicho fracaso. De hecho, el autor considera que “el nivel de exigencia para cursar estudios postobligatorios es anormalmente alto en España si nos comparamos en el contexto europeo” (más sobre esta idea, del mismo autor, aquí). “Difícil” o no, la evidencia disponible parece indicar que por el contrario existe en la opinión pública una visión más bien generalizada de que el sistema educativo español es poco exigente y muy, muy mejorable, aunque no faltan los optimistas. En todo caso, dejando de lado la cuestión de si la ESO es difícil o no, o si el sistema educativo español “tampoco está tan mal”, la aportación más interesante del autor en este sentido es el análisis de las tasas de fracaso escolar (llamémoslo “administrativo”) por clase social, género y origen nacional. El problema es que la estructura argumental del texto se interrumpe en una suerte de “conclusio interruptus”, o más bien sin conclusiones.


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