Geopolítica & Política & RRII

Un coloso con pies de barro

5 Dic, 2011 - - @jorgesmiguel

Artículo de Andrés Von Der Walde.

Durante el mes de noviembre, un grupo político de la minoría rusa en Letonia ha estado recogiendo firmas para que el ruso sea reconocido como segunda lengua en el país báltico. A día de hoy parece claro que han conseguido la firma de más del 10% de la población, requisito necesario para presentar una iniciativa popular en el parlamento.  No obstante,  cabe esperar que no prosperará: los partidos letones se han ocupado de marginar a la coalición Saskaņas Centrs, el segundo partido más votado en las pasadas elecciones y representante de la minoría rusa (un 40% de la población total) en el parlamento. Además, en el hipotético caso de que la votación saliese adelante, tendría que ganar con más del 50% de los votos en referéndum.

A pesar de que en Letonia, próspero país de la UE, se vive el tema apasionadamente (con la débil coalición de gobierno en jaque), no deja de ser una anécdota más que ejemplifica una macrotendencia en las relaciones internacionales que ya adelantara a su manera Huntington en el 96 con su Choque de civilizaciones: las pautas de cohesión, desintegración y conflicto tienen un componente étnico-cultural  fundamental en el siglo XXI [1].

Tras la caída del telón de acero una euforia desmedida recorrió Occidente. Francis Fukuyama se lanzó a aventurar que la democracia liberal salía victoriosa del siglo XX como la única forma de organización política válida y creíble. Habermas hablaba del “agotamiento de las utopías” en el mismo sentido. Esta euforia se convirtió en una profecía autocumplida para el proyecto de construcción europea: ese universo post-ideológico confirmaba la inexorable llegada de un mundo regido por normas de cooperación y negociación transnacional crecientes dentro de un paraíso post-histórico de paz y relativa prosperidad del que la Unión Europea sería punta de lanza y arquetipo. El nuevo faro que ilumina al mundo, por seguir con una metáfora cara a los estadounidenses. La ansiada paz perpetua kantiana. Incluso España quiso ir más allá y empezar a mundializar el proceso a través de una versión local, e intelectualmente perezosa: la Alianza de civilizaciones.

Sin embargo, 20 años después, Sarkozy dice hoy en Tolón que es necesario refundar la Unión Europea, y pide que sean precisamente Francia y Alemania quienes den un paso al frente y lleven el proyecto a cabo. La crisis económica  convoca día tras día al fantasma del fin de la unión monetaria, precisamente desde la reivindicación del distinto papel y responsabilidad de los estados miembros, truco discursivo de los gobernantes para el consumo interno bajo el que se esconde la reivindicación de las identidades nacionales, auténticos aglutinadores colectivos frente a la adversidad –ese discurso es inimaginable en una verdadera unión política como los Estados Unidos. Se generaliza una narrativa en el mundo germano que culpa a la irresponsabilidad de los países del sur de la catástrofe mientras que, como señalaba Jorge, nuestro país empieza a dar los primeros coletazos de euroescepticismo y germanofobia, siendo uno de los más entusiastas con la Unión. Allí donde parecía que había una “morada espiritual común” por decirlo con Novalis y su Cristiandad o Europa, se revelan grietas que hablan de “dos velocidades”, “PIGS” y “rescates”.

De la misma manera que la minoría rusa de Letonia se reivindica ante la adversidad económica, cabe esperar que el resto de identidades nacionales se exacerben como estrategia colectiva de defensa. El orientalismo filo-eslavo no es sino una forma extrema de euroescepticismo en uno de los países miembros. La concordia post-Guerra fría que representa la democracia liberal y el libre mercado ya no convence a los nacionales rusos de los países de la Unión (si es que alguna vez lo hizo). Si los efectos de la crisis son devastadores y a largo plazo, tal y como los indicadores parecen pronosticar, podríamos enfrentarnos a un escenario huntingtoninano de regresión en el proceso de integración comunitaria.

De hecho no sería nada que no pudiéramos prever: las grietas ya estaban ahí cuando, en los gloriosos años del segundo gobierno Aznar, España dio un giro copernicano a su política exterior, precisamente en contraposición a la vieja Europa del eje franco-alemán: aquel grupo esclerótico, burocrático y conservador que cortaba las alas a los nuevos países emergentes de la Unión.  Años de explosión económica e intensa actividad diplomática en los que España se perfilaba como una nación con posibilidades de jugar un papel en el concierto internacional, y se aliaba con las naciones del Este. Esas que hoy piden más vieja Europa por miedo al desmoronamiento del proyecto comunitario.

Si hemos llegado a este punto es precisamente por el espíritu “fabiano” de la Unión Europea. Hay una broma sobre una concentración de socialistas fabianos en la que se dice que gritaban: “¿Qué queremos?, ¡un cambio gradual! ¿Cuándo lo queremos?, ¡a su debido tiempo!”. Emborrachada de concordia post-kantiana, la Unión Europea se ha olvidado de que la integración es un proceso doloroso de superación de identidades colectivas que pueden reaparecer con vigor ante la menor adversidad. La historia europea contemporánea hasta el inédito escenario de la guerra fría solo confirma esta intuición.

Señala Michael Oakeshott que la política se basa en la definición de una comunidad de confianza: “La política es la actividad de atender a los acuerdos generales de una colectividad de personas que, por su reconocimiento común de una forma de atender sus acuerdos, constituye una comunidad individual” [Racionalismo en política y otros ensayos]. Esa comunidad de confianza es extraordinariamente endeble en el caso de la Unión Europea, frente a los estados que la componen y frente a los retos que implica un nuevo orden mundial globalizado, con el poder emergente de otras civilizaciones y las crisis cíclicas socio-económicas. No puedo estar más de acuerdo con Wynne Godley cuando escribe -en 1992(!):

Aunque apoyo el movimiento hacia la integración política de Europa, creo que las propuestas de Maastricht tal y como están son seriamente defectuosas. (…) Simpatizo con la posición de quienes (como Margaret Thatcher), enfrentados a la pérdida de soberanía, quieren saltar del tren de la unión monetaria. También simpatizo con quienes buscan una integración con cierta forma jurídica de constitución federal, con un presupuesto federal mucho mayor que el presupuesto de la Comunidad. Lo que encuentro totalmente desconcertante es la posición de quienes buscan la unión monetaria sin crear nuevas instituciones políticas (aparte de un nuevo banco central) y que levantan las manos horrorizados ante la palabra ‘federal’ o ‘federalismo’.

Los líderes de la Unión Europea tienen que plantearse seriamente que ha llegado la hora de hacer grandes sacrificios en pos de la comunidad política europea. No puede seguir trabajando en modo fabiano. Es cierto que la vieja teoría realista de las relaciones internacionales nos advierte que los estados, como actores principales, intentarán invariablemente maximizar su poder y por tanto tienen todo tipo de incentivos para no ceder su soberanía. De ahí que se trate de un proceso drástico y revolucionario en el que Europa se reivindique como unidad cultural, ponga las instituciones y procesos políticos y sociales necesarios en juego,  y trabaje duramente para preservarla frente a los ataques procedentes del interior, y del exterior (es asombroso como la crisis económica ha enmudecido las legítimas reivindicaciones sobre el peligro de la escalada armamentística en el Pacífico o del Islam, incluso edulcorando procesos sociales reaccionarios como la primavera árabe)

Dicho lo cual he de confesar que, llegado el caso, me opondría fervorosamente a dicho proceso revolucionario de construcción política. Y conmigo, infinidad de ciudadanos de la Unión, pero por razones completamente diferentes: ellos por una reivindicación exaltada de la soberanía nacional, fiel reflejo del problema huntingtoniano que atraviesa el corazón de Europa: el grupo étnico-cultural y la defensa de sus instituciones.

Yo, como conservador (en el sentido oakeshottiano) recelo profundamente de los macroproyectos racionalistas de construcción social y profeso una decimonónica aversión ante un Estado excesivamente poderoso. Sólo me fío de la microingeniería controlada reversible. Creo que sólo los individuos, y nunca las sociedades, pueden permitirse el lujo de jugar a la ruleta. Soy un “fabiano”: contrapeso fundamental para que, de llevarse a cabo el proceso de integración política, se garantice que los sueños de la razón no produzcan monstruos.

[1] – Mi crítica a Huntington es que creo que sobrevalora el papel de la Civilización como aglutinador de grupos étnico-culturales socio-históricamente “similares”.


3 comentarios

  1. […] "CRITEO-300×250", 300, 250); 1 meneos Un coloso con pies de barro politikon.es/neoconomicon/2011/12/05/un-coloso-con-pies-d…  por Sigerico_Redivivo hace […]

  2. Pablo dice:

    Yo estoy a favor de una UE de verdad, con más poder y más fuerza; siempre que esa UE, a raíz de la disconformidad de algunos, genere cauces de transparencia y democracia más poderosos y más fuertes, que los que tienen ahora los Estados-Miembro.

    Quitando eso, tú artículo me parece maravilloso con una excepción: ¿Europa de dos velocidades si no se diseña esa UE?
    ¡Ojalá que sólo fueran dos! Para mí que ahora vamos como mínimo a tres diferentes…

  3. Hejo dice:

    No está mal el artículo pero en el tema de apertura, la reivindicación de la minoría rusa en Letonia creo que te equivocas.

    Los componentes étnico-culturales son una parte crucial del sentimiento de identidad. Si, el estado en el que vives muestra poco respeto a tus símbolos y sentimientos de identidad, es fácil que reacciones con un desapego, con una pérdida del sentido de pertenencia a este estado.
    El tema es complejo dado que el «respeto» es en su mayor parte una cuestión de percepciones. Y además las identidades son múltiples (o compartidas) y evolucionan con el tiempo incluso para una misma persona. Pero esta discusión nos alejaría del tema.

    En cualquier caso, que una minoría (del 40% !) reivindique poder dirigirse a la Administración en su propia lengua y que sus hijos puedan aprenderla en las escuelas me parece lógico y justo. Llevarlo a la práctica puede ser complicado. Pero no hacerlo es una pérdida de derechos, una discriminación de la minoría.
    En estas circunstancias, si la mayoría letona, que tanto mima a sus conciudadanos rusos, mira a Europa, nada más evidente que por reacción la minoría rusa mire a Rusia. Lo que podría ser rusofilia cultural y sentimental adquiere un carácter político.
    Pero ésto no tiene por qué ser forzosamente así: los valones belgas no tienen ningún deseo de incorporarse a Francia. Aunque quizás sí desarrollarían este deseo si se sintieran ninguneados por los flamencos.
    Otro detalle, las crisis pueden provocar que afloren los sentimientos nacional-étnicos como forma de defensa, o no. Todo depende de cómo se gestione la crisis en cuanto al tema cultural-identitario: ¿la minoría es un problema y un sobrecoste, o por el contrario, nos sentamos para ver cómo podemos remar mejor todos juntos? Ver por ejemplo de nuevo el caso belga: la independencia de los flamencos ya no es el tema estrella de la agenda.

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